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Al ramo de libros de Sergio Pizarro
Presentación de «A mitad de camino» (Altazor, 2019)
Por Felipe Eugenio Poblete Rivera
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A su manera este libro es muchos libros.
Son las palabras con que arranca la famosa novela de Julio Cortázar. Y en otro contexto, este libro de Sergio Pizarro (1964, Santiago) es muchos libros. Cinco o seis libros. Pero también, y sobre todo, uno solo. Bien como si los libros fueran capítulos. Sí, y de antemano les digo que por inercia los leí en estricto orden cronológico, en rigurosa correlación numérica ¡pero es sólo una opción! En fin, no sé quién dijo eso de que los vanguardistas dicen que el principio es al final, pero sí sabemos que también lo dijeron Los Tres en “La espada y la pared”.
Pero para esta presentación, iré refiriéndome a los libros del libro uno a uno. A mí no me desagrada la palabra ‘poemario’, quiero primero aclarar eso: que un poemario es un conjunto de poemas, así como un conjunto de flores pueden ser un ramo; o un conjunto de insectos un insectario. Al menos esta imagen nos invita modificar la mirada, se trata de un artificio, un arte. Dicho en breve, que no la menciono —la palabra poemario— en sentido peyorativo, sino al contrario, para indicar la orgánica tenacidad que congrega los textos poéticos.
Y como dato del libro en términos generales: es unitario, en el sentido de que ofrece más tintes de interrelación que de antología. Existe una transversalidad de valle uniendo estas publicaciones (o el hecho solo de que estén contenidas es un mismo libro). ¡Partan por donde se les dé la gana! Es también lo bueno de la poesía, casi un lugar común ¡se puede entrar por cualquier lado!
E ingresar, eso sí, ya desnudado de prejuicios, sin la tierra en los ojos, a esta misma atmósfera de todos los poemas contenidos en «A mitad de camino» (Altazor, 2019). He aquí una especie de mundo, donde bien pudiera ser una región o todo un continente cada sección del libro. Aterrizo:
El primer libro es de 1993, « Poemas Diesel » (Santiago, autoedición), exponente de una gran libertad verbal, sin ataduras, con poema como “Laboratorio” (p. 31) que pueden hacer rememorar el “Prefacio” del «Altazor» (lo que no es mera cita, sino logro). Y qué libertad expresiva hallamos, advierte el propio autor: “estad atentos al fantasma palabro” (p. 45), como si fuera, más bien, un pintor, o una especie de dibujante: en cuya obra la imaginación es traducida a las palabras. Capten ésta avanzada de soltura y entrega, de riesgo:
con mi cara de trueno y zapallo eléctrico,
me cierro en picada debajo del asombro del tiempo,
traspasando las barras de la Teoría (p. 29)
Y estas:
Soy avión lleno de estrellas
rosado de invierno a verano y de proa a popa (p. 29)
Como con un fervor rokhiano siendo un río rápido que cae entre piedras escarpadas: dando lugar a imágenes que en realidad son cosas: girasoles y zócalos, alces verdes, neumáticos... Emerge un neologismos como ‘musculanza’, (p. 34) ¡la página se llena de relámpagos o estalactitas! Dice en un verso el autor: “porque la poesía es un disparo del alma, / es un balazo, / ciertamente, es una plegaria sin destino conocido.” (p. 35) Y más adelante: “y nos quedemos colgados de los pájaros de la imaginación” (p. 36), siempre con enorme soltura, pero sin grandilocuencia innecesaria.
En ocasiones: algunos elementos están designados con características que, verbalmente, son otras palabras, por ejemplo en el poema “Estatuto de guerra” (pp. 40-43) la voz de la muerte, que habla “con voz cerámica” (p. 41); o en otra parte: “tu cabeza frutera” (p. 51), y esa “ala aguilera” (p. 58). Este tipo de recurso tiene sus efectos adentro del ámbito del lenguaje, proporcionando así nuevas posibilidades que exceden la realidad de las cosas circundantes, las del cotidiano.
