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La poeta detrás de La Colorina. Una ojeada a la poesía de Stella Díaz Varín

Alejandro Alasevic
Magíster en literatura hispanoamericana y chilena
Universidad de Santiago de Chile
alejandroalasevic@vtr.net

  .. .. .. .. ..

Ni el latido . .. .. .. .. .. .. .
Que aprendemos a palpar
                                                                                              Desde la infancia .. .. .. ..
                                                                                                                Stella Díaz Varín

Stella Díaz Varín pensó por un momento que la palabra podía cambiar al mundo, y este fue el sino que atravesó a muchos de los/las poetas de su generación, la del 50. En una entrevista dada a José Miguel Varas [1] 7 años antes de morir, hablaba de los poetas de su tiempo y de su presente en estos términos:

- ¿Tenían ideas que los identificara como generación? Los jóvenes de hoy...
- “¡No hay ninguna comparación! Nosotros todavía éramos idealistas. Los poetas de la generación del 50 creíamos en muchas cosas, como que el hombre no debe ser indecente. Teníamos que ser honestos, pero la gente confunde la decencia con la estupidez. Nos sentíamos libres de polvo y paja… los burgueses eran lo peor. Nosotros éramos los señeros, los adalides, los campeadores, flameando una bandera metafísica donde el espíritu estaba sobre todas las cosas. Teníamos que vivir la maravilla y la belleza. Ahora no me preguntes nada, porque ya no tengo 25 años y vivo en un infierno del que trato de salir todos los días(Varas 1999:13).

En su respuesta hay una derrota feroz del ánimo, un tránsito desde un tiempo político esperanzador hacia la indigencia del sentido, hacia la más profunda derrota de todos los proyectos políticos en los que Stella creyó (y escribió…).

Esta fórmula de que “el tiempo pasado fue mejor” va a condicionar radicalmente su escritura e instalará, desde el lenguaje, a una sujeto cuya experiencia es irrepresentable, he aquí el infierno, donde suicidio es también una forma de escritura.

La hipótesis central del presente ensayo, es que habría un momento fundamental en la vida de Stella Díaz Varín que va a  condicionar la escritura de “Los dones previsibles”:

 La pérdida de la infancia asociada a la muerte del padre y a un abrupto cambio de la situación familiar.
-Yo nací en La Serena, entre campanarios y beatas, en una familia rica. Inmensamente rica, sin exagerar. Esa fortuna consistía en grandes fundos en el valle de Vicuña, Santa Rita, San Juan... y la estancia Romero que llegaba hasta el límite con Argentina; casas, animales y otros bienes. La riqueza venía por el lado de mi madre. Mi padre administraba todo eso, y no lo hacía mal. Pero su pasión era la política. Abogado frustrado (nunca terminó sus estudios), era un liberal balmacedista muy crítico, con algo de anarquista. Muy niña sentí en las puertas de la casa las pedradas que lanzaban los momios conservadores de La Serena. Mi infancia, encantada y feliz, se acabó cuando murió mi padre. Yo tenía siete años (Varas 1999:14).

 - ¿Qué pasó entonces?
- Todo se acabó. Fue la desaparición del ser que más quería. Yo había pasado junto a él la mayor parte de mi niñez, conversando de igual a igual, escuchando sus cuentos, sus opiniones políticas y sus sueños. Más tarde, hojeando los libros de su gran biblioteca y leyéndolos sin limitaciones cuando supe hacerlo. Mi madre, joven y bella, se enfundó en un mantón negro y nunca más miró a un hombre. La vida se hizo oscura. Era una casa de mujeres: mi madre, mi abuela y cuatro sirvientas viejas. Y mis hermanos, todavía niños. Se hablaba a media voz y nunca brillaba el sol. Recuerdo ese tiempo de mi adolescencia como una angustia eterna (Varas 1999:14).

