Armando Uribe

 
 

 

Armando Uribe
Memorias para Cecilia

Capítulo 20
LOS ORÍGENES Y OTRAS COSAS, CUANDO NOS ÍBAMOS A CASAR


En los años 80, mi hijo menor Pedro Uribe Echeverría se nacionalizó francés para poder dar un examen en Francia que sólo pueden dar los franceses, llamado "Agrégation aux Universités". Cuando lo hizo se desesperó y quiso saber bien de dónde venía. Por algunos meses estudió nuestra genealogía, con ayuda de las grandes bibliotecas francesas, disponiendo de una cantidad de antecedentes que en Chile no se encuentran. Además de eso, cuando viajó a Chile también busco más, y en esa genealogía completa, que es la suya, tomó en cuenta padre y madre y los antepasados de cada uno.

Resultó que en la investigación apareció que yo era primo quinto de mi mujer; y aparecieron cosas curiosas como éstas: tanto ella como yo descendíamos de seis o siete mujeres indígenas. Una de ellas, Coya, que eran princesas incásicas. Por tener antepasados, ambos, desde el siglo XVI, más numerosos los míos en esa época que los de ella, yo tengo como once o doce antepasados de los ciento cincuenta que llegaron con Valdivia. Resultaba que también éramos descendientes, yo de siete gobernadores españoles, y mi mujer de seis. Varios de los cuales en común. La relación del mismo tátara-tatarabuelo provenía por el lado Tagle, o sea el mío materno, descendía de un Tagle Echeverría, nieto del primer Echeverría que llegó a Chile.

Estos asuntos, que parecen ridículos, ocupan a un cierto tipo de chilenos. No sólo como historia: son fuente literaria, novelesca, permiten saber dónde estuvo y se está. El objetivo de mi hijo, cuando se nacionalizó francés, desesperado de perder las raíces formales con nuestro país, lo indujo a eso, a buscar toda su parentela hacia atrás. Elegando, en algunos, más allá de la propia Conquista. Acercándose, por ejemplo, a través de mi antepasado López de Zúñiga, hasta el siglo XIII o antes, de reyes españoles, como Alfonso X El Sabio, su padre San Fernando; pero ya hablé de que cualquiera puede tener antepasados de ese orden. Emperadores romanos o qué sé yo...; porque son tantos millones de antepasados en siglos y milenios que sangre de los reyes godos, de los emperadores romanos, parentesco con Borbones..., a alguna parte va; sobre todo por vía femenina y por nacimientos naturales, no legítimos. Todos somos descendientes de ese tipo de figuras, como lo somos también de delincuentes, de mentirosos, de canallas, de pecadores, de perversos.

Ya lo he dicho, pero creo que en el caso de los asuntos que he escrito en verso, aparece esto de lo genealógico, en un sentido o en otro. Así, por ejemplo, en una poesía que salió en una separata, que se llama Los veinte años, en el cual se habla de apellidos.

La verdad es que no supe nada sobre diferencias de trato social entre personas de distintos apellidos en Chile, salvo ésa que se notaba a la vista, entre los pililos, los más pobres y los que tenían una vida acomodada o de ricos. Pero ahí era más bien de apariencia, las diferencias de ropas, los pies pelados de los pililos, las ojotas de otros; pero no la comparación de los apellidos de los pobres menesterosos y de los mejor provistos, por la naturaleza de los parentescos y las costumbres, aunque rayo la palabra "naturaleza", pues de ninguna manera he creído que hay diferencia entre los seres humanos por obra de la naturaleza, en que haya superiores o inferiores.

Tampoco me di cuenta de que hay clases sociales en Chile, hasta los quince años. Significada por los apellidos. Sólo entonces y porque me di cuenta por alguna persona que vivía en la misma calle y que hacía esta gran distinción, y pude oír palabras como "clase alta", que en mi experiencia no era usada por las personas de mejores familias, sino por otros. O bien la expresión "buena familia". Mucho más tardíamente aprendí las palabras "gente bien", que era, por la verdadera gente de ese orden, considerada siútica. Decían a lo más "gente de sociedad" o "gente de familia". Y mucho más tarde le oí a la Marta Rivas esa expresión, que se hizo generalizada, de "gente como uno", cosa de la que Marta Rivas se reía aun usando esa expresión.

