Ulises Mardones recibe un disparo de fusil en la espalda. Lo mantienen
de pie antes de dispararle en el borde de la que será su tumba,
la que él mismo debió cavar. Baja con dificultad del
camión Land Rover que lo trae al lugar. La noche le parece
triste. Tiene frío y una herida le rasguña los codos,
la espalda,
le palpita con la insistencia de una infección. Los que vienen
con él no dicen nada. Ulises Mardones, arriba del camión,
supone que los demás saben hacia dónde los conducen
y lo que ocurrirá con ellos en los próximos minutos.
La resignación calma toda angustia, piensa Ulises Mardones.
Desde el fondo del camión no alcanza a ver nada, pero siente
en las narices el olor del traje del soldado y el olor de los heridos
y también el olor de la madrugada. Su rostro está cubierto
de pólvora seca que le dibuja halos violeta cerca de los ojos.
Lo conducen por un caminito de añañucas y chamizas blancas
florecidas. Las recuerda porque son las flores de su infancia, de
los veranos en la costa del sur del país. Unos conscriptos
ven pasar caminando al grupo que se dirige a los camiones Land Rover.
En ese momento, Ulises Mardones grita su nombre a uno de los conscriptos.
Ulises Mardones, escucha el conscripto. El guardia lo golpea en la
espalda. Alcanza a repetir su nombre otra vez en voz alta: Ulises
Mardones. El conscripto, que lo observa pasar y que escucha ese nombre,
queda aterrado y huye hacia la sombra de un barracón tratando
de olvidar aquel nombre, aunque sabe que no podrá hacerlo y
lo recordará para siempre. Les ordenan ponerse de pie. Entonces
aprovechan de despedirse de los que quedan maniatados en el suelo.
Los que se levantan después de escuchar sus nombres, ayudan
a desatarse las amarras de alambres a aquellos malheridos, antes de
avanzar por el callejón de añañucas y chamizas
movidas por el viento. Ulises Mardones se despide de Alvarito, que
no es llamado cuando leen los nombres de los que parten. Le susurra:
cuídese, Alvarito, y avísele a mi mujer. Esas son sus
últimas palabras. Alvarito siente que vomitará de miedo,
pero se controla. Un oficial, ayudado de dos soldados, sostiene una
ametralladora punto 50, empotrada en el suelo, frente a los prisioneros
en la caballeriza. Un oficial llega con la lista definitiva, lee lentamente
en voz alta para no equivocarse. Ulises Mardones escucha su nombre
de la boca del oficial. Ulises Mardones, repite la voz, y él
se levanta con dificultad por los alambres que lo inmovilizan en el
suelo. Alvarito ve aparecer al oficial por el callejón del
regimiento y piensa, aquí se acaba todo. Los prisioneros no
saben la hora en la que se encuentran, unos a otros se preguntan,
pero ninguno conserva su reloj, se imaginan que es pasada la medianoche.
Con el cambio de guardia llegan algunos conscriptos curiosos que quieren
ver a los prisioneros divididos en los dos grupos: los que se quedarán
y los que partirán definitivamente después de que llegue
el oficial y los llame por sus nombres. Otro oficial, que parece no
querer estar donde se encuentra, atiende a los heridos menos graves,
limpiando las heridas con paños y desinfectante. Al grupo de
Ulises Mardones no los atienden y todos presienten el motivo. Uno
de los prisioneros hace una broma por el olor de la caballeriza, algunos
se ríen con los dientes apretados. Un soldado, gordo y sudoroso,
distribuye a los prisioneros. Al grupo de Ulises Mardones lo dejan
en un rincón, siguiendo una lista que el mismo soldado lleva
anotada en un cuaderno. Nadie se atreve a hablar y todos asienten
cuando escuchan sus nombres, o dicen presente. Ulises Mardones escucha
su nombre. En ese momento llega un contingente cargando una ametralladora
punto 50. El soldado gordo ordena dejar la ametralladora en el suelo,
apuntando directo hacia la caballeriza donde están los prisioneros.
Los soldados bromean martillando la ametralladora frente a los prisioneros
sólo para causar espanto. Uno de los soldados, que es muy joven,
imita el ruido de una balacera fregándose los labios. En el
segundo grupo de camionetas que acarrean prisioneros desde el centro
de la ciudad, desciende Ulises Mardones, junto a dos hombres viejos
que él no puede reconocer porque llevan las caras carbonizadas
y los cabellos humeantes. Nadie se atreve a hablar, los soldados los
conducen con insultos hacia una caballeriza, donde instalan luces
potentes potentes y la rodean de soldados armados. El primer grupo
llega arriba de una camioneta GMC y de un avión mimetizado.