La relación tortuosa entre los binomios muerte/literatura, escritura/silencio y la imposibilidad de restituir en el lenguaje la pérdida de aquel tiempo feliz, va a ser el hilo conductor y la arquitectura discursiva de “Los dones previsibles” (publicado en 1986).  Esta experiencia íntima vivida en la infancia se va a trasladar dialécticamente a la esfera pública, al terreno político y los grandes marcos de representación; con la gran traición de González Videla, la renovación de la esperanza en el proyecto político allendista y la inmediata derrota tras la irrupción brutal de la dictadura de Pinochet. Esto obliga a replantear la mirada crítica sobre los textos de Díaz Varín, que hasta ahora se ha limitado sólo a inscribirla en los amplios salones de la “gran tradición” de la poesía chilena, reduciendo la crítica a un anecdotario jocoso y obviando las diferencias y especificidades que se levantan desde sus propios textos [2].

La infancia: esa piedra filosofal de la memoria
Podemos afirmar que en los poemas, hay una sujeto que concibe su infancia en un tiempo y un espacio utópico y con esto no digo nada original, sin embargo, en varios de los textos se percibe una retorización de aquel lugar perdido, las huellas en la escritura de una representación imposible, y eso nos sugiere ciertas particularidades, ciertas diferencias en la poesía de Stella Díaz Varín. Enrique Lihn, contemporáneo en muchas formas de la poeta, insinúa en sus escritos y entrevistas [3] cierta metafísica de la negatividad que va a signar la escritura de los/las poetas del 50. No es menor que el propio Lihn fuera el encargado de prologar el libro “Los dones previsibles” de Díaz Varín.

Al efectuarse la experiencia emocionante con lo desconocido (el sexo, el inconsciente), la infancia se emplazaría en una situación insuperable. Ese momento comprende la disponibilidad plena del niño para ser adulto antes de tiempo y empiece con ello un proceso de constante degradación. Esto presupone una especie de filosofía negativa de la existencia que concibe la vida como un proceso donde el tiempo es el mal irreversible cuya conclusión es la muerte. Esta filosofía se completa con la creencia en la producción poética como un modo de enmendar la existencia, produciéndola en otro plano, en el lenguaje. Habría pues, una transmutación de la catástrofe individual/colectiva (el fin de la infancia con la muerte del padre/el inicio de la dictadura) en código poético.  Aquí el tiempo/mal se justificaría: es el elemento de la duración y también lo que se elimina en el acto de la creación poética en que el tiempo se  resuelve en el acto inmutable de la escritura: la imposibilidad de reconstruir el pasado en cuanto tiempo existencial toma en el presente de la escritura que lo anula, la forma de lo remoto, lo desconocido, lo perdido, lo cerrado, donde la memoria colectiva actúa como residuo:

He abierto una ventana a la calle,
miraré el cortejo de los vivos
asomados a la muerte desde su infancia.
Y escogeré el momento oportuno
para enterrarla [4]

La sujeto que enuncia sabe que no puede reconstruir el lugar de la infancia sin alterarlo, sin falsearlo:

Entonces escribiré mi biografía
al uso de los poetas indecisos
Miraré a través de una llama de cobalto
y distinguiré objetos olvidados:
como cuando dormía adosada a la pared
y todo parecía bello sin serlo.
Tomaré una de mis pequeñas flautas colgantes
Y entonaré la canción del amor (Díaz 1992: 18).

Nótese que el verso “y todo parecía bello sin serlo” sólo puede pronunciarse cuando la sujeto que enuncia se ubica en un tiempo distinto al de la infancia, por eso se remata con un verso a pie forzado (falseado tal vez), como un homenaje a la inocencia perdida, como si la sujeto se hubiese transformado en una niña de golpe: Tomaré una de mis pequeñas flautas colgantes/Y entonaré la canción del amor.

