Fragmento de Stella Díaz Varín de la colección “Vindictas Poetas Latinoamericanas”; una antología de esta autora quien fue parteaguas en Chile y después olvidada.
Stella Diaz Varin
Coleccion Vindictas Poetas Latinoamericanas Material de Lectura
UNAM, México, 2023.
Stella Díaz Varín (1926-2006) fue una poeta chilena de soberana altivez y cabellera de rojo fuego desafiante que con sus potencias desinstaladoras como raison d’être, con sus palabras replicantes y su resistir disidente, incendió las máscaras del lenguaje, las máscaras del lenguaje, las máscaras de lo innoble y de la vileza humanos, las máscaras de los órdenes masculinos y, sobre todo en nuestra latinoamericanidad, la gran máscara colonizadora de un sistema económico global que oprime a los seres.
El suyo es un malestar de existencia que reconoce, en permanente atención (“Yo soy la vigilia,/ Ustedes/ Son los hombres castigados, (…)/ De gestos oblicuos”)[1] los signos constrictores de esas forjas civilizatorias donde no cabe ni vale la justicia, la virtud, vieja amiga, la libertad y la palabra de la tribu, su estrategia vital. Como dice Eugenia Brito, una de sus más importantes antologadoras: “Stella se sabe colonizada (…) pero intenta horadar esa cultura no sólo con su escritura, sino con su vida, (…) Esa fue su fuerza, su gran poder creador transmitido a través de su poesía y de sus maneras de emergencia social”[2].
Este cuestionamiento abarca al individuo entendido como entidad finita, lo que implica una pregunta, acaso búsqueda, sobre algo más allá que la poeta sólo prefigura: “la contextura de Dios/ tan difusa”.
En ese orden se le ha señalado como “metafísica, religiosa y/o existencial”, acorde con el poeta Andrés Morales, citado por la académica Rosa Alcayaga, una de las más relevantes pioneras en el estudio de esta obra, quien deriva esta concepción hacia un tono mayor al afirmar que la poesía de Díaz Varín podría adscribirse a un “cierto orfismo”[3].
En efecto, dicho orfismo atañe a determinadas corrientes literarias en las que éste fluctúa al igual que la escritura de Varín la cual, como toda la poesía latinoamericana de aquel tiempo, abreva de las vanguardias y la que, en su caso, adquiere visos neorrománticos de los simbolistas y surrealistas franceses, y de los poetas malditos.
Sin embargo, Stella se apropia de ello a partir de un universo propio, conformando una poética de corte hermético, incluso gnóstico, muy distinta a la de sus contemporáneos, quienes navegaban en una “poesía urbana y lárica”[4], por lo que no fue entendida en su magnitud. No obstante, en retrospectiva, esta obra se revela como un gran ascendente en la poesía de Chile. Como afirma el crítico y antologador de la poesía chilena, Naín Nómez, Díaz es la “continuadora creadora de la gran tradición poética de las vanguardias y más específicamente del surrealismo, pero a partir de una escritura, que con sus propias huellas va trazando un camino (…) En esa línea representó un aporte original, personal, (…) como una precursora fundamental…”[5].
De este modo, bajo esta visión aurática, para Díaz Varín, la poesía es un discurso trascendente que proviene de un estado superior. Como le dice a la periodista Claudia Donoso, “la poesía es un canto y un estado de conciencia”, pero un canto emancipador porque “la poesía nace de una conciencia individual. Pero el hombre no nace individuo. Primero tiene que darse cuenta de su soledad y de que para ser libre tiene que conocer su verdad y ser tal cual es”[6].
En efecto, estamos frente a una obra existencialista, mientras que esta poesía deviene en una indagación del ser aunque, particularmente en Stella, del ser libre frente a la alienación, del ser mujer y artista en una sociedad de órdenes y estéticas masculinas y del ser finito ante un existir sin dioses, cuya respuesta vital y poética se asume en la disidencia, en la marginalidad y el nihilismo. Para Stella, el individuo es ese “hombre fósil” de razón petrificada por lo que su poética es una sinfonía a la soledad absoluta de lo humano. En ese sentido, su resolución de la eternidad se encuentra libre del vasallaje de los dioses a quienes interpela como si fuera profesante de una herejía medieval.
Stella, La Colorina, como se les llama en Chile a las pelirrojas —quienes, por cierto, en el medioevo eran consideradas hijas del mal—, es una hereje poética pelirroja inconveniente al sistema, al canon y al temple heteropatriarcal de su país, cuyo fuego anómalo incendió la escena de su generación, la del 50: Enrique Lihn, Enrique Lafourcade, Armando Uribe, Jorge Teillier, Alejandro Jodorowsky, Nicanor Parra y Pablo Neruda.
Proveniente de su natal La Serena, norte de Chile, en 1947 llega, marxista militante, a un Santiago de la traición donde el presidente González Videla, llevado al poder por el Partido Comunista, emite la Ley Maldita de 1948 que proscribe a dicho partido junto con sus miembros, entre ellos Neruda y Stella. Es allí donde comienza su leyenda, tatuándose en el antebrazo izquierdo una calavera atravesada por un sable, a modo de pacto para matar al traidor, impronta que aun en sus últimos meses mostró en un irrepetible documental, La Colorina[7].
