por
Miguel Serrano
Hace muchos años que leí
Hombre acabado (L´Uomo finito), de Giovanni Papini. Libro lleno
de fuerza, con un deseo ferviente de traspasar los límites impuestos al
hombre por el tiempo y el contorno. Esas páginas estaban, además,
impregnadas del ambiente de la tierra de Florencia, del paisaje de la
Toscana, y revelaban el amor del autor por los caminos polvorientos, los
viejos árboles y los montes distantes.
Siempre he tenido una especial
predilección por la naturaleza de mi patria. Papini me afirmó en ella.
Creí ver una semejanza entre las laderas de nuestras montañas, entre los
senderos de nuestros campos y lo descrito por él.
Mi adolescencia fue
así bastante influida por ese libro. Admiré a su autor. Y si entonces lo
hubiese encontrado, tal vez se habría cumplido mi más grande deseo de
esos años.
La vida es sumamente curiosa. Suele darnos la posibilidad
de realizar nuestras aspiraciones cuando éstas ya no existen, bien
porque hemos perdido toda esperanza de cumplirlas o porque nos hemos
modificado, y otras aspiraciones y urgencias nos
impulsan.
Bastantes años después, olvidado de antiguos deseos, he
aquí que estoy en Florencia.
El sol del verano cae con una luz
tremenda, impidiendo a un hombre del sur del mundo mirar mucho al cielo.
Al marchar por las viejas calles, al ir hasta las ruinas romanas y
etruscas de Fiesole y contemplar a lo lejos la campiña de Toscana, con
sus montes y suaves tonos, algo surge del fondo del ser: es la distancia
de los años y el recuerdo del escritor y del poeta que aún vive aquí.
Verlo ahora sería como rendir un homenaje a esos tiempos
mejores.
Buscándolo por Florencia, tengo ocasión de ver la Piazza
della Signoria, donde está el David de Miguel Angel y hay una fuente con
obras de Benvenuto Cellini. Contemplo el Palazzo Pitti. Cruzo de vuelta
el Ponte Vecchio y después asciendo por los escalones de la casa del
Dante Alighieri. Por aquí - pienso- subió Dante, despacio, y con el alma
fecundada y madura por la imagen de Beatriz.
Los anticuarios del
Ponte Vecchio me han mostrado sus anillos y sus trabajos primorosos. Uno
de ellos me ha dado también la dirección de la casa de Papini. El
escritor vive en Via Guerrazzi, 10.
Pero Papini no está en Florencia.
Se ha ido a pasar este verano a la costa del Mediterráneo, a Forte dei
Marmi, cerca de Via Reggio.
El tren para Via Reggio no sale hasta las
cuatro de la tarde. Puedo contemplar mientras tanto las pinturas de Fra
Angélico en el museo San Marco. Y encuentro que es maravilloso que con
esta luz y este calor el hombre se transporte hasta las profundidades de
la luz mística. Porque cuando hay tanta luz afuera, debe ser difícil
encontrarla adentro... Sin embargo, en Fra Angélico aparece la voz de
Dios, envuelta en la luz definitiva y en el calor del verano de
Italia.
A Forte dei Marmi llego en la tarde, ya oscuro. Y no veo ese
mar antiguo, cuyo oleaje se siente próximo. Un automóvil me lleva a la
villa donde se encuentra Papini. Y entro en un parque en sombras,
descuidado.
Nadie viene a mi encuentro; me guío por una débil luz y
un rumor de conversación. De este modo caigo en medio de una reunión
familiar en el jardín de la villa.
Algunas personas se levantan; y
después de un breve cambio de saludos, se van y me dejan solo con el
escritor y su esposa.
Papini es más joven que Hesse; sin embargo, se
ve más desgastado, más destruido. Es alto y con su cabello disperso.
Está completamente ciego de un ojo. Da la impresión de ser un hombre que
ha ido dejando trozos de sí mismo en su paso por la vida.
Inicio mi
conversación contándole que hace muy poco que he estado con Hermann
Hesse. Me explico mal al decirle que éste me ha expresado que lo
fundamental en la vida es tratar de oír la voz de Dios. Hesse no me ha
dicho tal cosa, sino que en el fondo de toda religión se encuentra la
voz de Dios. Pero no alcanzo a rectificar, pues me responde: En esta
afirmación no hay nada nuevo.