Pero este conjunto no se agota en una galería de acrobacias simplemente, más adelante aún, la veta amorosa quedó decisiva a partir de las tres secciones del poema “Pensando en ti durante el reposo a orillas del rio Po” (pp. 48-51), posibilitando nuevas direcciones de lectura a los poemas precedentes. Pero sigo avanzando un par de años, en 1995, la publicación en la Revista Libertad 250 (Nº3, primer semestre, abril), (revista entre mítica y olvidada), donde a Sergio Pizarro le publicaron los poemas “Flavia Bay”, “Espejo de muerte” y “Quiero comprarte un volcán”, que están contenidos en «Poemas Diesel» y junto a ellos, el poema inédito “Ya estoy volviendo, siempre de nuevo”. Sobre el cual me limitaré a decir que, en esta idea de que los poemarios son como continentes de un mundo-libro, bueno, este notable y agudo texto, podríamos compararlo con una isla de Pascua, por el coincidente hecho de equilibrar un ombligo temporal...
Luego, en 1999, autopublica «Luces que no deben prenderse» (Autoedición; 2011, segunda autoedición); en cuya carta introductoria adjunta al inicio de este poemario de título intenso y provocativo, el autor afirma: “habiéndoseme impuesto una labor que dista mucho de haber terminado y que me permitiese acumular para luego escanciar” (p. 67) y más adelante “el caleidoscopio profuso de las múltiples voces poéticas que se han ido desarrollando como alfombras para mi humanidad confusa” (p. 69), son palabras que, a mi juicio, alcanzan a dar luces sobre las condiciones reales y táctiles en que se encuentra el autor en relación con su escritura; como un ritual. Después se instala el epígrafe:
Suenan tambores definitivos
Hasta que la cerámica del aire se quiebre
Y se liberen las voces sometidas
Como suelen hacerlo las cosas amparadas (p. 73)
Versos que de alguna manera, y discúlpenme la metáfora barata, viene a ser uno de esos verdes o azules carteles con letras blancas en que la ruta 68 de la poesía de Sergio Pizarro ingresa a un paisaje inédito y otro, casi un punto de no retorno... Aunque todo camino andado también posibilita la imaginación de su propio retroceso, nos diría acaso el propio libro. ¡Y claro! Más todavía cuando no hay ruta pero páginas.
En este poemario la poesía del autor encuentra “una turbia manera de transcurrir” (p. 76), y ello es un elogio en sí mismo. Una poesía que pugna por moverse y seguir, dar continuidad a su vitalidad desbordante, la cual se ofrece estallada y variante en el poemario del 93. Pero existe una continuidad, la que es únicamente evidente en la fragilidad de las sutiles delicadezas: ciertas palabras.
Cito: “Abrirnos es empezar a buscar / aquello que estamos encontrando siempre” (p. 77), nos dice el autor. Algunas y algunos podrán decir que el remitente es una amada, que el interlocutor es otra alma amada, y no se equivocan: ella se llama poesía. Y el autor le dice “para que besarte sea tan sólo / un roce de águilas / atravesando un arcoíris incoloro” (p. 77).
El autor se sirve de un tropos que a mí siempre me fascinó, el calembour: “sereno hundido / seré no hundido” (p. 79). ¿Mero juego? “Ellos se ríen con seguridad de la magia / pero creen en la utilidad del poema” [Mester de juglaria] increpa a los poetas el siempre bien ponderado Enrique Lihn. En el estricto plano del lenguaje, que en el fondo todo libro asume, toda lectora y todo lector, asumen a su vez un pacto de ficción con las palabras: y se ingresa al libro como a la propia vida, ¿o no era así leer un poema? Además, el poema en estas «Luces que no deben prenderse» vislumbra la coronación del amor. Entiendo que esto pueda sonar cliché o sobredimensionado, pero se trata de un amor ancho y uno, en que, en palabras del autor: “tú descansarás en el nosotros que amas”, “tú y yo somos el mismo” “allá arriba donde mi dedo / se toca con el tuyo y me creas” (p. 80).
