El
origen del transrealismo poético
por Sergio
Badilla Castillo
Quintarueda,
Año 1, N°1, Junio de 2004
Hace algunos años, cuando yo vivía, ya más de
una década en Estocolmo, meditando en la cocina de mi departamento
del Barrio Sur, durante las largas noches de invierno, cuando el día
había sido apenas un parpadeo, me di cuenta que mi poesía
estaba influenciada definitivamente por la lira nórdica. Mis
textos comenzaban a perder esa textura que me entroncaba con Parra,
con Huidobro, con Lihn o con Juan Luis Martínez. Sin embargo
tampoco era un epígono rotundo de Edith Södergran, de
Elmer Diktonius, o de Pentti Saarikoski; más bien me había
hibridizado, era la respuesta de estos dos mundos tan distantes, que
tienen en común ser geográficamente los extremos de
la tierra, hacia los polos.
Así, en esta discontinuidad con mi pasado, percibí que
la realidad se tornaba aparente, o dicho de otro modo, para hacerse
presente estaba sujeta a una multiplicidad de tramas que yo las había
vivido, soñado o simplemente imaginado. Estos contextos se
cruzaban, se entrelazaban, se relativizaban o eran meros productos
de la imaginación cargada de planos superpuestos, pluridimensionales;
inmediatos o distantes, en las texturas poéticas.
De allí entonces que discurrí que la mente tenía,
en total medida, el manejo volitivo del universo, o más claro,
de la inmensidad del cosmos lírico. Así yo estaba en
condiciones de alterar el tiempo, haciéndolo asincrónico
(proceso o efecto que no ocurre en completa correspondencia temporal
con otro proceso u otra causa); ácrono, (fuera del tiempo);
ucrónico (se da por supuesto acontecimientos no sucedidos,
pero que habrían podido suceder)o abiertamente paracrónico
(suponer acaecido un hecho después del tiempo en que sucedió).
El espacio con un tiempo alterado también se hacía
artificial y esto exigía que el lenguaje adoptara un carácter
casi profético, iluminado, donde se mezclaran abiertamente
los planos entre el yo lírico y el yo vivencial.
Pensé, asimismo, que también constituía un punto
de apoyo recurrir a la chamanización del discurso poético,
es decir, el hablante lírico se transforma, a las claras, en
un cabalista o en un vidente dotado de sobrenaturalidad. Al tener
el yo lírico esta característica inmaterial, lo epopéyico
descansa en la manifestación activa de causas ajenas al tiempo
y al espacio, pero con una dosis narcisista. El narcisismo, en esta
eventualidad, pasa a ser un sostén de protección en
contra de la sociedad desvinculada, en contra del significado de la
sociedad post-industrial que niega la historia y despoja al individuo
de autenticidad, al aislarlo como un simple germen de su entorno,
mediante una falsa valoración de su individualidad.
La disposición de los elementos que componen el poema transrealista,
y, a veces, su temática, lo acercan más a la fábula
y/o a ser una saga propia que suele engranarse con los mitos anteriores,
urbanos o de la épica originaria. Por otro lado, a través
de la histocompatibilidad. o sea, tener la aptitud o armonía
para unirse o ocurrir en un mismo lugar o sujeto con el contexto,
el sujeto lírico puede desdoblarse y en este proceso reconoce
como habitual, la vinculación con otra dimensión o estado,
a la manera de una persona que se separa de sí misma, en una
suerte de esquizofrenia virtual. El personaje poético asume
entonces dos personalidades que actúan en un mismo escenario
y que suelen confundirse entre sí, y que aceptan este acto
como un hecho doméstico o normal, como una simple y ordinaria
(trans) realidad.