Esta relación entre experiencia y lenguaje, la trabaja Idelber Avelar [5] siguiendo la línea del filósofo alemán Walter Benjamin que concibe a la representación alegórica como ruina [6]. En este sentido, la relación alegórica surge, precisamente, por la imposibilidad de representar. El objeto de la alegoría sólo se presenta al conocimiento, por definición, como objeto perdido, objeto en retirada (forma en que representa la infancia Stella Díaz Varín). Lo que está en juego es la alegoría de la imposibilidad de representar este objeto, es decir, la representación alegórica de la relación que el lenguaje tendría con su objeto (una alegoría de la alegoría). Esto implicaría la representación del objeto en tanto pérdida. La palabra secreta de Stella, en este sentido, no es una enigma a descifrar, un “mensaje del texto”, o una sustancia que se escondería bajo las palabras: lo oculto no es sino el mismo poema y si el origen es una pérdida entonces para Stella el poema es la memoria de lo perdido:

Pero tienes razón ese era el pacto.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros como mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Debes recordar
donde la guardaste….(Díaz 1992:19)

Ahora bien, dicha restitución no conduce sino a un silenciamiento del texto, lo cual es, finalmente, la desintegración del lenguaje. Roland Barthes sostiene en su ensayo La escritura y el silencio [7]:

(…) la agrafia final de Rimbaud o de algunos surrealistas-por ello caídos en el olvido-, el sumergirse conmovedor de la Literatura, muestra que para ciertos escritores, el lenguaje, primero y último escape del mito literario, recompone finalmente aquello de lo que intentaban huir, que no hay escritura que se conserve revolucionaria. El lenguaje literario se conserva únicamente para cantar mejor su necesidad de morir (Barthes 1997:77).

Por eso Stella canta, y hago especial énfasis en este verbo que fue la bandera de lucha de toda una generación: “La voz de Stella es fiel a sí misma. Subrayo esa palabra para agregar que la mayor parte de los poetas de mi generación entendíamos la poesía como canto en primer lugar y sólo en segundo como escritura” (Enrique Lihn en el prólogo de “los dones previsibles”), pero canta no para preservar, tampoco para resistir, sino para dar cuenta de la muerte de una forma de hacer poesía en Chile.

Se provocaría entonces algo así como una zona de vacío en la cual la palabra se libera de sus armonías sociales y culpables, felizmente ya no ensordece. La palabra se hace plenamente irresponsable de todos los contextos posibles; se acerca a un acto breve, singular, se afirma una soledad y por tanto una inocencia. Es una escritura que tiene la estructura de un suicidio. Es un lenguaje mallarmeano, es Orfeo que no puede salvar lo que ama sino renunciando a ello. Entre pasado y presente surgiría un tercer espacio, un espacio cero (Díaz 1992:78). Barthes se refiere a una escritura neutra que no guarda ningún secreto o que si lo guarda, este no se resuelve en el texto, una suerte de escritura inocente. Se trata de superar la Literatura entregándose a una lengua básica, por eso Stella cambia de registro en varios de los poemas y opta por un cierre coloquial del texto:

Así es
Como el día de pascua de Resurrección
me encuentra fatigada
y sin la sonrisa habitual
que nos hace tan humanos
al decir de la gente (Díaz 1992:25) [8]

A la vista y paciencia
De los vecinos indiferentes (Díaz 1992:36)

Aquí, la escritura de la autora adopta una máscara transparente, un lenguaje mimético que desparece como lenguaje porque deviene mundo, haciéndonos olvidar, por un momento, su naturaleza lingüística, entonces el/la lector(a) se apropia del espacio del poema como si fuera el suyo. Con respecto al lenguaje mimético, Martínez Bonati señala:

El lenguaje mimético es como transparente; no se interpone entre nosotros y las cosas de que habla (…) El discurso mimético nos lleva a las cosas del mundo. Dicho más exactamente: el estrato mimético no lo vemos como estrato lingüístico. Sólo lo vemos como mundo; desaparece como lenguaje. Su representación del mundo es una imitación de este, que lo lleva a confundirse con él. El discurso mimético se mimetiza como mundo. Se enajena en su objeto [9]

Esta enajenación se produce a partir de los cambios de registros discursivos dentro del poema. La poeta intenta inútilmente recomponer una experiencia catastrófica (la infancia perdida, la dictadura, el duelo) donde la  gran tragedia termina siendo la inenarrabilidad de dicho evento, la imposibilidad de construir experiencia con el lenguaje que se tiene a mano: No quiero/ Que mis muertos descansen en paz/ Tienen la obligación/ De estar presentes… No quiero que los míos/ Se me olviden bajo la tierra/ Los que allí los acostaron/ No resolvieron la eternidad (Díaz 1992:32).