Para decirlo en breve, se trata de un amor total y unificador, prácticamente sagrado en su desacralización, al punto de que el poeta extiende su anuncio: “Mi ceremonia de campo ha comenzado” (p. 82). No puedo dejar de pensar en la función revolucionario que, muy tempranamente, los surrealistas asignaron al amor: el amor como potencia revolucionario de la vida cotidiana. Para el caso de los poemas de esta región, identifico esa misma hebra.
Puede resultar todavía más claro que el autor declare su amor a esta amada llamada poesía, a través de versos como los siguientes, de ribetes cósmicos como si el autor fuera un catalizador de la panconexión, cito: “No quiero que seas la madre de la muerte / porque me haces tu hijo imposible” (p. 84).
Y más adelante, el poeta exclama: “Fundar / nuestro delirio en lo fugaz / y en el eco de la palabra deseo” (p. 92) ¡Qué manejo de ritmo verbal está labrado en el poema de la página 94! Que no lleva título alguno...
Si bien es contrastante el ritmo entre «Poemas Diesel» y «Luces que no deben prenderse», lo cierto es que una misma capacidad verbal los aúna, vinculándolos: es un mismo poeta el que, con su propio idioma, vale decir su propia vida, se hace partícipe de la realidad en torno. Sí, el poeta dice lo real con la realidad del lenguaje, de ahí que lo nombrara vidente el precoz Rimbaud, con palabras el poema nombra una realidad no del todo visible, pero posible en el cosmos visible, espacio al cual el poeta al interior del libro que presento se aúna e instala, cito: “quizás seremos algo más que la simpleza” (p. 99). Es en este viaje de conexión en que el amor surge como único medio de transporte posible, un viaje de ingreso radical al todo, la interdependencia extensamente total, desde la cual el poeta afirma: “desde que me extingo entre ustedes / porque yo los amo / aunque no sepa cómo hacerlo” (p. 99).
Pero ya lo decía antes, no hay grandilocuencia, sino real honestidad... Honestidad que, tengámoslo en cuenta, es también una construcción verbal, un pacto, un acuerdo que tiene su estética, su construcción. Y el poeta no deja de lado la ironía: cáchense este título: «Moví un día (otro libro insoportable)» (Autoedición, Valparaíso). Esto en el 2001, cuando autopublica por tercera vez. Y «Moví un día (otro libro insoportable)», desde su primer poema, ofrece y, más aún, ofrenda, una entrega radical a las palabras, realizada con ritual devoción, con delicadeza mordaz e incluso ingenua pero también con una convicción que, hasta este punto, no había alcanzado cumbres de mayor altura. Por eso uno de sus poema dice, en cursivas: “Callarme sería una rotura / una significación vacía al entero / algo que no se entiende en la medida que se va comprendiendo” (p. 122). Por favor, no leamos esto como una mera propuesta antitética, como un jueguito de contradicciones. Así como el autor puede tacharse el nombre y, así, remarcarse (como lo hizo Juan Luis Martínez), no hay contradicción en el movimiento dual ni en la paradoja, cito: “La poesía que no existe nos deleita en la vida que no existe / y yo me recorro en el placer de decirlo: / Moveré un día / y seguiré buscando al autor del lector” (p. 122).
¿Cómo no va a ser poesía? Dice el autor: “Lo que permanece en mi boca / durante los años necesarios / para criar una palabra” (p. 123), manifestando así una concepción de la escritura como trabajo (y además un trabajo que no está separado del placer; es cosa de leer los poemas).