Con todo, creo honestamente que yo no hice las diferencias del caso en el curso de mi vida. En todo caso, con la conciencia racional desde que llegué a adulto, de ninguna manera distinguí personas por los apellidos.

La historia de Chile me hizo conocer los apellidos más antiguos de la Conquista. De apellidos de conquistadores en guerra que en Chile duró más de un siglo, por la resistencia mapuche o araucana. Ellos pasaban a ser considerados en Chile, desde la llegada de los vizcaínos en el siglo XVIII, como apellidos populares, nada más. En circunstancias que muchas veces eran apellidos que correspondían a mayor nobleza, que a esa fementida "aristocracia" de la cual empezó a hablar Encina. Y que no era expresión usada por buenas familias, para distinguirse ellas mismas. Que de usarlo, habría sido considerado completamente siútico. La distinción que sí reconocí desde el comienzo era entre los pobres y los ricos, como lo he detallado en el libro "Caballeros" de Chile.

Si algunos de mis amigos aparecían con apellidos que sonaban en Chile, que en general eran apellidos del siglo XVIII, XIX, era porque habíamos hecho amistad por otras razones. Y había también los que no tenían tales apellidos sonoros o vinosos, como pasaron ridiculamente a llamarlos, porque muchos eran de viñas que fabricaban vino, operaciones comerciales, no en sí mismas nobles, o de otros nombres o apodos.

Muy frecuentemente, porque miraba libros de genealogía, me encontraba con familias de la Conquista venidas a menos, que resultan en el Chile en que vivimos las únicas a las cuales puede ser atribuida nobleza, porque los reyes de España, desde el emperador Carlos V y Felipe II, declararon en reales cédulas, o sea leyes, que se adquiría la condición de hidalgo y de caballero, por luchar contra los indígenas de América.

Incluso llego a creer, por la forma de carácter de chilenos de ese sector social, que su "caballería" proviene de una especie de nostalgia, a veces equivocada, de haber tenido antepasados nobles; y a lo menos íntimamente —no en el caso de los genealogistas (¿?)— jactarse por ello.

Creo que ese arcaísmo existe aún hoy en Chile y que está más presente de lo que podría considerarse leyendo nada más que periódicos y revistas con "vida social" de nuestro país. En las conversaciones de sobremesa en las casas de personas "conocidas", muchas veces salen de refilón estos asuntos, como primordiales. Y tienen o tenían proyección, sobre todo respecto de las amistades, de las invitaciones a fiestas y de los matrimonios.

Yo no comprobé eso en mi vida, respecto de mí, a pesar de que mis apellidos no eran de los sonoros, de los de gente con mucha plata o con antepasados durante la República, que habían tenido cargos de Presidentes o ministros, importantes. Ello, pese a que durante la Independencia, un hermano de mi tatarabuelo paterno, tuvo un rol del que he hablado y era el presbítero Julián Uribe, a propósito del cual voy a decir una palabra.

En esa época de los diecisiete a los veintidós años, me decían en la casa que me iba pareciendo mucho al hermano mayor de mi padre, mi tío Pedro Uribe, que había comenzado a estudiar ingeniería pero se casó muy joven y dejó la carrera y se ocupó el resto de su vida principalmente de asuntos mineros, y dirigía minas, que en realidad han sido materia de importancia en mi familia paterna, puesto que mi padre se preocupaba de ello como abogado y también como propietario de algunas pertenencias.

Mi tío Eduardo Uribe, que fue también abogado, se ocupaba principalmente de cosas mineras y tuvo pertenencias mineras. Y mi tío Pedro Uribe también se ocupaba de la gerencia o administración minera y tenía también pertenencias. Incluso a mi tío Victoriano, que era médico, lo metieron sus hermanos en negocios mineros con poco o ningún resultado.