- Lo importante - me agrega- es
saber si Dios tiene algún interés en hablar a los hombres. Luego, si los
hombres son capaces de oír a Dios, si es que El les habla. Y, por
último, si los hombres pueden interpretar la voz de Dios, si es que la
escuchan.
De Hermann Hesse, Papini sólo conoce su libro Sidharta.
Me doy cuenta de que en Europa los escritores se ignoran más que en
Sudamérica.
Luego nos referimos a su comentado artículo sobre América
del Sur. Papini se extiende largo sobre esto. Dice que ha sido mal
interpretado, que él no ha restado posibilidades al futuro de nuestro
continente y que sólo ha dicho que al presente no tenemos ni a un
Cervantes, ni a un Dostoiewski, ni a un San Juan de la Cruz, ni a un
Napoleón.
Me parece adivinar en Papini una extraña preocupación y
cariño por Sudamérica, los cuales, en un temperamento apasionado y
polémico como el suyo, se manifiestan en el ataque y en la
crítica.
En la oscuridad de esa tarde, se me aproxima y me
pregunta:
- ¿Hay muchos indios en Sudamérica? ¿Es usted indio...?
Yo no alcanzo a verlo, porque estoy casi ciego...
Su esposa
sonríe. Y le dice que no lo parezco.
Entonces Papini comienza a
hablar de Europa. Con gran fervor se expresa de su mundo, y me dice que
cree que Europa siempre seguirá siendo la cabeza del mundo; porque se
vuelven a dar las necesarias constantes de peligro e inseguridad y de
extremas tensiones que hacen que el espíritu se mantenga vigilante. Es
éste el terreno propicio para las más altas creaciones y para el
resurgir de las mejores individualidades. Europa se parece a Grecia, en
un plano más amplio; dividida en naciones, siempre ante el peligro de la
invasión de los bárbaros, debe crear y superarse para sobrevivir. La
latinidad tiene un gran papel que cumplir en esta pugna y en el
equilibrio final. Italia, España, Francia y Sudamérica (que también es
latina de espíritu, según Papini) son imprescindibles para la
integración del mundo del futuro. La catolicidad es el elemento sin el
cual se produciría el caos.
Yo recuerdo que Keyserling - que a mi
manera de ver es uno de los escritores sudamericanos más auténticos, y
que llegará a serlo todavía más, a medida que el tiempo pase- ha dicho
que la espiritualidad de Europa se debe a su división y polarización
entre naciones pequeñas. Y una de las razones por las cuales creía él
que en Sudamérica también podría advenir el espíritu, es porque se
encuentra dividida en naciones como Europa.
Ha pasado el tiempo.
Papini detiene la charla y sube a su cuarto de trabajo, en busca de su
último libro. En su ausencia, su esposa me ofrece una taza de café y me
cuenta que el escritor ha pasado un mal año, pues ha estado muy enfermo.
La esposa de Papini es una mujer bella y cordial.
- ¡Cuánto ha
trabajado Giovanni en su vida! - me dice.
Al volver, el escritor
me trae de regalo su último libro, impreso en italiano: Le pazzie del
poeta (La locura del poeta). Y me lo dedica escribiendo en español: Su
amigo de una tarde.
Después ambos me acompañan hasta el automóvil que
me espera. Como la noche está oscura, Papini se apoya en mi brazo y en
el bastón. Camina muy erguido en las sombras. Tanto él como su esposa
desean que me quede a comer con ellos, y su cordialidad es emocionante.
Papini me pregunta si me alcanza el dinero para el taxi o si traigo lo
suficiente para mi viaje por Italia. Ese luchador, ese poeta, busca
nuevas formas de manifestar su simpatía a este sudamericano, amigo de
una tarde.
En la noche, escuchando el golpe de las olas del
Mediterráneo, siento cerca el brazo de ese luchador que tanto admiré, y
no puedo menos de reflexionar que es maravilloso que el destino me haya
permitido marchar aquí, en este viejo mundo, del brazo de mi ya lejana
adolescencia.
Papini no podrá saber nunca lo que para mí
significó encontrarlo a él y a su Florencia: Una vuelta a esos años en
que éramos libres, porque todos los caminos estaban aún frente a
nosotros...
El Mercurio, 25 de
noviembre de 1951