Descienden los médicos y los detectives prisioneros. Entre
ellos baja Alvarito, herido, con un brazo dislocado y espantado de
dolor. En la camioneta, Ulises Mardones logra ver las luces de los
faroles de las calles mientras lo conducen desde el centro. Se detienen
a cada momento debido a los francotiradores de los edificios y a las
barreras militares que deben traspasar. Ulises Mardones piensa en
su hija de dos años y en su mujer. Recién arriba de
la camioneta olfatea el piso de barro y el olor húmedo de los
soldados sobre él. La ciudad se oscurece, se acaba el día.
Desde el suelo de la camioneta incluso puede percibir el silencio
y el abandono de las calles, interrupidas por disparos aislados. El
soldado, a su lado, lo reconoce y le susurra con admiración:
¿Estaba adentro? Ulises Mardones asiente sin mirarlo a los
ojos. Mira hacia el suelo en la vereda, escucha el griterío
de los soldados nerviosos y descontrolados. Lo golpean, pero él
no siente nada, absolutamente nada en el cuerpo. En el edificio los
bomberos logran detener el fuego, rompen las ventanas astilladas del
segundo piso para dejar salir el humo. Junto a él, en la vereda
de la calle, reconoce a uno de los de su grupo que se limpia la cara
tiznada y tose el carbón. La llovizna de las mangueras de los
bomberos comienza a mojar la vereda donde están arrojados los
prisioneros como cuerpos muertos. El grupo entero se rinde y sale
por la puerta lateral, bajando la escalera. Los soldados los empujan
y gritan nerviosos. Se estrechan a las paredes para evitar a los francotiradores
de los edificios cercanos. Ulises Mardones escucha el ulular de la
sirena de los bomberos que llega por la calle. No pueden avanzar estorbados
por los tanques que dan vuelta por la plaza. El grupo más numeroso
se reúne en la sala de Los Presidentes en medio de los disparos,
pero que ahora se escuchan aislados. Alguien cuelga un delantal blanco
en una escoba que sirve de bandera de rendición. Por la puerta
principal entran los soldados disparando y gritando. El incendio comienza
a disminuir, aunque el humo sofoca igual. En medio del humo se distinguen
los soldados que asaltan el Palacio, llevan pañuelos de color
naranjo en el cuello para reconocerse entre ellos. Se escucha un disparo
en el momento que bajan la escalera dispuestos a rendirse. En el segundo
piso, Ulises Mardones y Alvarito disparan hacia la calle, ambos están
cansados, saben que todo está perdido. Se acercan peligrosamente
a las ventanas para aprovechar el aire fresco. El humo hace irrespirable
el lugar. Alguien los convoca para encontrarse en la sala de Los Presidentes.
La secretaria, desde la escalera, les entrega toallas mojadas para
resistir el humo. Alvarito tiene otra vez ganas de llorar cuando ve
que cubren con una frazada a uno de los periodistas que se acaba de
disparar en la cabeza. Ulises y Alvarito están tendidos como
muertos, tosiendo y llorando por el humo asfixiante en el segundo
piso. Uno de los doctores sube, se arrastra por el piso, les informa
que un asesor se ha disparado en la cabeza en el primer piso. Todo
está perdido, dice. Ulises Mardones le sugiere a Alvarito que
oculte su arma, probablemente no tomarán represalias contra
los funcionarios como él. Alvarito arrastra a Ulises Mardones
hasta la sala Independencia donde es posible respirar mejor. Ulises
Mardones pierde la conciencia, moja el faldón de su camisa
con el agua fría que encuentra en el fondo de una tetera, se
friega la boca y la nariz, pero el humo no lo deja respirar. Para
descargar un poco la tensión vuelven a disparar hacia la plaza
cuando los aviones dejan de pasar. Ulises dispara y sus manos se queman
con el arma recalentada. Caen las últimas bombas sobre el techo.
La fuerza expansiva arrastra a Ulises Mardones y a Alvarito como muñecos
dentro de la habitación. Cada vez que escuchan un silbido sobre
sus cabezas, ambos piensan: la próxima que cae sobre nosotros
nos mata, nos parte la cabeza. El incendio comienza con mayor fuerza
en uno de los salones del segundo piso y las primeras murallas de
humo cortan los pasillos. Se escucha un ruido rebotando entre los
edificios, Ulises Mardones reconoce el ruido de un avión de
combate sobre ellos, enseguida un silbido agudo en el aire. El primer
rocket impacta de lleno en el techo del Palacio. Faltan pocos minutos
para el mediodía. Alvarito y Ulises Mardones se arrojan al
piso. Ulises deja de disparar por un momento y avanza junto con Alvarito
hasta la sala del gabinete. Se encuentran con un funcionario que no
dispara, no tiene armas y sólo se abraza en un rincón
y dice: avisaron que vienen a bombardear. Ulises Mardones lo tranquiliza
y le dice que eso no ocurrirá jamás. Dispara hacia la
ventana, sentado en el piso, pero el alma se calienta y debe esperar.