Después de los veinticinco años, y habiendo visto el retrato del cura Uribe en el museo histórico del que hablé, empecé yo mismo a encontrar que tenía parecido con ese presbítero feroz, y efectivamente en la época de mis treinta años tuve bastante semejanza con la cara ceñuda, de boca cruel, de ese presbítero que andaba con el sable al cinto y con sotana. Más tarde, sobre todo estando en Europa, algunas amistades me dijeron que parecía un español de Extremadura; y en un caso el político francés, Michel Rocard, cuando hablé, recién llegado a París, desterrado, sobre unos documentos de ITT (International Telephone and Telegraph Corporation) que fueron publicados en francés y antecedentes del Golpe de Estado en Chile, me dijo al salir: "Mientras lo oía hablar sobre esto, tuve la imagen viva de los desterrados españoles después de la Guerra Civil", me dijo, "por su cara larga, por la manera como se viste, de oscuro, por la manera como habla y como mueve los brazos". Lo que en realidad, me satisfizo mucho.

Ayer se me ocurrió que debía poner una nota al principio de todos estos temas, pero mejor meterla aquí, es igual.

Yo he creído, mientras hago esto, que los hechos y palabras relatados son tal y cual aparecen en estos recuerdos, desde la época en que ocurrieron o fueron dichas las palabras, hasta ahora mismo. Así los he vivido conscientemente y con trazas a veces, inesperadas, de memoria involuntaria. La honesta sinceridad de lo que ahora se va contando, desde antes hasta el final, tiene la sola garantía del agotamiento físico y psíquico que he sufrido cada vez que me dedico a memorizar cosas, algunas de las cuales me producían vergüenza y eran secretas. He sufrido corporalmente, mentalmente, una desesperada vergüenza por narrarlo.

Esto lo juro por Dios, sin violar espero, el segundo mandamiento de la ley de Dios, que consiste en "no jurar su santo nombre en vano". Así lo espero, lo creo, y pido caridad si cometo errores, o como ya lo he hecho, designo enemigos.

Un problema también que se me ha producido en el curso de estas memorias es que va pareciendo que mi familia y mis amigos, conmigo, son los buenos; y los enemigos, serían los malos. Naturalmente esto no es blanco o negro sino que, con frases muchas veces hechas, grisáceo, ocre. Pero en las pasiones, y reconozco ser una persona de pasiones, lo ocre se ve negro.

Con esto no me estoy echando para atrás y exigiendo indulgencia. Estoy observando lo que hago, al mismo tiempo que lo hago.

Veo que estoy llegando a los veintitantos años y pasando por alto los libros publicados, en que aparece mi nombre. Mi parte en la Antología del Joven Laurel es un conjunto de textos en verso que podrían formar eso que los franceses llaman una "plaquette". El primer libro exclusivamente mío, al que le puso de título Scarpa una frase que me molestaba pero lo acepté por su autoridad de antiguo profesor y hombre conocedor de las letras, se llamó Transeúnte pálido. También en este período, antes de los veintitrés años, publiqué un libro más grueso, de versos también, que se llama El engañoso laúd. Esa frase también puede parecer medio siútica; es tomada literalmente de un capítulo de Don Quijote y corresponde a uno de los textos de mi libro que creo haber mencionado; comienza diciendo: "Don Quijote fue arañado por un gato". El famoso episodio en que oye los cantos de una enamorada de él; Don Quijote quiere hacerle gestos por la ventana a la música del engañoso laúd, y resulta que en vez de encontrarse con ella descendiendo en una especie de cuna del palacio de los duques, se encuentra con que han dejado caer, por una cuerda amarrado, a un gato que se sujeta de la nariz de Don Quijote y entra a la pieza y empieza a saltar de lado a lado, y Don Quijote cree que son espectros de magos enemigos. Identificandóme mucho con ese episodio y con otros del Quijote, es que escribí ese texto; y aparecen en ése y en otros posteriores, frases enteras tomadas del libro de Cervantes.

También en esos años empecé a tener, en la medida en que publicaba cosas mías, la idea de que iba a terminar cuando ya fuera viejo, un gran libro, al que no correspondía ningún otro ya publicado, ni ninguno de los que estoy publicando, incluyendo estas Memorias.