Bien: en estos poemas –los de este poemario– el poeta es capaz de, con escasos materiales, articular una arquitectura circundante que es un paisaje en rededor lleno de posibilidades reales: asumamos el pacto de ficción, repito: y sí, están ahí: mírenlos: “los magos del agua [...] esperándolas en la marea” (p. 128). Y las cosas suben, se queman para ser todavía más intensas, las palabras convocan la electricidad del verbo poderoso, he ahí la realidad en la página con sus signos que son tinta. Resulte innegable, cito: “se encierran en tus palabras que hablan // y tú no las oirás // cuando las sombras de sus palabras / tengan el sonido inescuchable” (p. 129).
¿No fue acaso el mismo Juan Luis Martínez quien nos recordó que el humano no resiste demasiada realidad? Lo insoportable es, en realidad, la idea de que algo sea imposible ¡de ahí el lenguaje, plagado de elementos diversos y concretos! La tierra tiembla, es real el surco que en la tierra se dibuja o forma, como una ceja ante el espejo, delineada, o un cruce peatonal a los pies de la subida Ecuador, la palabra escancia su torrente que mueve al día al día.
Desde el inicio este poemario, indeleblemente marcado por un retrato de mujer, es también el ejercicio del autor por femenizar su escritura, adviniendo en un ella. Ya en las palabras de la dedicatoria, cuando el autor avisa: “A mi madre / que vive enmigo” (p. 117) Enmigo (a mí eso me parece hermoso, me disculpo por no saber expresarme mejor). Es a partir de ese instante, que la utilización del ‘la’ será amplia e iluminadora a través del conjunto de poemas.
Ciertamente hay una fuerza, una forma verticalmente profunda aquí: ésta se trata de una poesía de la afirmación. Ciertamente, la categoría de lo terrible tiene que ver con un asunto de tamaños, de los cuales la belleza es apenas un detalle. Por eso el autor recolecta la cita de Rilke, que indica: la belleza es un eslabón de lo terrible. En esa misma escala prosigue lo sublime, más desbordante aún que lo colosal, que lo tremendo, llegando a propiciar el inconfundible placer negativo[1]. De alguna forma, la poesía insoportable de «Moví un día» es un desesperado intento por pronunciarla ¡y qué manera de afirmarla! Pero de pronto el autor debe partir a otras inundaciones...
Entonces, en 2003 «Apocatástasis Asténica» (Autoedición, Valparaíso), que es el esdrújulo título de la siguiente autopublicación, que es también la construcción de un nuevo naufragio. No abstracción, sino reflexión hondísima en el decir, su misterio, ¿cómo nace lo dicho; qué es la palabra antes de ser? Ya los sabemos, parte del cuerpo. Pero el signo es el del escepticismo más riguroso, y por lo mismo, acaso, el más apasionado: “La escritura desobviada/se presenta desde la nada que vacía” (p. 157), dice el autor.
A través de estos poemas, en la idea de viaje que este volumen ofrece como trayecto: el autor escribe ya ubicado en un escenario mucho menos febril y florido que en conjuntos anteriores... Una imagen pudiera tal vez ayudar a pesquisar e identificar la poética desde dónde es construido este conjunto; y cito nuevamente a Enrique Lihn: “mi escritura fue como la maleza de flores ácimas pero flores en fin” [Porque escribí].
Las flores ácimas son, por oposición con las flores en su talente, valga la redundancia, florido, aquí en «Apocatástasis Asténica», una revelación torno al funcionamiento de las palabras, acaso no sólo como sistema verbal, sino como ser vivo y aun como destino, cito: “y aunque estas páginas no estén aquí/(una suerte de broma y dolor de futuro)/ sácate el viento y sé más precioso” (p. 158). En esa línea, y no sin lamentarse, pronuncia el autor: “pero/peor palabra/la que no puede existir/adentro de su propio jamás” (p. 161).
