El viejo Nicolás se sienta al balcón. Espera. Los crepúsculos
siempre han sido suyos. Y no le digan que la fatiga no se acumula,
que con dormir una hora basta. El sabe como es que transcurren cosas
por la vida. Cada año, lo mismo que todo minuto, adquiere la
forma de un surco lamentable
que se traza, brutal, donde antes acechaba una sonrisa. Le gusta reconocerse
como si fuera uno distinto de sí, mirar desde afuera hacia
adentro metiéndose en el interior de su vida, de su vida real,
distinta de esa que, diablo, ellos ven y compadecen. Lentamente sus
manos atraviesan duras y visibles las venas; sus rodillas cubiertas
por la tela café del pantalón. Ver hacia adentro, hacia
el anhelo de esta tarde, sentado a la espera del crepúsculo
con renovada ansiedad de viajero. Frente al parque, inmóvil,
es cierto, inmóvil, inmóvil. Si pudiera lo gritaría.
Los crepúsculos de este parque,
piensa, son los más espléndidos que ha visto jamás.
El sol, se mueve, no le digan a él que no, que es la tierra,
no a él que ha visto tantos, es el sol el que desciende con
lentitud, el que irrumpe entre los árboles y todo se hace una
sola cosa, incluso él.
Pero esta tarde es diferente. Miguel yace entre la hierba con la cabeza
rota; sobre el pasto cae la sangre de su sucia sien derecha. A metros
de él transitan todos aquéllos que han escogido los
parques para hacer en ellos el amor o la soledad. Miguel yace bajo
los rosados ciruelos.
Temprano vino Elisa a extender un chaleco sobre sus hombros. No hace
frío, Elisa, hija mía, habría querido decir,
acentuando la palabra hija para que ella entendiera. Y Elisa habría
podido adivinar esa protesta apaciguada nada más de volver
sus ojos hacia el brillo inteligente de los de su padre.
Pero todo lo que ha visto es cosa suya. Mucho tiempo hace que nadie
lo toma en cuenta, ni siquiera por curiosidad.
Si viera a través de sus ojos Mario, por ejemplo, descubriría
a través de ellos como de una ventana; a Elisa descender de
un taxi y despedirse con culpable temblor de su sujeto obeso que se
sujeta los pantalones sobre la barriga, un tipo gordo y feliz que
sostiene la mano de Elisa mientras pone primera; a Elisa entrever
a su padre por la chasquilla viéndola desde el balcón,
incapaz de decir nada. Y si Elisa supiera que él carece de
palabras para la crítica, más por tolerancia que por
la incapacidad física de articular sonidos, tal vez, sólo
tal vez aventurara mirar a sus ojos. Pero ella no sabe.
Le echó el chaleco sobre los hombros porque era martes, día
en que Elisa despierta alegando que ella también tiene derecho,
que se la pasa en la casa, que es la sirvienta de todos, que hace
tiempo que no ve a sus amigas; día en que Mario se despide
haciendo un ademán con el brazo que significa que todos sin
excepción pueden irse al infierno. Porque era martes le echó
el chaleco sobre los hombros, día en que Elisa regresa después
de las nueve de la noche y ella y Mario se reencuentran con renovado
desdén, él a ella desde el sillón, apartando
por segundos la atención del noticiero; ella a él desde
la puerta, interrumpiendo con esa mirada el gesto maquinal de quitar
una llave del enredo de la chapa.
Los martes Mario se da el tiempo de realizar ciertas rutinas de reconocimiento
y confianza con sus hijos, que consisten en conversar temas escogidos
para los martes y pedirles luego que se vayan a la cama. Nicolás
los escucha hablar de matemáticas y deportes. Hablan por costumbre
o ilusión
buscándose infructuosamente en la parte negra de aquellos diálogos,
piensa, porque Miguel mira a Eduardo. Eduardo a Miguel y Mario se
pierde en ese tránsito de miradas. El sabe eso.
Sólo que esta tarde es distinta. El crepúsculo ha desplegado
una formidable claridad detrás de las ramas primaverales; más
allá, los lejanos edificios grises cortan el horizonte con
irregulares terrazas. El grupo de muchachos que jugaban en el parque
se ha disuelto, y ninguno ha descubierto a Miguel quedando rezagado
en la hierba.