Un solo libro que fuera realmente una obra mayor. Esta presunción la he tenido durante cincuenta años y no he llegado nunca a escribir tal libro. La ambición de un solo gran libro, es también materia de historia literaria. La tuvo por ejemplo, Mallarmé. Habla de ello Borges. De otra manera, es el objetivo de los dos retardados mentales, Bouvard y Pécuchet de Flaubert; introducirlo todo en un solo libro. De modo que como aspiración nunca lograda, por ninguno de los que he nombrado y sobre todo por mí mismo, hago referencia a esta ambición que tal vez sea la correspondiente a todo escritor, que durante toda su vida escribe buscando esa gran obra sin encontrarla.

En el período entre los veintiuno y veintitrés años, estuve imaginando y luego preparándome para escribir mi memoria de leyes y eso fue principalmente el 56 y el 57.

El asunto me daba vueltas en la cabeza desde niño, pero naturalmente no podía hacer mención de mis recuerdos infantiles en mi memoria de leyes. El asunto era propio del Derecho Penal y del Código Penal. A ese propósito es necesario decir que elegí de preferencia el Derecho Penal, justamente para no caer en la disciplina que enseñaba mi padre, el Derecho de Minería. Y así fue como no sólo la memoria y mis estudios previos dieron importancia central al Derecho Penal o Criminal, sino que fui siendo ayudante de profesores de la Universidad de Chile, como Alvaro Bunster, Eduardo Novoa y Luis Cousiño Mac-Iver, apenas volví de mi curso de especialización en Roma que también fue de Derecho Penal y Criminología.

Aparecen en mi vida, neta y técnicamente, cosas de leyes positivas. El título de la memoria fué De los delitos cualificados por e! resultado, que es una parte del programa de Derecho Penal en Chile y en otras partes, en los cursos de leyes.

Pero lo que me interesaba a mí era algo que, repito, lo tenía presente desde la infancia y he seguido teniéndolo presente hasta el día de hoy. Es la necesidad de exigencia de que cuando se comete pecado (leamos en materia jurídica, falta o delito) el que lo comete debe rnantenerse en el pecado mismo o delito y no excederlo a otro delito más grave o a otro pecado más grave.

Esto me fue confirmado cuando, en los mismos años, empecé a leer La Divina Comedia del Dante. Lo hice en italiano antes de haber estudiado esa lengua y siguiendo el consejo, o más bien el ejemplo, que da T.S. Eliot, en su ensayo sobre el Dante. Cuenta él que para leer al Dante en italiano, lengua que tampoco conocía, tuvo a la vista dos libros: una traducción del Dante al inglés, en su caso, y el original italiano al frente. Y así, cuando terminó de leer las tres partes, "Infierno", "Purgatorio" y "Paraíso", resultó que había aprendido italiano suficientemente como para poder leer a los poetas en esa lengua, desde la Edad Media hasta la época contemporánea.

Pues bien, seguí ese mismo ejemplo, y fui leyendo La Divina Comedia con una traducción literal al castellano; me demoré tal vez un año y medio o más, y terminé sabiendo lo suficiente de italiano como para leerlo. Es cierto que después tomé algunas clases en Santiago con una vieja profesora italiana antes de un hecho al cual me referiré más adelante.

En La Divina Comedia estaba muy claro que había en cada descenso en el Infierno, diferentes círculos correspondientes a diferentes pecados y que cuando se iba más allá del pecado inicial, provocando al cometerlo otro más grave, estaba condenado en el infierno por el más grave.

En Derecho Penal, los delitos calificados por el resultado son aquellos en que se desea criminalmente, con intención, cometer un delito; y por la naturaleza de éste (en algunos pocos casos), las circunstancias mismas que rodean a la comisión del delito están preparadas como para que el resultado sea peor de aquello que se intentaba hacer. Con la autoridad del gran penalista Carrara, del siglo XIX, y del gran penalista alemán Metzger, pero yendo más lejos que ambos, sostengo que existe en quien comete el mal un deber u obligación especial de cuidado para que ese mal no lleve como consecuencia a resultados más graves. Esto es claro en varios casos y el más saliente tal vez sea el del secuestro. Cuando se intenta secuestrar a una persona, las circunstancias que rodean la naturaleza del secuestro, históricamente, histriónicamente y en la realidad judicial, son de tal especie que la oosibllidad de lesiones graves y de muerte está presente en el acto mismo del secuestro, aunque no haya estado conscientemente en la intención precisa del que comete el secuestro. Pero existiendo un deber legal de especial atención y cuidado en el cometimiento del delito, para que éste no vaya a consecuencias más graves, que son naturales dadas las circunstancias que rodean a ese delito, hay una relación entre la consecuencia más grave, muerte en el ejemplo que voy a dar, y el acto del secuestro.