Estos poemas, en reconocible medida, propician una lectura en tanto transcripción de un obstinado diálogo del poeta con su propia escritura poética: porque el poema es también un espacio en que el lenguaje piensa sus propios alcances. El lenguaje así, he aquí un ejemplo, en este libro, llega indefectiblemente a proponer máximas que hablan directamente del trabajo verbal. Este trabajo verbal, que piensa autoreflexivamente en la escritura de Sergio Pizarro consigue incluso convertir al poema (en tanto texto), en texto cuyo escenario es la propia escritura de un poema: “pero ya la sorpresa de este poema se diluyó” (p. 165), dice el poeta, desarticulando incluso un hito antipoético.
Es, además de eso, un reducto de enorme densidad. Y no me refiero meramente a que el lenguaje empleado sea denso, no: más bien a la cantidad de datos apretados en este conjunto, mucho más corto que los anteriores. La palabra impresa en la hoja como portadora de contenido ¿no? En ese sentido, estos poemas, en su sequedad o aridez, su poca tinta, cifra amplias direcciones, sobre todo a través de la contradicción y de la paradoja, de la interrogación latente por la imposibilidad: el éxtasis de la comunicación ya cancelado. Palabra humana ahí ofrecida, casi abyecta a causa de su radicalidad. Y es desde ese escenario escéptico donde empieza un largo período de reflexión y de estudio; pues transcurren poco más de veinte años para la aparición de la siguiente entrega poética, ahora por primera vez al amparo de una editorial. Se trata de «Piedras a la oscuridad» (2016, Altazor, Viña del Mar).
Prosiguiendo con el conjunto final de este volumen, «Piedras a la oscuridad», decir que inicia con un texto que bien podría ser leído en continuidad a las interrogantes planteadas, con abandonado lirismo, en el poemario antes publicado por el autor. “certezas y obviedades” (p. 173) dice en ese primer poema el autor. Y está hablando de la escritura como trabajo poético. Y en este plano, la presencia del individuo y no el hablante lírico, se hace patente en el poema –las palabras son extensión del cuerpo– y ante tal ubicación del individuo convertido en poeta, bueno, se ha permitido la generación de graciosas caricaturas, como lo es la del poeta en la torre de marfil.
¿No es suficientemente divertido hoy día que se trate de una torre? Lo cierto es que todo está adentro del cuerpo, porque las palabras las nombran. Necesariamente nos tocan, las palabras. Decirlas es tocarlas. Hasta ya pensarlas es tocarlas también. ¡Como sea! Este poemario está situado en Chile. Y sus poemas nos invitan a pensar que se trata de una especie de invención del territorio. No por nada salen a la palestra los apellidos Neruda y Mistral. (¡Pueden llegar a ser tan precisas las palabras!). Perdón la digresión, pero yo tengo la vana esperanza de que pueda existir eso que llaman comunicación.
Luego, más tarde, el poema que cierra el libro no está incluido en ninguno de los poemarios anteriores. Se diría entonces, en la mecánica del viaje, «A mitad de camino»: el ombligo: “Hamlet enamorado” (p. 215). Donde con renovada versatilidad el autor expone una nueva configuración rítmica que, lejos de diferenciarla a causa de su sonoridad, vuelve a remarcar la continuidad a un lenguaje común con los poemarios publicados desde el 93 hasta la fecha.
Pero todo lo que he dicho (y con esto ya voy finalizando) es solamente una propuesta, un conjunto de posibilidades de lecturas ¡incluso para mí mismo como lector; no la única! Sobre todo porque además estos poemas no demandan mayor introducción, se trata de poemas en toda su cabalidad, deslumbrantes artefactos verbales, cuya real y más propia banda sonora, es la música del mar que estalla en las costas chilenas: demos espacio a los poemas.
Viña del Cerro y octubre 2019
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[1] Quienes estén interesados en este tema del ‘placer negativo’, por favor pasar a los textos de Kant sobre lo sublime.