CUARENTA Y CUATRO
Pasadas
las diez de la noche parece que los semáforos de la calle de
las Tabernas tuvieran tres luces verdes. Los conductores no les prestan
atención a las señales del tráfico cuando se
divierten estudiando a las chicas sentadas en las vitrinas de los
cafés o a quienes conversan en pequeños grupos con abrigos
de piel, medias caladas bajo la minifalda y maquillaje rojo entre
las cejas y las pestañas.
Al ingresar en la zona, el joven no pudo impedir que la felicidad
lo desbordara. Era como si una ducha de pistones, semejante a aquella
que usan para pintar la carrocería de los autos, le hubiera
barrido el sarro que acumulaba en sus entrañas. Se sentía
limpio, ligero, y al darse cuenta de que estaba a punto de ejercer
en plena calle una cabriola de baile, entendió por primera
vez a aquellos héroes de los musicales de Hollywood que se
ponían a cantar o a bailar cuando caían en éxtasis.
Se había descargado de tantas mochilas que le doblegaban el
lomo que ahora se sentía un animal liviano y flexible, ágil
de mente y rápido de pezuñas. Dúctil, y tan transparente
que le parecía que todo el mundo se daría cuenta de
la doble fuente de su felicidad: eso que sentía por Victoria
Ponce era muy probablemente lo que en el cine y las canciones llamaban
«amor», y la indicación de Vergara Greyde que recogiese
del hotelucho las chaquetas jeans de la Schendler sonaba como una
señal de que el Golpe había prendido en su alma.
Desde la madrugada, cuando había galopado al rucio ganando
su carrera, sentía que la suerte le llovía a
raudales, que a su alrededor una patota de ángeles le agenciaban
milagros y le provocaban lucideces imprevistas. Esos escurridizos
y etéreos señores, diligentes y benévolos, cuidaban
de que nada malo le pasara, de que aflojase, por ejemplo, la presión
de la bufanda en el cuello de buey del alcalde, librándolo
así de un asesinato.
No sólo de ese crimen, sino de ese otro repetido fantasmalmente
en noches de insomnio en la celda, cuando se veía enterrándole
a Santoro un cuchillo cocinero en la garganta. ¿Por qué
el viejo le había cantado esa imagen? Exactamente la figura
de su sueño. ¿Acaso la angustia en vez de confundir
a los hombres los transforma en videntes? ¿Habían soñado
la víctima y él, su verdugo, el mismo sueño?
«Nada malo me puede pasar», se dijo, justo en el momento
que pasaba al borde de un auto color cereza, desde donde lo espantaron
de su dicha con un bocinazo. La ventanilla del chofer se abrió
y por el encuadre del vidrio aparecio la cabeza del cuidador de autos.
—¿Cuándo me vái a pagar las dos lucas, cabrito?
Santiago estaba acostumbrado a ver a Nemesio Santelices con un fieltro
amarillo señalizándoles a los conductores cómo
estacionar su auto en la calle tan concurrida, pero jamás habría
pensado que algún día ese tipo iba a estar sentado al
volante. No pudo evitar una sonrisa.
—Falta su resto, amigo —dijo, disponiéndose a seguir alegremente
su tranco hacia el hotel.
El cuidador abrió la puerta trasera del coche y le hizo un
gesto conminatorio de que entrara. Tras obedecer y tomar asiento,
identificó a su lado a la recepcionista Elsa.
—¿Te acuerdas de mí, chiquillo?
—Claro que sí, la nochera.
—¿Y qué es de Elena Sanhueza?
—Ese era el nombre falso de mi novia. Está bien, recuperándose
de un accidente en la Asistencia Pública. ¿Paraqué
querían que subiese al auto?
—Aquí nadie nos ve —dijo el cuidador.
—¿Y qué tiene que nos vean?
El hombrecito se hundió el sombrero hasta las cejas como si
al decir la frase se pusiera en evidencia.
—Una vez te vi salir volando del primer piso y caíste vivo.
—Fue una broma de Vergara Grey.
—Ahora queremos evitar que salgas volando del priner piso, pero muerto.
El muchacho se frotó las rodillas y quiso vislumbrar la escena
alrededor del hotel a través del vidrio empañado. Elsa
se preparó un cigarrillo, abrió una franja la ventanilla
exhaló por allí la primera bocanada.
—Dentro del hotel hay un caballero, no muy distinguido, que te anda
buscando para matarte.
—¿A mí?
—A ti o a Vergara Grey. No he llegado tan lejos en mis investigaciones.
Tú me eres bastante indiferente desde que apaleaste a Monasterio.
Pero tú también eres la pista a traves de la cual el
caballero puede llegar a Nico. Y ése sí que sería
un funeral al que no me gustaría asistir.
—¿Quién es el tío?
—Dice que se llama Alberto Parra Chacón, pero no es su nombre.
—¿Cómo lo sabe?
—¡Bah! Cuando tú entraste por primera vez al hotel sabía
perfectamente que no te llamabas Enrique Gutierrez.
—Usted me puso ese nombre.
—Les pongo ese nombre a todos para no olvidarlo y entrar en contradicciones
si algún día me interroga la policía. También
a Alberto Parra Chacón lo inscribí como Enrique Gutiérrez.
—¿Y si alguien lo llama por teléfono?
—Eso es problema de Gutiérrez y del que llama, no mío.
Ángel Santiago sacó una peineta de su mochila y aprovechó
el espejo retrovisor para darse un par de manos en la melena.
—¿De dónde sacó que ese tío nos quiere
matar?