Esta palabra transparente, según Barthes, se inaugura en narrativa con “El extranjero” de Camus, un estilo de la ausencia que es una ausencia ideal de estilo” (p.79) donde lo caracteres sociales se aniquilan a favor de un estado neutro e inerte de la forma. Así, la escritura neutra recuperaría la condición del arte clásico: la instrumentalidad, pero en el caso de Stella ya no estaría al servicio de una ideología triunfante sino operaría como lugar de mudez o el modo de existir de un silencio, al no poder restituir con la palabra aquello que se ha perdido para siempre:

Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia (Díaz 1992:19)

Sobre el cierre coloquial de algunos textos, habría que añadir que se opta por una carencia de ornamentación porque ésta introduciría nuevamente el tiempo en la escritura (que es lo que Stella intenta desechar, resistir o poner en duda) como dispositivo movilizador de la Historia colectiva. Si verdaderamente se finaliza con una escritura neutra, si el lenguaje para Stella dejó de ser un acto indomable, entonces no sólo la realidad sino también la literatura, están vencidas.

Los poemas, en mi opinión, se leen de acuerdo a este nudo dialéctico: el reconocimiento de la infancia como espacio utópico, el lugar de los sueños donde se esconde “la palabra secreta” e inmediatamente el emplazamiento hacia un tiempo histórico de la escritura donde el extravío de la infancia no logra ser restituido en el lenguaje más que como objeto perdido, como fragmento alegórico. De esta forma, los poemas se afirman tanto o más por su silenciamiento, por lo que no dicen, por la mudez del sentido, lo cual involucraría para (re)leerlos un ejercicio crítico deconstructivo. Veamos pues, algunos aspectos de esta filosofía impulsada por Jaques Derrida.

Podemos comprender la deconstrucción como una reinterpretación del texto, algo que va más allá de lo dicho. La reconstrucción, en este sentido, se empeñaría en demostrar que los argumentos (que se organizan en una estructura jerárquica) poseen tanta razón, como carecen de ella. Pone en evidencia lo que es y lo que no es. Es la lectura de lo que no está escrito y la objetivación de aquello que no está, para reactivarlo, evidenciarlo y transformarlo. De esta forma, no se pretende una verdad en el texto de manera intrínseca, sino el descubrimiento de algo más que abra la lectura en vez de cerrarla. Son clave en este pensamiento, los conceptos de Decisión y Diferencia. La decisión que la sujeto estructura en los poemas se hace en la esfera de lo indecible y el momento de la decisión es el momento de la locura: El camino está ahí/ Bajo las pisadas en sordina/ Y allí vamos…

Diferencia en francés, para Jaques Derrida, se ecribiría: Differance, con “a” en vez de “e” para fusionar lo conceptos de diferencia y diferir. Esto es fundamental para leer a Stella, por una parte los textos sugieren una manera de ser diferentes con respecto a un otro dominante (lo poetas consagrados de su generación; Huidobro, Lihn, Barquero, el mismo Neruda etc.) y por otra la idea  de retrasar el tiempo en la escritura, diferir. Desde el sentido del espacio, la diferencia nos señala lo otro, lo diferente, lo que está afuera. Desde una perspectiva temporal, diferir es temporizar, se suspende el cumplimiento o la satisfacción del deseo y la voluntad. Según esto, en las dimensiones espacio-temporales de la diferencia no existe la identidad (entendida como igualdad) de la misma forma que todo es diferido y retrasado y no existe la posibilidad de su presencia inmediata. Dentro de los poemas, la diferencia elimina la posibilidad de que haya conceptos trascendentes o presencias absolutas y desconstruir los textos de Stella es poner en acción esta “differance”.