Hondas y profundas heridas la signaron: perdió a dos de sus guaguas (bebés) casi recién nacidas; allendista, con ese húmero del pacto, durante el golpe militar de 1973 enarboló desde su ventana fotos del Che y lanzó consignas a su favor. No quedó impune. Durante la dictadura su departamento fue allanado constantemente, fue amenazada de muerte y atropellada con el fin de asesinarla, lo que le acarreó secuelas. De ahí en adelante vivió en estado de contingencia ante su no sometimiento a ningún orden, olvidada por sus compañeros de militancia y por gran parte del medio literario.
Injustamente, a Stella se le califica más por su performance que por su obra, sobre todo porque habría sido acallada a raíz de estas valoraciones. Como dice Nómez, “crítica de su entorno, rebelde a los catálogos y los prototipos, cuestionadora y amiga de las verdades, marginal y marginada, [ello] ha influido en su borramiento del canon”[8].
La Colorina pertenece a esa estirpe de poetas chilenas silenciadas, cuya madre poética es Gabriela Mistral y que recientemente han sido releídas, como Teresa Wilms Montt y Winnét de Rokha[9] (quien también forma parte de esta colección y, a decir de Díaz Varín, era “mejor poeta que [su marido, Pablo de] Rokha). Si bien en vida fue incluida en importantes antologías de su tiempo[10], en selecciones de corte canónico e innovadoras compilaciones como la realizada por Verónica Zondek y Elvira Hernández —publicadas en los 80— y en otros compendios de esta época, su relectura llegó hasta 1992 (33 años después de la edición de su libro anterior), año en que se editó Los dones previsibles en el prestigiado sello Cuarto Propio, publicación que le valiera el premio Pedro de Oña y el Premio del Consejo del Libro.
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Notas:
[1] Los versos entrecomillados y en cursivas pertenecen a Díaz Varín. [2] El imaginario de Stella Díaz Varín, Obra reunida, 2ª ed., Santiago, Cuarto Propio, 2013, pp.11-12. [3] Rosa Alcayaga, Stella Díaz Varín: desobediencia en versos, Chile, Universidad de Playa Ancha. [4] Andrés Morales, en Alcayaga, op. cit. Poesía lárica o de los lares, es una corriente fundamental en la poética chilena. Proviene del término “lar”, hogar, ya que ahonda en las raíces y la aldea primordial a donde pertenece el poeta. Su representante es Jorge Teillier. (Nota de la antologadora.) [5] Naín Nómez, Antología crítica de la poesía chilena. Tomo IV. Modernidad, marginalidad y fragmentación urbana (1953-1973), Santiago, LOM, 2006, p. 290. [6] Claudia Donoso, La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín, Santiago, UDP, 2021, p.70. [7] Fernando Guzzoni y Werner Giesen (directores), Chile, 2008. [8] Naín Nómez, op. cit., p. 287. V.
Alcayaga, op. cit. [9] Teresa Wilms Montt, Obras Completas, María Ángeles Pérez López y Mayte Martín Ramiro, editoras, Sevilla, Renacimiento, 2023; Winétt de Rokha, El valle pierde su atmósfera, ed. crítica, Javier Bello, editor, Santiago, Cuarto Propio, 2008. [10] Víctor Castro, Poesía Nueva de Chile, Santiago, Zig-Zag, 1953; Antonio de Undurraga, Atlas de la poesía chilena, 1900-1957, Santiago, Nascimento, 1958; María Urzúa y Ximena Adriasola, La mujer en la poesía chilena: 1784-1961, Santiago, Nascimento, 1963; Carlos René Correa, Poetas Chilenos del Siglo XX: La antología más completa de nuestra poesía actual. Tomo II, Santiago, Zigzag, 1972; Nina Donoso, Poesía femenina chilena, Santiago, Editora Nacional Gabriela Mistral, 1974.
Poemas de Stella Díaz Varín
Ven de la luz, hijo
Que te ciegue la luz, hijo.
Ven de la luz;
Desde donde la pupila sueña
y vuelve atormentada,
como un escombro vivo,
como especie de flor, como pájaro.
Carbón de víscera terrestre,
así como víscera de árbol.
Deja que se ensañe la luz, hijo,
Desciende como los antiguos ángeles,
como los malos discípulos,
ardiendo en su pasión, desheredados.
Así como las fieras, hijo.
Incomprendidas del río, intocadas
absolutas, tristes.
Ese será el día
-presentimiento que no quise,
tú sabes, los conoces-
que tomaré la forma deseada.
Ojo de estiércol, húmedo;
aprisionaré tu llama,
tu superficie extraceleste
tu mirada de centro obscuro,
tu trigal;
la tibia voluntad de tu piel
me ayudará y seremos.
Nunca antes pudimos.
