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EL TUNEL (texto
escogido)
II
Como
decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a
escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar
mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el
alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que
quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la
opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta
historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos,
pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que
exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se
cree aveces un superhombre, hasta que advierte que también es
mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie
está desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen
reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el
estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre;
quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no
existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la
vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de
individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció
palabras sugeridas por la vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué
decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de soberbia
argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no
le llegaban a las rodillas? La vanidad se encuentra en los lugares más
inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la
generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que
mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la
muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba
que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir
que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero
recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al
comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un
sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más
demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para
llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando
llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme
levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme
(¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí,
oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso
este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los
demás. .... Sin embargo, no relato esta
historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo
de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar
explicación a todos los actos de la vida? Cuando comencé este relato
estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie.
Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó: al que no
le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente
esa gente que siempre anda detrás de las explicaciones es la más
curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de
leer la historia de un crimen hasta el final. .... Podría reservarme los motivos que me
movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo
interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es
bastante simple: pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que
ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la
humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular,
me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme.
AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA. .... "¿Por
qué -se podrá preguntar alguien- apenas una débil esperanza si el
manuscrito ha de ser leído por tantas personas?" Este es el género de
preguntas que considero inútiles. Y no obstante hay que preverlas,
porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que
el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el
cansancio ya gritos delante de una samblea de cien mil rusos: nadie me
entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir? ..... Existió una persona que podría entenderme.
Pero fue, precisamente, la persona que maté.
El Tunel Ernesto
Sabato Editorial Seix
Barral la imagen corresponde a la edición de marzo de
1993
ERNESTO SABATO nació en Rojas, provincia de
Buenos Aires, en 1911, hizo su doctorado en física y cursos de
filosofía en la Universidad de La Plata, trabajó en
radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie y abandonó
definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse
exclusivamente a la literatura. Ha escrito varios libros de
ensayo sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre
el sentido de la actividad literaria -así, El escritor y
sus fantasmas (1963; versión definitiva, Seix Barral,
1979), Apologías y rechazos (Seix Barral, 1979)-, y
tres novelas cuyas versiones definitivas se honró en presentar
Seix Barral al público de habla hispana en 1978: El túnel
en 1949, Sobre héroes y tumbas en 1961 y Abaddón
el exterminador en 1974 (premiada en París como la mejor
novela extranjera publicada en Francia en 1976). Escritores
tan dispares como Camus y Greene, como Quasimodo y Piovene,
como Gombrowicz y Nadeau han escrito con admiración sobre su
obra. En 1983, fue elegido Presidente de la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de personas, creada por decisión del
Presidente de la República Argentina, Raúl Alfonsín. Fruto de
las tareas de dicha comisión fue el sobrecogedor volumen
Nunca más (Seix Barral, 1985), conocido como "informe
Sabato". En 1984, Ernesto Sabato obtuvo el Premio
Cervantes.
de la
contratapa
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