El ejemplo es el secuestro que se produjo el año 70 del general Schneider donde, por las circunstancias mismas del secuestro, se iba a cometer en contra de un militar que estaba armado y que cuando sacó la pistola de reglamento, se le mató en el acto mismo del secuestro que sólo pretendía, según los criminales, ser su objetivo. Estaban obligados a tomar en cuenta que, por la naturaleza misma y las circunstancias del secuestro, los resultados podían ser mucho más graves.

Esta memoria mía, De los delitos cualificados por el resultado, fué utilizada exitosamente en el proceso judicial contra los hechores de la muerte del general Schneider, que tantos efectos produjo en la historia política y hasta emocional chilena desde el 70 hasta el 73 y después.

Exitosamente dije que fue usada la memoria, pero resulta que con el Golpe de Estado, los victimarios, o se habían arrancado antes de cumplir pena o bien fueron indultados por el gobierno del señor Pinochet; de modo que ninguno cumplió las condenas a que estaban sujetos. Un buen número de ellos, empezando por el general Viaux, que estuvo un tiempo desterrado en Paraguay porque había sufrido penas de prisión y extrañamiento, y siguiendo por alguno de esos jovencitos que lo acompañaron (con la sola excepción del único pobre roto malvado también autor de ese hecho, de apellido Melgoza), están coleando y vivitos, en Chile o en el extranjero.

Insisto por enésima vez que mis libros de versos contienen referencias correspondientes a experiencias de hechos que han ocurrido en mi propia vida o en la vida observada de otros personajes; claro es que hay ilusiones de fantasías o imaginación del propio autor, pero ellas las había yo tenido en mi vida real. Resulta majadero y hasta sospechoso que lo repita, pero creo que ello da una especie de garantía, para lo cual no existe sino mi palabra, de los ejemplos que pueda dar. Serían ilustraciones de la sinceridad. Aunque la palabra esté desprestigiada, creo que es requisito esencial de la creación literaria, he dicho...

La fantasía puede contener títeres, animales, o seres humanos ideados, imaginados. Puede contener identificaciones, hasta con animales, a través de metáforas o de otros medios que da la poesía y el verso, pero corresponden a ficciones que yo he sentido como realidad.

Voy a dar un ejemplo, para que haya algún dato de ello, de un texto del libro El engañoso laud, en el cual aparezco yo respecto de niñas o mujeres: "Cara de perro, cara de carnero, cara de burro,/ me dijeron en mi adolescencia las mujeres;/ yo buscaba en esos animales rasgos atrayentes/ y me recluía en mi casa al no encontrarlos./ Cara de perro, carnero, burro,/ me dicen las mujeres ahora que soy hombre/ y en vez de buscar rasgos atrayentes en esos apelativos/ las muerdo como perro, beso como un carnero, boto como un burro".

Naturalmente el rasgo de egocentrismo, de la vanidad, del egotismo, es un elemento de cualquier autobiografía, memoria, recuerdos personales. El asunto es que hay que reconocer también los errores, fallas, estupideces, no menos que las cosas que lo dejan a uno bien. Y reconocerlas, como trato de hacerlo, es precisamente aquello que me hace más difícil este libro que ningún otro de los que he escrito. Difícil para la psique, para el cuerpo, para lo religioso, para el respeto ajeno o el "qué dirán", para las amistades y las enemistades. Por eso quedo hecho un trapo, después de cada vez que esto va saliendo y va a quedar por escrito, porque todo esto es como revolverse, y creo que lo dije ya, con una cuchara o con un tenedor, o con una lapicera, o con una guadaña, las entrañas mismas y las visceras. Y revolver, con cuchara a lo menos, el propio cerebro. Es así como, cualquiera que sea su ubicación en el cerebro, en mi experiencia la psique se va instalando en toda la piel y el cutis, y también en el cuerpo por dentro, hasta el punto de que hay en mi opinión, personas que dicen palabras que provienen de las uñas de los pies, o como se ha dicho tanto, del corazón, de los ríñones e incluso de los genitales.

