Las ciudades de agua, de Raúl Zurita
Por Daniel Saldaña París
LetrasLibres, Febrero de 2008
La aparición de un libro de Raúl Zurita podría pensarse como un
fenómeno a mitad de camino entre la meteorología y la literatura.
Esto es así por varias razones. Una, la más obvia, es la constante
presencia del paisaje en la obra personalísima de Zurita (Santiago
de Chile, 1951); la presencia del paisaje no como una exterioridad
objetiva sino como un correlato terriblemente hermoso del dolor humano.
“Proyección afectiva del hombre sobre el paisaje”, como apuntó el
crítico Ignacio Valente a propósito de Anteparaíso o “elevación del
paisaje a la categoría de espejismo [...] el espejismo propio de los
desiertos”, según la lectura de Jorge Edwards.
Las ciudades de agua anuncia, desde el título mismo, un libro de espejismos, tallados con
mil detalles mediante la sintaxis sorpresiva y los giros de oralidad
onírica que el autor imprime a su poesía.
Pero también puede pensarse
como un fenómeno climático porque Zurita no se resigna a ser un autor
de libros de poesía en el sentido convencional del término. En Zurita
el libro nunca es un mundo cerrado en sí mismo, clausurado en su literalidad.
Más bien parece siempre a punto de desbordarse, de crecer incontenible
en todas direcciones, inscribiéndose en las cordilleras o impregnando
las páginas de otros libros, pasados y futuros, ajenos y propios.
Ya desde Anteparaíso (1982) era común encontrar al comienzo de una
sección epígrafes pertenecientes a otra sección del mismo libro, y
en La vida nueva (1994) el intrincado curso de los ríos de América
y la marcha monumental de las cordilleras de Chile llevaban una y
otra vez a los mismos espacios de dolor, a las mismas experiencias
capitales que alimentan y estremecen la obra de Zurita. En Los países
muertos (2006) aparecen, junto a constantes referencias a otros poetas
de su generación, pasajes enteros que ya estaban en La vida nueva.
Zurita se cita a sí mismo constantemente, regresa sobre poemas pretéritos
y al incluirlos en el margen de un nuevo libro se apropia textualmente
de su pasado; hilvana su historia de vida y, en mitad del vertiginoso
paso de los años, construye un tiempo mítico al cual regresar en busca
de sí mismo. En esa construcción mítica que es el pasado, no cabe
ya la pregunta por la verdad de los acontecimientos: al igual que
sería necio preguntarle a Joseph Beuys por la veracidad de esa historia
según la cual fue rescatado e iluminado por una tribu de tártaros
durante la Segunda Guerra Mundial, carece de sentido, en el caso de
Zurita, la pregunta por su intento de cegarse con amoniaco: en ambos
casos la historia ha sido asimilada como base y pretexto para una
obra que incorpora la mitificación de la experiencia biográfica como
parte sustancial de su potencia creativa.
En Las ciudades de agua se incluyen unos cuantos poemas de libros anteriores, y además se
nos aclara que todo el libro es parte de un proyecto mayor titulado
Zurita. Estos mecanismos autorreferenciales e intertextuales que trascienden
y violentan el aislamiento del libro apuntan en una dirección: Zurita
es Zurita. Obra y vida se funden y dialogan como parte de un mismo
horizonte; los recuerdos y los arrepentimientos encuentran una brillante
solución formal en esas constantes revisiones de la obra, en ese Eterno
Retorno de los momentos fundacionales (ahí está, de nuevo, el golpe
de Estado del 73, las autolesiones que se inflige el autor durante
la dictadura, la escritura de poemas en el cielo de Nueva York...).
Pero al igual que en un obsesivo aparato de relojería, estos elementos,
que ya estaban en toda la obra anterior de Zurita, se van engarzando
con nuevas visiones, novedosas vueltas de tuerca a la sintaxis, diálogos
e intertextos inéditos. Así, además de la presencia de ríos y cordilleras,
de las referencias bíblicas y los puentes tendidos hacia el Popol
Vuh y Dante, en Las ciudades de agua Zurita se acerca, como nunca
antes, a la exploración de la figura del padre, a la intimidad violenta
y primigenia de los lazos familiares; sus interlocutores son ahora
Shakespeare y la tragedia griega, las imágenes apocalípticas de las
películas de Kurosawa (en particular de Sueños) y, me atrevo a aventurar,
las últimas obras de Francis Bacon.
En un ensayo de 1996, que Zurita
dedica al pintor inglés, escribe: “Es el ensimismamiento infranqueable
que impregna estas figuras lo que les da a las últimas producciones
baconianas ese tono monumental y a la vez íntimo que tienen los desiertos.”
Aquí Zurita podría estar hablando, también, de su propia obra. Las
ciudades de agua contiene pasajes silenciosamente ensimismados, donde
la monstruosidad del sufrimiento humano es contemplada desde la distancia
y no ya al fragor de la demencia postgolpista. Las secciones más narrativas
son íntimas y directas, pero sigue presente el tono monumental de
los desiertos: las apariciones, los espejismos complejos descritos
con minuciosidad, las arquitecturas del delirio irguiéndose como promesas
de esperanza.
La inmediatez sencilla y descarnada de su prosa poética
le permite al autor realizar en estos poemas aquello que él mismo
diagnostica en los trípticos de Bacon: “[Una] dramatización del tiempo
[...] que hará que en ellos se evoquen cada vez con mayor obsesión
los seres que el pintor ha querido: sus amantes, los muertos, los
fugaces compañeros de ruta, con algo que se podría asemejar a la compasión,
pero a una compasión que atañe estrictamente a la carne.”
Lo que antes
estaba enunciado en postulados de apariencia científica, ahora se
desarrolla, no linealmente sino desplegándose en una estructura de
perturbadores ritornellos, de incursiones al pasado y de imágenes
relacionadas con el poder sobre la carne, pero también con su compasión:
“Al comenzar a cortarse debió tal vez haber gritado, no lo sé, después
sólo continuó y en la fotografía tiene una expresión tranquila, como
si estuviese descansando.”
Una de las particularidades de Las ciudades
de agua frente a los libros anteriores de Zurita es la mayor presencia
de paisajes urbanos. Junto a las secciones que relatan la epifanía
del transcurso de los ríos, aparecen ahora las calles de Berlín y
de la ciudad de México, los barrios y los bares de Santiago y la súbita
desaparición de Buenos Aires (en el “Sueño 360/ a Kurosawa”, uno de
los poemas más contenidamente desgarradores del libro). Estas ciudades
imposibles, que por momentos recuerdan a las de Italo Calvino, sobrevuelan
el desierto de Atacama como una promesa de redención final, como espejismos
habitados que son el punto de llegada de todos los ríos y todos los
fantasmas de Raúl Zurita.