Ulises Mardones le pide a Alvarito retroceder hasta el despacho. Encuentran
a otro funcionario con la cara sudorosa, disparando desde una ventana.
Le ordena que se retire hacia el interior del Palacio porque probablemente
dejarán caer bombas en los salones donde se encuentran. A las
once de la mañana, uno de los escoltas, delgado y de pelo largo,
entra riendo, dice que avisaron por la radio que los atacarán
con aviones de caza. Los minutos pasan y nada ocurre. Alvarito y Ulises
Mardones también se ríen, ninguno de los tres, casi
abrazados en el estrecho lugar, sabe por qué se ríe,
tal vez por los nervios y la tensión. El escolta los mira fijo,
descubre que Alvarito tiene un pequeño cigarrillo de marihuana
entre los dedos. Los tres fuman cargándose de humo y sosteniendo
la respiración. Miran los impactos de las balas en una pared
del fondo. Repentinamente el escolta dice: Este es el último
día. Los tres quedan en silencio, midiendo el significado de
esas palabras. En mitad de la mañana se corre la voz de un
alto al fuego para permitir salir a las mujeres del cerco del Palacio.
Las mujeres caminan llorando, mirando hacia atrás y con las
manos en alto. Ulises Mardones se despide de una de las secretarias
que conoce, pero no puede recordar su nombre. Alvarito aprovecha de
distribuir de mejor modo los muebles que sirven de barricada de contención
frente a las ventanas. Enciende un cigarrillo de marihuana y se sienta
en una silla del siglo pasado. Se atrincheran en la oficina de los
edecanes, el mejor lugar para disparar hacia el exterior, hacia la
plaza. Enfrente, al final de la calle, ven correr soldados, protegiéndose
en las esquinas, atrincherados en el edificio de un diario y arriba
de las ventanas y azotea de un hotel. Desde el interior del Palacio
disparan, pero es difícil e improbable que acierten. Se ven
los fogonazos esporádicos de los francotiradores por las ventanas
de algunos edificios cercanos, los que aún no han sido ocupados
por los militares ni los carabineros. Ulises Mardones llega arrastrándose
a la cocina, al costado del salón Independencia. Recibe fuego
cruzado desde el otro lado de la calle, desde las ventanas del edificio
de enfrente. Alvarito entra a la cocina del segundo piso. Preparan
dos tazas de café entre el ruido de las balas. Alvarito desenvuelve
su pañuelo y construye un cigarrillo apretando la hierba con
las uñas. Lo enciende y Ulises Mardones dice que nunca ha fumado
antes. Las balas entran por las ventanas del salón, astillando
la madera. Sentados en el piso de la galería, deciden permanecer
juntos mientras se prolongue el ataque. En un momento de confianza,
Alvarito le cuenta a Ulises Mardones que tiene una novia en Melipilla,
a la que visita los fines de semana, cuando no está de servicio
en el cuartel de Investigaciones. Ulises Mardones sube al segundo
piso y se encuentra con Alvarito en la puerta de la sala de gabinete,
le previene sobre una amenaza que acaba de escuchar en la radio si
no se han rendido antes del mediodía. Alvarito se encoge de
hombros. Ulises Mardones corre por el patio hasta una sala acondicionada
por los médicos para recibir heridos. Los doctores conversan
nerviosos. Sigue hasta una salita pequeña donde sabe que existe
un teléfono. Cuelga el teléfono. Al otro lado contesta
su mujer que parece controlada y enterada de todo lo que ocurre en
el centro de la ciudad. Ulises Mardones sólo se atreve a prevenirle
de que no salga de la casa y de que no se separe ni un momento de
su hija. Ella, antes de cortar la llamada, se despide, le dice: cuídate
y te quiero, Ulises Mardones, te vamos a esperar, tu hija y yo, en
la casa. Un doctor, en la entrada de la salita, lo detiene, le dice
que acaban de avisar que la ciudad entera está llena de tanques
y camiones militares, toda resistencia es inútil. Ulises Mardones
no tiene tiempo ni ganas de contestar. Desde el segundo piso, Ulises
Mardones y un grupo a sus órdenes de la escolta, responden
los primeros disparos hacia la esquina de la calle, donde se parapetan
un grupo de soldados. Desde el edificio del ministerio, al frente,
les disparan a corta distancia. Las balas desencajan las paredes del
fondo y el polvo del cemento queda suspendido como neblina. El primer
disparo se escucha en el exterior, luego, nítidamente, un segundo
disparo y enseguida se generaliza la balacera desde distintos puntos
de la calle. Las balas golpean el cemento de la fachada, rompen los
vidrios de las ventanas y astillan los marcos de madera. Pero los
disparos son erráticos, sin puntería. Las tanquetas
que protegen la entrada se retiran lentamente por la calle. La escolta,
en el primer piso, autoriza que la guardia permanente abandone el
lugar. Retienen los fusiles SIG de la guardia y se los entregan a
algunos civiles, que por primera vez sostienen un arma. Un detective
ofrece retirarse a sus hombres, salir de allí. Alvarito, uno
de los detectives en servicio, se ríe de la oferta. El inspector
dice entonces: el que se queda tiene que disparar. Ulises Mardones
recorre el salón Toesca, más amplio y elegante, buscando
un lugar adecuado desde donde disparar hacia el exterior. Se escucha
un teléfono en el segundo piso, sobre un escritorio, es el
único que está habilitado en esa parte del edificio.