La niña que busqué durante siete años y encontré, fue la única de mis amigas y también de mis amigos, que tomó verdaderamente en serio lo que yo escribía. No digo que (porque eso me halagaba) fuera la causa de mi enamoramiento profundísimo, pero sí fue un elemento, porque se trataba de que leíamos ciertas cosas de la misma manera. Ella se ocupaba, bajo la influencia de Juan de Dios Vial L., su cuñado, de libros de filosofía mucho más que de literatura, pero ésta la comprendía por gusto.

Se llamaba Cecilia. Ya no era innominada para mí.

Yo llego a pensar en mi larga experiencia, que las verdaderas señoritas y luego señoras chilenas, o de otras partes del mundo en general, nunca han leído más de once novelas y media en toda su vida. Que sería el caso de esta persona, por lo menos cuando la conocí.

He hablado ya de las salidas, paseos, visitas en su casa, sofás, mesa de arrimo del siglo XVIII, tapicería, retratos de un cardenal de autor anónimo pero interesante.

Esto se fue llevando a cabo durante un año, o sea el 55, sin que hubiera interferencia; ni cesaba el interés por lo menos de parte de ella (porque de mí no cesaba nunca).

En el verano de 1956, veintidós años míos, en una ocasión en que yo la visitaba en casa de sus padres en Recreo Alto, donde había habido una gran casa de su abuelo Eguiguren, que se quemó, y donde había hecho una construcción su hermano arquitecto para su padre y su madre, iba yo de almuerzo o comida, junto con sus padres, Juan de Dios Vial, además de otros pocos cuñados. Teniendo tanto influjo éste sobre ella... resultó que un día, en febrero, me dijo ella que ya no quería que nos viéramos tanto. Yo sentí eso como una expulsión, hasta del paraíso diría, si no hubiera tanta ingenuidad como para creer paradisíaco un amor. Y de inmediato, a pesar de que mis padres veraneaban allí y yo estaba en casa de un primo segundo muy cercano, Fernando del Río Rioseco, decidí volver a Santiago el mismo día.

En el tren de Viña a Santiago me tocó al lado un amigo de Vial, el doctor Armando Roa, con quien habíamos conversado en casa precisamente de esta niña de la que estoy hablando y con Juan de Dios, el muy amigo de ese médico. Amigo intelectual y personal.

En el viaje decidí contarle lo que me había pasado, pero no para recriminar a la persona que me interesaba, sino más bien a quien tenía influencia en ella, el amigo del doctor Roa.

Mientras le contaba, mirando el paisaje, no al vecino, comprobé algo que había leído pero que no sabía que fuese tan cierto. Apretaba los ojos y saltaban, como chispas, lágrimas a la ventana. Esa experiencia sólo la he tenido entonces; y he pasado a creer que cuando se habla de "saltársele las lágrimas", se habla de un hecho real y no de una metáfora. No lloré todo el viaje tampoco, pero quedé aliviado con ese raspacacho o queja, a través de mi vecino, hacia quien creía yo causante de mi desgracia.

Al día siguiente de llegar a Santiago, invitado como estaba desde antes por Carlos Ruiz-Tagle, me fui vestido con la misma ropa de calle con que estaba en Santiago, o sea con traje de color, chaleco y corbata, a Santa Cruz, donde estaba el fundo del padre de Carlitos y pasé varios días ahí.

Conocí allí, muy de paso, al autor de un cuento muy celebrado, El capanga que tuvo un gran premio, y cuenta una historia en Bolivia y en un río; estaba casado con la hermana mayor de la novia de Carlos Ruiz-Tagle, Magdalena.

En esa época iba conociendo, pero de manera natural, a escritores; no los buscaba. En ese mismo tiempo íbamos a reuniones los días domingo, fuera de vacaciones, en un departamento del octavo piso de un edificio en la Plaza Bulnes donde vivía Roque Esteban Scarpa, los que he nombrado, además de José Miguel Ibáñez, con zapatos de gamuza muchas veces, Hernán Montealegre que se estaba preparando para ser seminarista como lo fue, un hermano de Gonzalo Izquierdo, Juan Pablo Izquierdo, el músico; porque ahí tambiéft se oía música que Scarpa había traído de Europa y ésa no la había en Chile sino en su casa. Y algunas personas que no eran alumnos del colegio pero sí amigos de Scarpa, como el poeta Miguel Arteche o el tenor Hernán Wirth, ambos algo mayores que nosotros.

