Decir que Ernesto Sábato es uno de los más talentosos
escritores de habla hispana es cierto, pero insuficiente. No sólo de
libros brillantes está hecha la trayectoria del ganador del Premio
Cervantes 1984, al que no pocos le auguran el Nobel de Literatura que su
compatriota Jorge Luis Borges no tuvo. Eso, aunque él
asegure que le daría vergüenza obtener una distinción que ni Joyce ni
Kafka ni Rilke recibieron.
Con sólo tres novelas y una profusión de ensayos, Ernesto Sábato
trasciende su rol de inventor de ficciones. Tenaz defensor de un puñado
de principios morales, no ha claudicado su coherencia aunque semejante
obstinación le haya puesto obstáculos en el camino. Así llegó a
encabezar la Conadep (comisión nacional para investigar la desaparición
de personas) durante el gobierno de Raúl Alfonsín, una etapa que le dejó
huellas indelebles en el carácter y en el alma.
Su imagen delgada
y movediza no parece corresponder a los ochenta años que acaba de
cumplir. Pero si alguien se lo dice, Sábato lo tomará como un asunto de
buena crianza, se acomodará nerviosamente los anteojos y preferirá
cambiar de tema.
-Alejandra. Usted se llama como mi Alejandra
–abre el diálogo Ernesto Sábato con esa voz modulada y grave que ya
resulta familiar incluso a quienes nunca antes dialogaron con él.
Murmuro que leyendo Sobre héroes y tumbas yo también imaginaba
haber inspirado ese personaje, con el que al menos tenía un nombre
común.
Nos sentamos en el salón de su antigua casa. El lugar está
tapizado de bibliotecas blancas y enfrenta un ventanal abierto al
jardín. El escritor bromea al fotógrafo por la manía de no darle tregua
a la máquina. En esos instantes, cuando una ocurrencia le borra las
arrugas de la frente, Sábato se ríe para adentro con pudor, de un modo
que pocas fotografías pueden registrar. Es un gesto tierno, sin
precauciones, pero incondicionalmente fugaz.
-¿Qué pensaba de la
vejez cuando empezó a escribir?
-La imaginaba. En general no se
piensa en la vejez sino cuando se la tiene. Claro que no me impidió
incluir personajes viejos en mis novelas, porque un escritor tiene que
poder imaginar tanto a un adolescente como a un anciano. Si no tiene esa
intuición, que se dedique a otro oficio.
-¿No imaginaba su propia
vejez?
-No, de ninguna manera. Hubiese sido un acto de masoquismo.
Esa es una calamidad que viene sola y no hay por que convocarla (se
ríe)
-¿Es serio que es tan negativa su visión sobre esta parte de
la vida?
No, no. Lo digo porque la vejez implica de una manera u otra
la muerte próxima y no me gusta morir. No es que le tenga miedo. Fíjese
que estuve tres veces en peligro de muerte y me he dado cuenta de que no
le temo como, por ejemplo , a los terremotos. Pero es, digamos, un hecho
lamentable. Sobre todo si uno no está seguro de la
sobrevivencia.
-¿Cree en la reencarnación?
-A eso me refería.
Si grandes hombres como Platón o Pitágoras y muchos contemporáneos creen
en la posibilidad de vida eterna, ¿por qué hay que pretender ser más
intuitivos y sabios que ellos? Creo que es un acto de modestia admitir
esa posibilidad y al mismo tiempo es algo reconfortante. Porque, claro,
la vida está hecha fundamentalmente de desdichas, pero tiene muchas
cosas buenas. Tantas, que uno se resiste a morir. Yo a veces he pensado
que en el momento de la muerte, si uno está lúcido, va a ansiar cosas
muy humildes. No hablo de volver a Florencia, sino (pienso, lo estoy
imaginando) de viajar en el colectivo 60, en un día de verano, yendo al
Tigre, apretujado, sudoroso, con gritos. Esas cosas tan mínimas son las
más deseables. De manera que creo que la vida es tan curiosamente
fascinante que aun en medio de las mayores desdichas uno se resiste a
abandonar la existencia.
-Si alguien le propusiera elegir una
nueva vida, ¿cómo sería?