Con la renuncia a la jerarquización discursiva de los poemas se originaría, como mencionaba anteriormente, un tercer espacio del texto, qué según Alberto Moreiras [10], es el lugar desde donde se piensa la emergencia de lo latinoamericano, es un intersticio entre lo hegemónico y lo subalterno. No es un juicio aleatorio entre ambos sino un espacio alternativo que no pertenece al primer espacio, preconizador de una utopía (la infancia), ni al segundo espacio, supeditado al lenguaje del silencio.

El tercer espacio que abre Díaz Varín con sus “Dones Previsibles” reacciona contra el dominio del texto del padre (representado por su padre muerto y por la figura de Neruda como “padre poético”) y mantiene el compromiso con la exacerbación de aquello que no se tiene, así, el tercer espacio, en sus textos, surge desde la rutina de la indecibilidad, que no es otra que la relación atormentada entre experiencia y lenguaje.

En esta perspectiva, Giorgio Agamben, en su libro Infancia e Historia [11], afirma:

hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una "catástrofe”, sólo es necesario vivir la paranoia de una gran ciudad, (…) Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitoso comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia (Agamben 2001:12).

Según Agamben, esta pérdida de experiencia es una expropiación implícita en la “ciencia moderna” que transformó la experiencia en “caso” o “experimento” y es en la epifanía de este caos experiencial donde la poesía de Stella Díaz Varín encuentra su lugar, su ubicuidad más apropiada, porque se funda en la derrota del ánimo, en la escasez de experiencia como forma de producir sentido. Por eso su poesía, por momentos, se vuelve un tanto críptica:

Los llevo a la superficie
A flor de tierra
Donde está esperándolos
el nido de la acústica (Díaz 1992:20)

Sabemos que, un planteamiento riguroso del problema de la experiencia, debe enfrentar fatalmente el problema del lenguaje. Ese lugar al cual (in)fructuosamente intenta volver Stella se representa en el poema como una experiencia originaria: Ella estaba parida tristemente/ sobre una ola, también recién parida (Díaz 1992:31), y esta se encuentra, según Agamben, antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una experiencia muda en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre/mujer, cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar. Así, una teoría de la experiencia solamente podría ser en ese sentido una teoría de la infancia, vale decir, un espacio negado al lenguaje unívoco, que surge, solamente, como fisura o silencio de la misma representación.
Al respecto, Walter Benjamin, en “El Narrador [12], expresa: “…dirías que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias” (Benjamin, 1991:40). En este libro el relato es el lenguaje de la experiencia, por tanto si desaparece junto con el narrador, desaparece también la lengua con la que se intercambiaban dichas prácticas. Habría un momento, según Benjamin, en el estadio del pensamiento humano, en que desaparece la facultad lingüística de poder seguir produciendo experiencias, al menos de la forma conocida hasta ahora, y, de cara al evento catastrófico de la primera guerra mundial sostiene:

(...) con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra, nada tenía que ver con experiencias que se transmiten de boca en boca. Y eso no era sorprendente, pues jamás las experiencias resultantes de la refutación de mentiras fundamentales significaron un castigo tan severo como el inflingido a la estratégica por la guerra de trincheras, a la económica por la inflación, a la corporal por la batalla material, a la ética por los detentadores del poder. Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en el que nada había quedado sin cambios, excepto las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerza de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo y quebradizo cuerpo humano” [13].

Este cuerpo quebradizo, que se articula como vida desnuda en el poema, este cuerpo/lenguaje construido culturalmente, cruzado por los discursos más tradicionales (la política, la moral, la medicina, la religión, etc.), ha quedado vaciado como lugar de identidad, porque las palabras que en algún momento transmitieron experiencia ya no sirven y las que podrían usarse, aún no han sido dichas.

