Para Ángeles y Gorriones (Ediciones Puelche, 1956)
OTOÑO SECRETO
Cuando
las amadas palabras cotidianas pierden su sentido y no se puede nombrar ni
el pan, ni el agua, ni la ventana, y ha sido falso todo
díalogo que no sea con nuestra desolada imagen, aún se
miran las destrozadas estampas en el libro del hermano
menor, es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre
la mesa, y ver que en el viejo armario conservan su alegría
el licor de guindas que preparó la abuela y las manzanas
puestas a guardar.
Cuando la
forma de los árboles ya no es sino el leve recuerdo de su
forma, una mentira inventada por la turbia memoria del
otoño, y los días tienen la confusión del desván a donde
nadie sube y la cruel blancura de la eternidad hace que la
luz huya de sí misma, algo nos recuerda la verdad que
amamos antes de conocer: las ramas se quiebran
levemente, el palomar se llena de aleteos, el granero
sueña otra vez con el sol, encendemos para la fiesta los
pálidos candelabros del salón polvoriento y el silencio nos
revela el secreto que no queríamos escuchar.
BAJO UN VIEJO
TECHO
Esta
noche duermo bajo un viejo techo; los ratones corren sobre
él, como hace mucho tiempo, y el niño que hay en mí renace en
mi sueño, aspira de nuevo el olor de los muebles de
roble, y mira lleno de miedo hacia la ventana, pues sabe
que ninguna estrella resucita.
Esa noche oí
caer las nueces del nogal, escuché los consejos del reloj de
péndulo, supe que el viento vuelca una copa del cielo, que
las sombras se extienden y la tierra las bebe sin
amarlas, pero el árbol de mi sueño sólo daba hojas
verdes que maduraban en la mañana con el canto del
gallo.
Esta noche
duermo bajo un viejo techo, los ratones corren sobre él, como
hace mucho tiempo, pero sé que no hay mañanas y no hay cantos
de gallos, abro los ojos, para no ver reseco el árbol de mis
sueños, y bajo él, la muerte que me tiende la
mano.
SENTADOS FRENTE AL
FUEGO
Sentados
frente al fuego que envejece miro su rostro sin decir
palabra. Miro el jarro de greda donde aún queda vino, miro
nuestras sombras movidas por las llamas.
Esta es la
misma estación que descubrimos juntos, a pesar de su rostro
frente al fuego, y de nuestras sombras movidas por las
llamas. Quizás si yo pudiera encontrar una
palabra.
Esta es la
misma estación que descubrimos juntos: aún cae una gotera,
brilla el cerezo tras la lluvia. Pero nuestras sombras
movidas por las llamas viven más que nosotros.
Sí, ésta es
la misma estación que descubrimos juntos: —Yo llenaba esas
manos de cerezas, esas manos llenaban mi vaso de
vino—. Ella mira el fuego que envejece.
LA ÚLTIMA
ISLA
De nuevo
vida y muerte se confunden como en el patio de la casa la
entrada de las carretas con el ruido del balde en el
pozo. De nuevo el cielo recuerda con odio la herida del
relámpago, y los almendros no quieren pensar en sus negras
raíces.
El silencio
no puede seguir siendo mi lenguaje, pero sólo encuentro esas
palabras irreales que los muertos les dirigen a los astros y
a las hormigas, y de mi memoria desaparecen el amor y la
alegría como la luz de una jarra de agua lanzada
inútilmente contra las tinieblas.
De nuevo
sólo se escucha el crepitar inextinguible de la lluvia que
cae y cae sin saber por qué parecida a la anciana solitaria
que sigue tejiendo y tejiendo; y se quiere huir hacia un
pueblo donde un trompo todavía no deja de girar esperando
que yo lo recoja, pero donde se ponen los pies desaparecen
los caminos, y es mejor quedarse inmóvil en este
cuarto pues quizás ha llegado el término del mundo, y la
lluvia es el estéril eco de ese fin, una canción que tratan
de recordar labios que se deshacen bajo la tierra.
EPÍLOGO
Tal vez
nos queda contemplar el cielo. Nunca estuvo entre
nosotros. Aun cuando la lluvia se escurrió entre los
dedos, y los dedos capturaron al humo en el sueño. No
sabíamos nada.
Lo miramos
porque un amigo nos reveló el nombre de una nube, porque
una muchacha nos pidió le eligieramos una estrella, o a la
salida de la fiesta creyendo que su rostro nos libraría de
la falsa música y el vino.
Ahora
nuestros ojos deben olvidar que lo vieron, así el niño olvida
su primer paso, y la luz olvida la obscuridad, cuando duerme
como una joven bajo la sombra de los castaños.
UN JINETE NOCTURNO EN EL
PAISAJE
Siento
correr por las venas del campo un jinete nocturno
enmascarado. La noche. Galopan en caballos robados los
cuatreros arreando los vacunos.
Surgen los
trenes. Las reses se levantan allá en los grandes galpones de
madera.
Es la noche,
de nuevo. Mi abuelo se despierta, rehecha su condición
antigua y contempla, como ayer, al trigo. Debe andar mi
abuelo por los campos recién arados hablando con los pinos,
espantando gorriones. Mi abuelo tiene una voz profunda,
aprendida del tiempo. El campo está solo, tembloroso. Y él lo
mira.
El vino es
un joven bonachón y alegre. Sucede que quiere iluminar la
noche y baja a las aldeas, envuelto en una manta.
La mañana
tiene olor a pan recién amasado. La ropa recién lavada dice
"adiós" en los patios. Un fantasma penetra en la
leñera. Más allá de las nubes viene el granizo, bandolero
blanco, asaltante de huertos.
Y es la
noche. Va a penetrar al pueblo un jinete nocturno
enmascarado. |