—Una deducción muy simple. ¿Porqué un hombre
toma la habitación vecina a la de Nico? ¿Por qué
desde que entra no sale de ella y está echado en camiseta sin
mangas sobre el sofá con una Browning calibre 38? ¿Por
qué cuando mandé a la mucama a hacer la habitación
de Vergara Grey salió despavorido al pasillo con el arma en
la mano?
—No sé de nadie que me quiera matar, señora Elsa.
—¿No le has comentado a alguna persona lo que preparas con
Vergara Grey?
—Todo el mundo cree que preparo algo con el profesor, pero él
ya no quiere guerra. Lo único que desea es vivir como un jubilado
con su familia.
—Conozco bien a Teresa Capriatti y sé que si no le lleva plata
a la casa no va a volver a entrar allí.
—¿Pero adonde la llevan todas estas reflexiones?
—A lo siguiente: Alberto Parra Chacón es alguien que quiere
o matarlos o participar en el Golpe.
—¡¿Que Golpe, por la cresta?!
—Si muestra pistola es porque sabe que lo que ustedes están
preparando requiere, además de robaburros y artistas de la
ganzúa, cojones para matar, si es necesario. Debe saber que
el Golpe no es cosa de mariquitas.
—Por decirme eso mismo casi estrangulo a su amante, doña Elsa.
—Lo digo en un sentido figurado. Me consta que le diste una paliza
en la cama a la señorita Sanhueza. Pero si el Flaco no fuera
un ladrón, la víctima que busca tendrías que
ser tú.
—¡Yo! Lo único que tengo en mi prontuario es haberme
robado un caballo. Nadie me va a matar por eso.
—¿Y la colegiala?
—No entiendo.
—La muñeca que te estás vacilando, ¿no tendrá
otro amante, por si acaso?
—Doña Elsa: ¡las telenovelas le tienen comido el coco!
—¿O un padre que quiera vengar el honor de su hija?
Ángel Santiago apretó la manilla del auto y la abrió
con furía.
—Voy a sacar un par de cosas de don Nico de la pieza.
El cuidador de autos se le cruzó en el camino impidiéndole
que avanzara. Con un llavero de control remoto hizo saltar la tapa
de la maletera.
—En esa valija están todas las pilchas de Vergara Grey.
—¿Por qué?
—No queremos que el maestro entre en el hotel y el gángster
le haga daño. Y a ti tampoco. Si sabes dónde está,
llévale sus cositas.
El joven se frotó algunos segundos los párpados y quiso
recapitular en ese relampagazo lo que había sido su vida insomne
en las últimas cincuenta horas. ¿Lo querrían
así sus ángeles o debía mandar al carajo a esa
vieja mitómana? Dejó entonces que la boca hablara antes
de que se pronunciara la razón.
—Esta bien. No entraré al hotel. Yo le llevo la valija.
El cuidador la levantó de la maletera, se la pasó, y
simultáneamente hizo una señal a un taxi para que frenara.
La sonrisa del hombrecito reveló esta vez que le faltaba el
canino derecho. Igual que un comediante actuando el rol de portero
de un hotel de lujo, Nemesio Santelices abrió la puerta del
taxi, introdujo la maleta y luego a Ángel Santiago tomándolo
del codo. Después puso la mano en el bolsillo de la chaqueta,
produjo dos billetes de mil y se los enregó en la palma de
la mano.
—Me estaríai debiendo cuatro lucas, concha'e
tu madre.
Cuando el joven Ángel
Santiago sale de la prisión, donde ha sido brutalmente
humillado, ignora que sobre él penden dos condenas:
una a muerte, otra a vivir intensamente.
En posesión del plan para dar un golpe genial, busca
una alianza con el melancólico maestro Vergara Grey,
y, con candor y astucia, intenta seducirlo para emprender
la hazaña.
Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento
natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo
por el desamparo familiar y la pedantería de una maestra
del liceo que la sitúa al borde de la desesperación.
Ha llegado el momento para que
Ángel Santiago y Vergara Grey conciban otro tipo de
golpe que pueda salvar a la muchacha. Éste es el que
golpeará directo al corazón de los lectores
de Antonio Skármeta. En él participarán
una galería de sonrientes e irónicos pequeños
personajes, sin otro capital que su ternura, gracia e ingenio,
que se la juegan por el incierto éxito. Una novela
de creciente hechizo y de gran tensión.
Antonio
Skármeta nació
en Antofagasta (Chile) y se graduó en Filosofía
y Literatura en la Universidad de Chile y en la de Columbia,
en Nueva York. Sus novelas y libros de cuentos han sido traducidos
a veinticinco idiomas. Algunos de ellos, reeditados permanentemente,
figuran entre los clásicos de la literatura contemporánea.
Su novela El cartero de Neruda alcanzó un éxito
mundial, y la película basada en ella obtuvo cinco
nominaciones al Oscar y el entusiasmo de lectores y espectadores.
Ha sido distinguido por el gobierno de Francia como Caballero
de la Orden de las Artes y las Letras. Italia le concedió
el título de Comendador y Alemania la Medalla Goethe.
Sus obras han obtenido algunos de los más prestigiosos
premios internacionales: La boda del poeta tuvo el Prix Médicis
en Francia y el Grinzane Cavour en Italia; La chica del trombón
recibió el Elsa Morante, y No pasó nada, el
Boccaccio Internacional. Su álbum La composición,
con dibujos de Alfonso Ruano, coronó sus éxitos
con el Premio Mundial de Literatura Infantil de la Unesco.
Fue embajador de Chile en Alemania de 2000 a 2003 y hoy vive
en su país, dedicado
sólo a la literatura.
de la contratapa
Fotografía del autor: Ana María
López
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