Al principio, casi siempre es lo mismo: Un arranque
sinuoso salpicado de árboles o flanqueado por rocas gemelas, el recuerdo de
confusas conversaciones oídas quién sabe dónde, o acaso un simple letrero
de madera con una indicación grabada a cuchillo que, por cualquier causa
incognoscible, logra atraernos misteriosa e irresistiblemente.
De modo que tomamos el sendero y nos adentramos por él en la
bella espesura que parece estar esperándonos como para una celebración
de la que nada sabemos. Lo hacemos sin desconfianza, con la firme intención
de no caminar en exceso, ya que aún nuestros pies no están habituados a
las grandes caminatas.
Notamos como el oxígeno invade nuestros pulmones, agrandándolos,
ensanchándolos y borrando de nuestras mentes cualquier otro pensamiento,
mientras vamos ascendiendo con lentitud, parándonos a contemplar cada mata
de hierba, dejando que nuestro ser se inunde de gratitud ante ese aire
respirable, ante esas flores y ese césped y esos pájaros que saludan con
sus trinos nuestra presencia desde las copas de los milenarios árboles
que, en este punto, semejan una escolta protectora e invitan, incitan, a
seguir caminando hacia ese sol radiante que podemos entrever a través
de las ramas quietas, entre las verdes hojas.
Nuestros pasos son aún inseguros, nuestros pies aún no se han
acostumbrado al camino, pero poco a poco, un atisbo de seguridad va
naciendo en nuestro espíritu, nuestras pisadas van siendo cada vez más
firmes. Si algún miedo alimentó nuestras dudas, ahora no es sino la sombra
de un recuerdo. Llega entonces la primera bifurcación y nos preguntamos
si en verdad es prudente continuar, si no sería preferible retirarnos a
descansar y volver a intentarlo en otra ocasión. Algo en nuestro interior,
sin embargo, se rebela y nos anima en estos momentos de indecisión, nos
empuja hacia adelante. Así pues, hay que decidirse, hay que elegir uno
de los caminos y respetar esta elección en las posteriores bifurcaciones,
que acaso hayan de ser numerosas. Si no lo hiciéramos así, ¿cómo hallaríamos
el camino de regreso?.
Pero aquí arriba, sumidos en la pureza, plenos de maravillas
recién descubiertas, esperanzados ante lo que aún hemos de conocer, ¿quién
pensaría siquiera un momento en regresar? ¿quién sería capaz de renunciar
cuando el sendero continúa y se pierde tras aquella curva en la que un
frondoso abeto parece llamarnos con un suave bamboleo? Así, tras un
brevísimo descanso, tomamos un lado y seguimos subiendo. Después de esa
curva, viene otra. Más allá de ese abeto, habrá sin duda muchos otros.
El bosque no es sino una sucesión compacta de árboles. El sendero, una
sucesión de curvas y pendientes, una línea terrosa adentrándose en la
tupida superficie verde y formando figuras que el viajero aún no ha
aprendido a descifrar.
Nuevas bifurcaciones van marcando nuestro itinerario. En cada una
de ellas nos hacemos la misma pregunta: ¿Adónde conducirá el sendero
rechazado? ¿qué maravillas nos estará vedando nuestra propia elección?.
Sin embargo, sabemos que hemos de ser constantes para no extraviarnos.
Por eso, tomamos el camino prefijado, aun sin poder evitar un leve
aguijonazo en la nostalgia, sabiendo que algo precioso e irrepetible se
ha quedado varado en cada encrucijada.
Tal vez el sendero, si lo miramos bien, se haya estrechado un
poco; acaso la vegetación comienza a resultar algo más hostil; quizá el
cansancio haya empezado a afectarnos, pero tenemos la convicción de que
la culminación de nuestras andanzas no ha de hallarse muy lejos. A estas
alturas sería absurdo renunciar. Tal idea no cabe en nuestro lenguaje.
Reparamos, sin inquietud, en que hemos perdido la cuenta de las
encrucijadas, en que hace ya rato que dejamos atrás el último refugio,
en que ni siquiera recordamos con precisión el nombre del lugar al que nos
dirigimos, pero todo eso, ahora, carece de importancia, porque el sendero
está ahí, claro y nítido ante nuestros pies, exploradores que van marcando
sus huellas en la tierra blanda y ahondan más y más en el corazón del
bosque.
Es entonces, (o tal vez un poco más atrás, cuando divisamos
en la distancia la caseta del último guardabosques) cuando nos percatamos
por vez primera de nuestra absoluta soledad. Será como un pinchazo, como
un rebuscar entre las páginas de un libro y no hallar aquella flor de
nuestra adolescencia, aquel aroma de nuestro primer beso furtivo.
Alrededor no habrá nadie. Recordamos, es cierto, habernos cruzado con otros
caminantes, haber compartido pequeños trechos, cigarrillos y breves
conversaciones con alguno de ellos, habernos separado, no sin un leve
abrazo y un suspiro melancólico, de aquellos que nos resultaron más
queridos y que nos dijeron adiós en las múltiples bifurcaciones, en las
que cada cual había de seguir su propia ruta. Recordamos haber charlado
con muchos y admitimos haber olvidado a muchos otros. Pero ahora, aquí
arriba, pensamos que el ascenso sería sin duda menos fatigoso en compañía
de alguien con quien poder compartir el sol y el agua, de alguien a quien
mostrar las maravillas que vamos dejando atrás con mayor premura de la que
en verdad desearíamos, de alguien que nos animase y a quien, a nuestra
vez, animar en los momentos más difíciles del ascenso, en esos momentos
en los que uno piensa que jamás llegará a su destino y que mejor hubiera
hecho en darse la vuelta apenas comenzado el viaje. Y en cambio, nos
hallamos solos, sin otra compañía que los árboles, cada vez más escasos,
cada vez menos frondosos, y las matas amarillentas y el canto uniforme
y tedioso de los grillos.