Nicolás advierte que se van y quiere llamar. Como si lo consiguiera,
por un momento Eduardo levanta los ojos de su cuaderno sucio de ecuaciones
de segundo grado para mirar al abuelo.
¿Pasa algo? Nicolás sabe que Eduardo ha intuido más
que escuchando su sobresalto. Ahora quiere insistir. Cómo decir
a Eduardo que se acerque al balcón, que se asomó por
sobre la baranda y que mira a Miguel, su hermano, entre la hierba,
a Miguel.
El chico se acerca al viejo con su seriedad de enano erudito, observa
la calle y regresa satisfecho a sus deberes.
Los viejos, ha de pensar, mientras mueve la cabeza.
La sombra total de la noche se desploma sobre el parque. El cuerpo
de Miguel es bruscamente ocultado por el negror.
Se acumula el cansancio, piensa intentando ver. Sobre sus ojos flota
un velo acuoso que no tarda en derrumbarse con triste rigor por sus
mejillas.
Entra Mario. Pregunta por Miguel, al paso, mientras sus manos tiran
de la silla de ruedas hacia el interior del departamento, en tanto
empuja con el peso de su cuerpo la puerta de vidrio sobre los rieles.
Un vicio de ruido y respiración rabiosa y cansada enturbia
la atmósfera antes rica del aire puro del crepúsculo.
No está, responde Eduardo. No sabe dónde. Cierra el
cuaderno y se pone rápido de pie con gesto de muchacho cumplidor,
con militar obediencia que Mario ignora yendo por las habitaciones.
No se conversa de matemáticas ni deportes. Mario pregunta otra
vez por Miguel. Eduardo se encoge de hombros una vez; luego dos, ante
la mirada ceñuda de su padre; tres, abriendo las puertas de
los closets; cuatro, regresando de la calle después de dar
una vuelta al edificio; cinco, asomándose al balcón
desde el que sólo divisa la oscura calle con agujeros de luces
como ojos de ciegos.
Pasan junto a Nicolás empujando su silla de un lado a otro,
lo vuelven hacia la muralla, lo entran en la cocina; por minutos lo
dejan entre la puerta del baño y la de la pieza de los muchachos,
ante un espejo que obliga al viejo a inclinar la cabeza para no ver
toda esa fatiga que él sabe se acumula.
Hablan. Puede percibir que hablan, pero no entiende el murmullo espeso
que sale de sus bocas. Mario pregunta. Eduardo responde o calla. Sus
siluetas se aproximan a la puerta. Van y vienen, igual que miradas
a través de una escafandra que lo limpia, que los margina.
Mario sale a la calle. Eduardo se sienta sobre la mesa del comedor
y abanica su cara con un cuaderno. El viejo realiza ahora un viaje
hacia atrás. Se responde las propias preguntas. Sí,
dice, trepaban a los árboles. Miguel: su pollera azul y sus
estornudos. De pronto se volvió hacia él
que lo miraba desde el balcón. Abuelo, debió haber gritado
para que lo mirara, aunque él no lo escuchó, Abuelo.
Miguel sabía que el viejo lo miraba cuando cayó.
(La puerta se abre dejando pasar a Elisa y Mario, quien con feroz
energía la cierra apoyando su cuerpo flaco sobre la madera.
Sostiene a la mujer por el codo, la empuja contra uno de los sillones.
Elisa cae sentada y grita a Mario insultos que le encienden la cara.
Mario se agarra la cabeza como
si quisiera desprenderla de su cuello; pregunta por el hombre, por
el taxi, por ella, por Dios. Se amenazan.
Eduardo se aproxima al abuelo. Apoya su mano sucia de tinta azul en
el brazo venoso de Nicolás. Su pose de sabio se desmorona y
abraza al viejo por el cuello.
Mario llora. Y Elisa. Eduardo moquea mojando la camisa del abuelo.
Nicolás siente la necesidad de hacer su viaje hacia adentro,
su aventura de reconocerse nuevamente para saber que él no,
él no está perdido. Pero Miguel continúa tendido
sobre la hierba, y así Nicolás no puede, de verdad que
no puede.