-No sé, ya en tren de elegir una nueva vida,
imagínese, es una tentación muy fuerte. De lo que estoy seguro es que no
cometería los mismos errores que he cometido. A diferencia del arte, la
vida se hace en borrador. ¡Y cuántas cosas quisiera corregir! ¡Cuántos
momentos desagradables, equivocaciones, injusticias pequeñas o grandes
crueldades quisiera enmendar!
-Le oí decir que vivir es en cierta
forma acumular equivocaciones…
-Claro. Es que en arte uno puede
corregir veinte veces y eso se nos niega en la vida. Y precisamente por
eso es que el arte existe. Porque somos mortales y necesitamos crear
algo perfecto en un mundo de imperfecciones.
-Muchas veces usted
ha hablado de las desilusiones. ¿Cuál es la mayor que le ha tocado
vivir?
–Uno tiene muchas desilusiones a lo largo de la vida. Pero yo
tengo esperanza. Prefiero equivocarme por generosidad y no por
mezquindad. A veces uno pone toda su fe en una persona y no nos
corresponde. Bueno, yo elijo esa desilusión antes de negar una ayuda por
las dudas.
¡QUE MARAVILLA!
Matilde Kuminsky, su mujer, está ahí, quietita en un sillón contiguo
al del escritor, para apuntarle cada tanto una sugerencia, aunque él se
lo reproche. “Eso opina Matilde”, dice, como queriendo rechazar su
intromisión. Ella lo acepta con cara cómplice. Parece que para los dos
se tratara de un juego. Y en seguida Sábato la mira de reojo para
adivinar si se siente bien. Un ejercicio que lo ocupa desde hace unos
meses, cuando ella enfermó.
Están juntos casi desde la
adolescencia. Se conocieron en la Universidad de La Plata, donde Ernesto
Sábato descubría el universo exacto de la física, y a los 17 años
Matilde se fue de su casa para vivir con ese muchacho que la encandilaba
por su inteligencia y una sensibilidad tan apasionada por los ideales
juveniles. Apoyó su ruptura con el comunismo, repartió entre amigos los
libros de física que en 1944 su esposo decidió no volver a usar nunca
más, y se fueron a las sierras de Córdoba, donde vivieron sin agua ni
luz.
Con esta mujer comparte hoy Sábato una familia de dos hijos
(Jorge Federico y Mario) y seis nietos. Ella fue la primera en leer sus
obras, su crítica más desapasionada. Y también gracias a ella llegó a
editarse Sobre héroes y tumbas, la novela intermedia en la
trilogía del autor, posterior a El túnel y anterior a Abadón,
el exterminador. “Sobre héroes…le costó una grave enfermedad a
Matilde y por eso la salvé. Si no, la hubiera quemado”, dice él ahora,
después de haber alimentado fogatas con hojas redactadas en noches
interminables.
-¿No quisiera poder rescatar algún trabajo de los
que quemó?
– Fíjese que gente amiga o de mucho talento me ha dicho
que el autor no es la persona más indicada para decir esto sí, esto no.
Y tienen razón. Reconozco que he cometido mucha equivocaciones. He sido
muy autodestructivo. Porque un libro traducido a treinta lenguas debe
tener algún valor universal y sin embargo yo estaba dispuesto a
quemarlo. Por eso le aconsejo a los muchachos que eviten los extremos:
ni dejarse tentar por la facilidad de publicar todo ni tampoco
destruirlo. Por lo demás, soy partidario de escribir poco. Si uno logra
escribir en su vida un solo libro que permanezca en la historia, ¡Dios
mío: qué maravilla!
-Hace unos años usted afirmaba que aún no
había escrito su gran obra. Ahora que ha decidido no escribir más, ¿cuál
cree que lo trascenderá?
-No sé siquiera si alguna va a merecer eso.
Pero los libros que he publicado son hijos míos y uno quiere a los hijos
hasta por sus defectos. Además, lo que he escrito son verdades de las
que no me arrepiento. Y si esas verdades alcanzan el arte, tienen la
eternidad del alma humana.