En esa época también Scarpa invitaba, para que los conociéramos, a críticos literarios; como una vez Hernán Díaz Arrieta conocido como Alone. Otra vez, Manuel Vega que tenía una columna en El Diario Ilustrado y era el único chileno discípulo ardiente del movimiento Action Francaise nacionalista y prefascista según sostienen algunos historiadores como Nolte, y que hacía en su columna, fuera de comentarios sobre lo que iba ocurriendo en Chile, referencia a libros franceses, y además críticas literarias. Algún sacerdote, crítico literario, también asistió invitado por Scarpa para que lo conociéramos. Pero ésas eran cosas un poco forzadas. Se les saludaba, se hablaban pocas palabras, y operaba más bien, como con personas mayores, la simpatía hacia alguno o la antipatía hacia otro. Por ejemplo, yo creo que desde el comienzo, Hernán Díaz Arrieta tuvo más bien antipatía hacia mí y simpatía hacia Carlos Ruiz-Tagle.

No conocimos en esa época a David Rosenmann Taub; apenas a Alberto Rubio. Ni con Giaconi, ni con Lafourcade tenía amistad. Ni a otros escritores que aparecieron en "Antología del cuento chileno nuevo" hecha por Lafourcade, con presencia de jóvenes escritores, ninguno de los cuales era amigo mío. Para ella Lafourcade, a quien yo veía en la Escuela de Derecho porque era secretario privado de Darío Benavente, me pidió un cuento, pero yo decidí no dárselo. No iban a la casa de Scarpa, Jorge Edwards ni Pepe Donoso. Es decir, los que aparecieron como los mejores escritores en prosa de los años 50.

Una cosa conviene contar, porque en la época después de salidos mis dos libros y la Antología del Joven Laurel, le pregunté a Scarpa por qué había decidido armar este grupo y contestó, para mi horror, que había ahí encontrado cierto talento literario, pero también y tal vez sobre todo, porque consideraba que así se podía armar un confluente literario católico, frente a la mayor parte de los escritores que no lo eran; más bien casi todos ellos habían dejado de serlo en su juventud, algunos declarándose ateos, otros agnósticos, otros anticlericales, y entre ellos los que habían estado en colegios de curas, principalmente en el San Ignacio.

Esto me dejó patitieso, no me gustó nada; porque yo católico sí pero no conservador, ni reaccionario, ni franquista. Por lo demás, como dije, nunca Scarpa trató de meter en nuestras cabezas el franquismo o sus opiniones políticas reaccionarias.

Cuando se hablaba en su casa de algún hecho de actualidad sobre esos sectores políticos, me levantaba muy fuertemente contra Scarpa; por eso decía que yo era un especialista en decir pesadeces desde que lo conocí hasta que se murió, porque esto lo repitió a pocos instantes de su muerte. Pero nos entendíamos de esa manera, discutíamos en esas cosas, pero no en materia .iteraría, donde le teníamos el más grande de los respetos y él fue de una generosidad, una prudencia y sutileza en conducirnos a la literatura, que nunca dejaré de estar sumamente agradecido.

Vuelvo al fin del verano del año 56, en Santiago. Todavía estoy en la universidad en quinto año de leyes, donde no fui alumno de mi padre sino de su profesor paralelo, Julio Ruiz Bourgerois que había sido ministro de Economía de Gabriel González Videla.

Mirando ese año, en los meses de otoño, en los meses de abril, mayo, estaba yo con este peso, peor que duelo, de un amor que parecía perdido para siempre.

Andaba con la cara larga, con un abrigo que me ponía siempre desde que comenzaba el otoño hasta que terminaba la primavera, muy largo y oscuro. Y una vez, según supe al día siguiente, estaba parado en la esquina de Providencia con Los Leones, esperando movilización, completamente solo, no había nadie más en la vereda, muy largo, seco y sombrío y vestido de oscuro, cuando pasó por ahí, sin que yo me diera cuenta, el automóvil de don Juán Echeverría con su hija Cecilia que venía sentada al lado del chofer, y tal efecto se le produjo a ella que esa misma tarde me llamó por teléfono para que la fuera a ver y se reinició eso que yo creía estaba para siempre cortado.