Más arriba, los árboles desaparecen, convirtiéndose en recuerdo,
y sólo quedan la piedra y los tristes matojos. Sin la protección del
bosque, pensamos entonces, por vez primera, en los posibles peligros. En
la noche que se va acercando, acompañada de breves ráfagas de una brisa
fría, en las víboras, en los acantilados. Hay entonces un minuto de
desconcierto, de terror, un mal minuto en el que decidimos regresar,
pero miramos hacia atrás y descubrimos que es demasiado tarde, que está
anocheciendo y el camino de regreso ha de ser forzosamente largo, que el
lugar al que desearíamos regresar tal vez no existe ya. Entonces sólo
queda apretar los dientes y seguir hacia adelante, cruzar ante aquella
roca, atravesar la hondonada que se divisa al fondo, doblar el siguiente
recodo y esperar que tras él se halle aquello que buscamos, confiar en
que seamos capaces de reconocerlo. Y siempre, en caso contrario, caminar
un poco más, una curva más, una roca más, con firme decisión hacia
adelante, hacia adelante siempre, hacia la cumbre...
...Y llegaremos. Nada importarán entonces los arañazos producidos
por las ramas y los espinos. Nada importarán las cruentas llagas en
nuestros pies ya descalzos. El lugar al que llegamos, en nada se parecerá
al que soñábamos al iniciar el ascenso, pero será un destino, una meta,
un lugar en el que, felices y orgullosos, ahora que el camino quedó atrás
y hemos conseguido nuestro propósito, nos dejaremos caer sobre una losa
y descansaremos mirando a las estrellas y respirando la pureza del aire;
libres ya de las ataduras de allá abajo, henchidos de placer, nos
tenderemos a la espera del merecido descanso.
***
Esta parece ser la versión definitiva que Silvio W.J.
tenía preparada para dar a la imprenta en el momento de su misteriosa
desaparición. Quienes tuvimos ocasión de conocerle supimos, no obstante,
que aquel manuscrito estaba incompleto o era falso. Cabía la posibilidad,
es claro que lo tuvimos en cuenta, de que ese cuento no fuese más que un
guiño, una especie de broma de despedida de nuestro amigo, pero era harto
improbable que no hubiese dejado otra copia en alguna parte. Así, nos
dimos a la afanosa tarea de buscar ese otro manuscrito (el original,
en nuestra opinión) Por fin, cuando ya desesperábamos, conseguimos hallar
en una vieja carpeta, entre otros manuscritos ilegibles o crípticos,
arrugada y amarillenta, una hoja de papel escrita y borroneada por
ambos lados. Nada asegura que ese papel forme parte del cuento anterior,
nada excluye tal posibilidad. Tenemos, sin embargo, la convicción de que
son los párrafos finales del cuento. Creemos, incluso, que es imposible
entender dicho texto sin haber leído estos párrafos. Es más, nos
atreveríamos a asegurar que es inconcebible imaginarse a Silvio W.J.
escribiendo las páginas anteriores sin la certeza de la página final.
Hemos decidido, en consecuencia, agregarla.
***
Como idiotas.
Con la vista clavada en nuestros propios ombligos
venerablemente ovinos.
Satisfechos, inermes, acomodados,
voluntariamente ciegos.
Felices de haber llegado adonde nunca pretendimos.
De habernos encogido de hombros ante las circunstancias.
De haber hecho de la resignación una virtud. De haber cambiado
nuestro sueño por un inmundo pedacito de tierra estéril. De haber
servido de distracción al destino y a pesar de todo estarle agradecidos.
¿No ansiábamos fuentes frescas y cristalinas donde saciar nuestra
sed, en las que apagar la fiebre del llano? ¿No buscábamos acaso una
cumbre virgen salpicada de pajarillos, ardillas y sol, surcada por el
viento norte y regada por lluvias limpias y limpias nieves?
¿A qué viene entonces ese conformarse con las fuentes ponzoñosas
de la mediocridad, con el viento caliente y putrefacto de la decepción?
¿No hubiese sido mejor, entonces, haberse extraviado, haber
tomado bifurcaciones al azar sin tratar de asegurarnos un regreso que,
de todas formas, no iba a ser posible? ¿No hubiese sido preferible yacer
en alguno de los múltiples valles que alberga la memoria, en compañía
de aquella jovencita que aún somos capaces de entrever en sueños? ¿No
seríamos más felices si hubiésemos tomado el rumbo de aquellos amigos
que compartieron su vino y su pan con nosotros, aun a sabiendas de que
habríamos de alejarnos pronto?
O lanzarse al vacío desde esta cumbre no deseada, gritando
en la caída nuestra humillante condición de dioses fracasados, nuestra
indestructible esperanza que no entiende de resignaciones ni de espíritus
conformes, gritando en la caída nuestros nombres, como una lluvia
persistente.
© Sergio Borao Llop