“Fíjese que curioso: una vez Marx le
escribió una carta a un amigo en la que se mostraba perplejo porque las
obras de Sófocles siguieron emocionándonos a pesar de que las
estructuras sociales y económicas de su época fueran tan diferentes a
las de ahora. ¿Cómo hasta un hombre tan talentoso pudo equivocarse tanto
por culpa de una doctrina? Creía que todo era histórico, pero no todo lo
es. La muerte, la soledad, las desventuras, la felicidad, el problema de
Dios tienen la permanencia de la condición humana. Y el arte que perdura
se hace universal”.
PURA BASURA
En 1947, Sábato se mudó a la vieja quinta de Santos Lugares, en las
afueras de Buenos Aires, donde ha vivido hasta hoy.
Ahí nadie
recoge las hojas cada otoño y los huéspedes novatos descubren la estatua
de Ceres entre cipreses, magnolias y hiedras.
El escritor recibe
a poca gente en ese sitio cálido, en el que las obras de Berni y
Castagnino conviven con las de otros pintores menos célebres y
fotografías familiares enmarcadas. Tal vez el poeta Rafael Alberti
–quien lo visitó cuando estuvo en Argentina meses atrás- traspasó la
frontera territorial más privada de esa geografía hogareña: el atelier
donde Sábato recrea sus criaturas imaginarias desde que los médicos le
prohibieron leer y escribir. Con telas y pinceles rechaza la idea de
dictar para continuar su obra literaria. Eso, aunque alguna vez definió
a la escritura como un acto compulsivo.
Le gusta utilizar el verbo
rumiar de modo autorreferencial. Así que todos los que lo conocen le han
oído alguna vez rumiar sus obsesiones: “Son varias. La justicia, lo
absoluto… Sobre ellas he escrito siempre. Creo que es lo que hace
cualquier persona que se vale del arte para salvar su vida y la de sus
lectores. Los demás son fabricantes de libros, como los betselleros
norteamericanos. Pura basura”.
-¿Ha cambiado su relación con Dios en los últimos años?
-No. Yo
siempre estuve en busca de lo absoluto.Y así me ha ido. Nunca me gustó
la injusticia y el hecho de que un chico se muera de hambre cuestiona de
una manera u otra la existencia de Dios. Por eso de joven me acerqué a
los movimientos revolucionarios anarquistas donde conocí a verdaeros
santos. Y lo hice con un sentimiento pararreligioso. No se puede vivir
sin absoluto.
-Lo dice mientras en el mundo se habla del resquebrajamiento de las
ideologías...
-Por eso es terrible lo que estamos viviendo. Una cosa
es el quiebre de las ideologías y otra que se abandonen todos los
ideales. Los ideales son absolutos; se necesitan para vivir. Si no, es
la droga. Este del que hablo es un sentimiento universal, pero se da
sobre todo en los países hiperdesarrollados, mucho más desacralizados
que los nuestros. Acá todavía mantenemos cualidades humanas que ya se
han perdido en los países ricos. Sin ir más lejos, Estados Unidos tiene
doscientos cuarenta millones de habitantes frente a los seis mil
millones totales. Y el ochenta por ciento de los drogados del mundo está
ahí. ¿Ese es el paraíso que anhelamos? ¡Por favor!
-¿Cree que ser pobres es una ventaja?
-La ventaja es no haber
tomado el tren del hiperdesarrollo. Toda la reserva humana va a quedar
en nuestros países. Y si logramos evitar la bomba atómica, va a aparecer
una nueva humanidad en armonía con el cosmos, la naturaleza y los otros
hombres. El viejo ideal, en fin, de los filósofos anarquistas. El futuro
de la humanidad, si existe, es ése. Si no, no hay futuro.
Sábato considera virtudes supremas la responsabilidad, el coraje ("no
el de los grandes héroes, sino el de, por ejemplo, los bomberos
voluntarios") y la generosidad ("porque hay gente a la que he ayudado
entrañablemnte y se ha vuelto una gran resentida contra mí, pero también
hay mucha otra que me ha acompañado la vida entera con su
fidelidad").
A los 80, ser visto como un humanista no le resulta a Sábato ninguna
presión. "Yo he hecho lo que tenía que hacer. Además no pretendo
gustarle a todo el mundo. Al que no le guste que no me lea. No hago
cuestión de amistad por eso".