Visitas, caminatas por la ciudad, al cerro San Cristóbal donde había un local techado junto a la terraza, una sala como de restaurante o bar, con música y con baile y donde esa vez bailé apretado con la persona que me interesaba. Alguna otra ida a lugares donde se podía bailar, a una casa antigua transformada en restaurante y "boíte" pero sin número de niñas ni payasos sino música no más, que después fue la Villa Grimaldi donde tantos crímenes se cometieron. Al día de hoy existe un parque conmemorativo, pero yo no he querido volver nunca más a ese lugar.

Cuando terminaba el año 56 y comenzaba el 57, en una fecha que no recuerdo precisamente, yo tenía decidido que me iba a casar con esa persona, fuera como fuera y aunque ella no quisiera. Me la llevé, habiéndome preparado mentalmente, a un cabaret en una cuadra hacia el fondo de la calle Independencia, lugar por lo demás donde había sobre todo empleadas domésticas y sus lachos bailando; decidí ahí tomar, yo sobre todo, y hacerla tomar cognac, uno tras otro; y al empezar la noche me dijo que la llevara de vuelta a la casa porque no se sentía bien. Y tan mal se sentía que la subí al automóvil de mi padre, Citroén de los antiguos, de los que dicen creó el modelo el arquitecto Le Corbusier, con una palanca de los cambios que estaba en el tablero y que se manejaba como si fuera un bote o un barco, negro de color, pero amplio. Un Citroén como los de las películas de los años 30 ó 40; y tuve que llevarla apoyándose en mí. Le daban desmayos intermitentes al lado mío, que manejaba; le dije que era mejor que la viera un médico, y la llevé a la consulta de un médico amigo, mayor que yo por cierto, en la calle Riquelme esquina de Catedral. La tuve que llevar en brazos y tocar con uno de ellos el timbre; y menos mal que el médico no tenía paciente. La llevé en brazos hasta dejarla en un sillón de la consulta del médico donde de nuevo se desmayó.

Terminada la consulta, era una intoxicación. La llevé de nuevo en automóvil a su casa, donde llegó inmediatamente a acostarse. Me dijeron en su casa que comiera ahí para hablar de ese malestar, y yo a sus padres y a su hermano mayor Fernando (que siempre fue sumamente afectuoso y ayudador con nosotros, mucho más tarde durante el exilio), derechamente les dije que teníamos decidido casarnos. Sin haberla consultado a ella; a pesar de que algo le había hablado; su reacción era ambigua porque en realidad había decidido no casarse nunca. De modo que a eso yo lo llamo, y creo que tiene las características: el rapto de Cecilia Echeverría Eguiguren; y después la imposición del matrimonio.

Cuando le dije al día siguiente que había pedido la mano de ella, no se opuso y de hecho ocho meses después, fijado el día del matrimonio, nos casamos.

Mientras tanto, yo con esa memoria en Derecho Penal, que tuvo en el informe de Alvaro Bunster un siete, me fui al Instituto Chileno-Italiano de Cultura que decidía los dos becarios anuales del gobierno italiano. Les presenté mis antecedentes para obtener la beca. El agregado cultural italiano, personaje notable como agitador cultural, que se llamaba Cardillo, me contó que en el Directorio el único que se había opuesto era el propio Alvaro Bunster; pero cuando le mostraron mi memoria de prueba con la nota máxima que él me había puesto en Derecho Penal, tuvo que ceder v me dieron esa beca del gobierno italiano para los años 57, 58.

De modo que con esa persona buscada siete años, encontrada, perdida por unos meses y reencontrada, el programa apenas casados era irnos a Italia.

Después se produjo la visita de mis padres en que conversaron, mi padre con don Juán de política, mi madre con la señora Elisa Eguiguren de otras cosas, y quedó formalizado el noviazgo.

Fue fijado el día del matrimonio que era un domingo 18 de agosto. Año 57.


 

 

 
 

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