Ofrecen desde afuera la rendición y la promesa de respetar
las vidas. Ulises Mardones recorre el pasillo, reparte cigarrillos
a los funcionarios, a los escoltas, detectives y médicos. Se
encuentra con Alvarito, juntos derriban varios escritorios y algunas
sillas para proteger las ventanas. Regresan de la calle. El inspector
envía a Alvarito afuera para que informe qué ocurre
en la avenida. Ulises Mardones se ofrece a acompañarlo. La
avenida principal de la capital está vacía. Un tanque
se mueve en la otra cuadra, frente al edificio del ministerio. Una
camioneta cruza a toda velocidad. Escuchan las risas desde el interior
de la camioneta, son risas de jóvenes, alguien grita desde
allí: Viva Chile. Los escoltas reparten las pocas ametralladoras
AKAS escondidas en el lugar. No son suficientes. A las ocho y media
de la mañana, Ulises Mardones limpia su arma, mientras empleados
y funcionarios recorren frenéticamente los pasillos. En el
saloncito, donde está sentado, se encuentra con Alvarito, se
saludan con un abrazo. Ulises Mardones recorre los patios interiores.
Uno de los médicos de planta en el Palacio le dice: no hay
vuelta, se veía venir. Por delante ve el grupo de detectives
que ingresa. Por la calle entra Ulises Mardones al Palacio, seguido
por diez escoltas armados, todos bajo su mando. Llevan ametralladoras
cortas, con tirantes para sostenerlas cruzadas. La procesión
de Fiat 125 color azul avanza por las calles del centro, junto a dos
tanquetas. Se acercan rápidamente al Palacio. Por delante,
al final de una calle, ven pasar un tanque como un fantasma que desaparece
enseguida. Los curiosos se reúnen en la plaza. La comitiva
recorre avenida Santa María desde el oriente. Los escoltas,
en los distintos Fiat, sonríen y preparan sus armas mostrando
los cañones por las ventanas. Ulises Mardones está sentado
en el segundo automóvil de la comitiva. Antes de que partan
los Fiat, Ulises llega a la casa donde trabaja como escolta. El chofer
del taxi, que lleva a Ulises Mardones hacia el oriente de la ciudad,
le dice que sucede algo grande, sus parientes de San Felipe le advirtieron
que tropas con soldados en camiones se movilizaban temprano en la
mañana afuera del regimiento. Además, dice, la guarnición
de la capital está acuartelada y detienen a los automóviles
en las avenidas de acceso a la ciudad. Al salir de su casa, Ulises
Mardones ve camionetas arrancar a toda velocidad y a la gente preocupada
por regresar a sus casas. Parece que lloverá, la mañana
es fría. Se acomoda el arma en el cinturón del pantalón
y se cubre con un chaleco negro. Su mujer lo besa en los labios, quiere
decirle algo pero prefiere no decirlo. Ulises Mardones toma su desayuno.
Se ducha. Se levanta de la cama con una toalla amarrada a la cintura.
Se acerca a la camita olorosa de su hija pequeña. La besa en
el rostro mientras duerme. Siente el beso tibio en la boca, pero se
equivoca porque es la tibieza de su propia sangre cuando la bala le
atraviesa la espalda.
Primer cuento del libro Asesino de pájaros, de Sergio
Gómez, ganador del Premio Revista de Libros 2004
* * *
El
narrador chileno Sergio Gómez se impuso entre los
268 participantes de la decimocuarta versión del concurso
Revista de Libros, organizado por "El Mercurio" y auspiciado
por Empresas CMPC. El jurado, presidido por el escritor mexicano
Mario Bellatin, eligió de manera unánime la obra de
Gómez, reconociendo en ella el talento y la originalidad
del autor, expresada en cada uno de los ocho cuentos incluidos bajo
el título "Asesino de pájaros". Sergio Gómez
recibirá cuatro millones de pesos, además de la publicación
de la obra ganadora en el sello El Mercurio-Aguilar, según
lo contemplado en las bases de este concurso literario, que por
primera vez se otorga a un conjunto de cuentos.