Yo era como esas pequeñas fuentes secas.
Desciende, hijo, de la luz;
avizora el espacio,
avizora el horizonte.
La curva que deja el corazón de un muerto,
la mano que se esconde,
la mano que nadie quiso acariciar.
Seremos.
Tú y yo venidos
irremisiblemente;
unidos como dos tallos jóvenes aún;
Queriendo apenas lo que no se nos dio.
Amando
lo que la luz aconseja:
el vértigo, la hondonada, el silencio.
el color de las piedras;
tantas cosas simples y distintas.
Llegaremos a amar la contextura de Dios
tan difusa;
tan perfecta como tus pequeños ídolos.
La madera de Dios
tan bella y roja
como el corazón de los árboles.
Tan bella y roja
como el corazón del veneno.
Que te ciegue la luz, hijo.
Que te atormente.
Ven de la luz, inúndate;
Ten la luz y desmiente la tiniebla.
Ven, hijo, arrodíllate.
Cree en los amaneceres.
En la luz son más bellos los ojos de Dios.
Breve historia de mi vida
Comando soldados.
Y les he dicho acerca del peligro
de esconder las armas
bajo las ojeras.
Ellos no están de acuerdo.
Y como están todo el tiempo discutiendo
siempre traen perdida la batalla.
Uno ya no puede valerse de nadie.
Yo no puedo estar en todo;
para eso pago cada gota de sangre
que se derrama en el infierno.
En el invierno, debo dedicarme
a oxidar uno que otro sepulcro.
Y en primavera, construyo diques
destinados a los naufragios.
Así es, en fin...
Las cuatro estaciones del año
no me contemplan, sino trabajando.
Enhebro agujas
para que las viudas jóvenes
cierren los ojos de sus maridos,
y desperdicio minutos, atisbando
a la entrada de una flor de espliego
de una simple abeja,
para separarla en dos,
y verla desplazarse:
la cabeza hacia el sur
y el abdomen hacia la cordillera.
Así es
como el día de Pascua de Resurrección
me encuentra fatigada,
y sin la sombra habitual
que nos hace tan humanos
al decir de la gente.
Del pecado su símbolo
Amor,
yo he mancillado las entrañas del árbol.
Las golondrinas volaron del alero
hacia extraños veranos.
Amor,
no repitas la plegaria del árbol
no me digas amante.
El silencio del agua, desde el límite
de tu absurda presencia
desparramó la ausencia de mis huecas palabras.
Maldigo entre las sombras, el espejo
que copia de mi boca su mueca descarnada,
y el polvo de mis huesos se mece en tus trigales
y de insomnio, ríe el alma.
Si he mancillado el árbol en su efigie
y bebo el licor de la amapola en su cráneo de mieles,
si he hundido mi violento meditar inaudito
en el cielo de brumas que me cubre las cienes,
si el huerto se estremece de mi propio cadáver,
si el fuego me circunda,
si he bebido el venero de mi celeste arteria,
¿qué podría ofrecerte?
Después que fui contigo junto al Apocalipsis,
se trastocó de hieles mi copa rebosante,
y después el andar, y el andar y después
la muerte con su muerte…
No. Ya no podría serte.
¿No ves que la muralla, y el abismo y la hoguera
me separan del alma?
Amor, no repitas la plegaria del árbol
que me quema los ojos una lágrima tuya
y he de vencer la absurda fortaleza del llanto.
Amor,
no repitas la plegaria del árbol
ni me digas amante.
De la prematura muerte
Ella dice:
¿Cómo es el amor? ¿Quién lo pretende?
El tiempo es tan efímero
y estás llorando por lo imaginario.
Es fácil el dolor, la alegría, la duda,
y el llorar de rodillas;
no es el querer morirse caminando
para no regresar después de nada.
En mis manos abiertas,
ha nacido mi querida amargura,
y tus ojos severos, están muertos
detrás de mis umbrales.
Nada tengo de ti, nada ha quedado.
Las prematuras muertes no nos unen,
no estuvimos jamás en el silencio,
ni con el tiempo, y es que nunca estuvimos.
Vivimos deambulando como perros, de noche
como se van y emigran de sus fosas
los esqueletos vivos,
y estamos al nivel del horizonte
pretendiendo la altura,
y estamos en la bruma
y sus guitarras de mordaces sonidos;
y en las ciudadelas verticales,
y en la amapola blanca y en el rictus.
Para qué desprenderse de la callada estirpe
si nada se desprende de nosotros:
tu voz está impregnada de mis voces,
tus ojos, de mi última mirada.
Cómo puedes decir que se ha perdido
lo que tú me has dado
Estamos en la noche,
merodeando la duda,
con miedo de saber
qué nos espera detrás del horizonte. Sonriamos…
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Stella Díaz Varín: Un canto sibilino del desenmascaramiento.
Stella Diaz Varin. Coleccion Vindictas Poetas Latinoamericanas
Material de Lectura
UNAM, México, 2023.
Por Claudia Posadas.
Publicado en CONFABULARIO, 30 de diciembre 2023