En síntesis, se puede sostener, que en las tesis de Agamben y Benjamin ya no hay experiencia porque vivimos enajenados de nosotros mismos, somos incapaces de producir entendimiento sobre nuestra vida diaria, porque, según estos autores,  es tan imposible tener una vida propia como una muerte propia, la muerte ya no se inscribe en ningún sitio, no hay causas justificadas o pérdidas que la ameriten, es anónima, insignificante, intercambiable, ajena, y la vida, aparece vaciada de sentido, o dotada de un sentido falso,  algo que se nos vende en el supermercado como cualquier otro bien de consumo, basta pensar en todos los discursos sociales, mediáticos, incluso terapéuticos que operan para dar una apariencia de sentido, porque la experiencia de lo que nos pasa está rota, porque la experiencia de nuestra lengua es que no tenemos lengua, que estamos mudos, porque la experiencia de quién somos y así lo demuestran los poemas de Stella, es la alegorización de la nada en la que estamos.

En los poemas de “Los dones previsibles” asumimos que, producto de las constantes derrotas que vivió su autora, tanto a nivel de proyectos individuales como colectivos, la experiencia ha sido destruida en el lenguaje y se nos da a cambio una experiencia falsa. Un segundo punto, correlativo del primero, es que Stella no tiene la lengua para elaborar la experiencia, le (nos) faltan palabras, o las que tiene sólo reiteran lo conocido o son insignificantes, ajenas a la experiencia del duelo de su autora. Esto nos sitúa en un tercer eslabón, y es que Stella Díaz Varín no puede inscribir su nombre propio en la constelación de estrellas de la poesía chilena, porque todo lo que la constituye ha sido fabricado fuera de ella misma (la hija nostálgica, la musa, la bohemia, la abuela), sin Ella, y es tan falso como extraño. Hablar de sus poemas es también hablar de la sujeto que los crea, no como un semidios o un poeta  lárico, sino como una feroz mueca de dolor y banalidad a un mismo tiempo, como nostalgia por algo que no existe y que ya no se puede (re)tener.

Un intento por desentrañar el no decir en “Los Dones previsibles”: El pensamiento maternal
Finalmente, cabría esbozar el recorrido que hace este silencio por los textos de Stella, sugerir las estrategias de lo no dicho e intuir la fisonomía que tiene la fractura. Según Alejandra Castillo [14], existe una asociación de significados entre los conceptos de “amor” y “mujer” en el imaginario cívico republicano. La autora señala que existiría un juego metonímico donde la mujer es amor y este, a su vez, se realiza casi siempre en la mujer. Esta idea de mujer relacionada a la de amor, estaría marcada por los signos del cuidado, lo cual constituiría una particular manera de entender la familia, la política y la sociedad.

Una primera lectura del cuidado tiene que ver con el típico rol femenino de guardiana de las tradiciones y de reservorio moral de la comunidad. Una segunda lectura presenta un rol de mujer en tanto madre (lo que la autora entiende como “pensamiento maternal”, vale decir, una estructura cognoscitiva articulada en la experiencia intransferible de engendrar). Esta experiencia única debe ser extendida a una esfera pública donde el cuidado se volvería una forma de hacer política. La idea es poner en tela de juicio la validez y universalidad de ciertos presupuestos epistemológicos y levantar un manto de sospechas sobre la aparente neutralidad de los juicios universales abstractos. Son estos mismos postulados los que entran en crisis en el lenguaje alegórico de Stella:

Un arbusto de hibiscus,
Una trinchera de maitenes temblorosos
0 verdes agujas cimeras
Entrelazando nidos
Y un prado
De golondrinas transparentes.
Los postulados
No siempre se cumplen (Díaz 1992:35)

La vibración del aire
Entre los abedules
Hacía mal a sus oídos
Fustigar la mariposa -me dijo una vez-
Va contra las leyes de la estética (Díaz 1992:58)

 La poesía de Stella se instalaría por silencio, en esta esfera profunda de lo maternal, donde lo que se buscaría con este pensamiento es una vuelta a la familia como espacio común de reconocimiento, lugar donde se articularía una humanidad compartida en oposición a los conceptos abstractos de justicia. En este sentido, y llevado a nuestra realidad política, la idea de reconciliación que tanto ha primado en la forma de hacer política de los gobiernos concertacionistas de nuestro país, partiría de un piso epistemológico falso, puesto que no reconoce las diferencias y el conflicto de fondo que surge en la  supuesta “transición a la democracia” y que no es otra cosa sino el tránsito ineludible hacia la consagración última del sistema neoliberal (sistema repudiado por la poeta).

Esta política del pensamiento maternal, según Castillo, se basaría en la intimidad como lugar de lucha, en el amor concreto y la responsabilidad. Para la autora el patrón masculino tiende siempre a la universalidad y por ello, esta nueva propuesta de quehacer político no es simplemente una apelación a la diferencia, sino más bien, un pensar feminista centrado en la especificidad del cuerpo femenino y en la valoración social de la maternidad. Así, se rompería en algunos poemas, la grandilocuencia neutra de las teorías liberales de la política y se situarían, antes de la ley moral y abstracta, en la idea  de comunidad, en el hecho de compartir valores y una forma de vida determinada. Según esto, los textos establecerían dos tipos de sujetos opuestos: el sujeto con atributos (que conlleva la idea de ciudadanía activa) v/s el sujeto neutral (propio de la teoría liberal). Finalizo entonces, con la posibilidad poética, planteada por Stella, de buscar otro lenguaje para decir la experiencia, de (re)construir la intimidad como resistencia política, para  hacer surgir en los límites del lenguaje a un(a) sujeto, que desde la prerrogativa de su diferencia melancólica, puede balbucear un nosotros como forma de entendernos:

Pero el oído escucha
Y el ojo y la piel
Tienen su voz secreta
Su táctil llamarada
Me devuelve el sentido
Y hay un severo manantial
De paredes poderosas
Dentro de mi más hondo manantial
Donde
Todo lo que en el aire vibra
o huele o fulge o agoniza
Me nutre y se filtra y acentúa (Díaz 1992:56).

 

* * *

 

Notas

[1] Varas, José Miguel “Entrevista a Stella Díaz Varín” Rocinante,  marzo 1999.
[2] Andrés Morales en su artículo, “La esperanza oculta en Stella Díaz Varín”. En Cuadernos de la Fundación  Pablo Neruda. N. 58. Invierno, 2006. Analiza la temática de los poemas y señala, para diferenciarla de otros poetas, los siguientes tópicos: la presencia de la muerte, del amor y del desamor, del tiempo y de la precariedad de la existencia. Vale decir, recurrencias comunes a cualquier poema del siglo XX.
[3] Foxley, Carmen (1995): Enrique Lihn. Escritura excéntrica y modernidad. Editorial Universitaria, Santiago.
[4]  Díaz Varín, Stella (1992): Los dones previsibles. Cuarto Propio, Santiago.
[5] Avelar, Idelber (2000): Alegoría de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Cuarto Propio, Santiago.
[6] Benjamin, Walter (1990): El origen del drama barroco alemán. Taurus, Madrid.
[7] Ensayo incluido en: Barthes, Roland (1997): El grado cero de la escritura. Siglo XXI Editores, España.
[8] Este es el final y el cambio de registro evidente de un poema que empieza asentando un imaginario surrealista: Comando soldados/Y les he dicho acerca del peligro/de esconder las armas/ bajo las ojeras (Díaz 1992: 25).
[9] Véase Martínez Bonati, Féliz (1972): La estructura de la obra literaria. Seix Barral,Barcelona, pp. 205-213.
[10] Moreiras, Alberto (1999): Tercer Espacio: Literatura y Duelo en América Latina. Arcis/Lom Ediciones, Santiago.
[11] Agamben, Giorgio (2001): Infancia e Historia. Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires.
[12] Benjamin, Walter (1991): El narrador. Editorial Taurus, Madrid (traducción de Roberto Blatt).
[13] ibídem, 45.
[14] Castillo, Alejandra. “Retórica del amor y del cuidado”. Ponencia presentada en el Congreso Feminista, Universidad de Chile, 2004.


 

 

 

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Por Alejandro Alasevic.