ÁTICO
de
Úrsula Starke
Por
Alejandro Lavquén
Nos encontramos
ante Ático (Editorial Cuarto Propio), segundo libro de Úrsula
Starke, un volumen que sorprende por su vuelo poético. En él
florecen una intensidad de imágenes y sentimientos que van desde el dolor
a la búsqueda de justicia, una justicia que la poeta reclama para sí
(justicia para sus pesares) y, por extensión, para el mundo. El poemario
está dividido en tres partes: Discursos, cronología temática
de la confusión; Relato a dieciséis epitafios o cómo el amor
pena; Lamentos, antes era aquella. División que no afecta en nada la continuidad
de la propuesta poética ni lo que algunos pudieran llaman "unidad
temática".
Ático es un todo que arremete con
fuerza, hiere, sufre, combate con sus fantasmas y abre las alas a la luz que se
percibe entre sueños y melancolías permanentes; escrito con una
prosa poética que demuestra un notable estilo literario. La poeta se aferra
a su oficio sin medias luces ni medias sombras, sabe que en la escritura está
la salvación, la sobrevivencia a sus desdichas en un mundo que la oprime
en sus afanes: "cuando ustedes claman la vecindad solar y emprenden la
temática sondable de su/ victoria, tipeo la vieja máquina de coser,
la fe de erratas inconclusa, donde escribo a mi/ estilo la mortal ceremonia de
mi pena". Allí se manifiesta "el asombro cósmico
de la niña que escribe mosaicos incomprensibles, que agita la bandera/
colorida cuando camina hacia el ático", lugar que pasa a ser el
refugio de sus plegarias, quizá un placebo que no es otra cosa que la poesía
en toda su dimensión del dolor, arrojada sobre la hoja en blanco. Los fantasmas
no son pocos, vienen y van, incluso en la ternura e inocencia de la niñez,
pero sobre todo en una adolescencia donde la enfermedad se presenta como un demonio
que pareciera alzarse triunfante sobre la luz: "odio los temblores matutinos
y tanta droga me bombea vida/ y no hay otra solución que morirme hasta
morir con ellas en mi velador" (...) "Hay un olor a galletas que rompe
el ambiente, un ladrido de perros que rompe/ el ambiente. Un fantasma tras la
ventana. Miedo, miedo es la hiedra temblando por los pilares./ Miedo es el jardín
reverberando de demonios. Miedo es el otoño gritando". Pero finalmente,
es la poeta la que triunfa, el amor de su familia se sublima en el poema y en
su corazón, su madre, sus hermanos; ve la luz y avanza. Ya la vida no será
la misma, aunque los fantasmas no se alejen del todo, pero la muerte ha sido derrotada.
Si el ático, aquel lugar sagrado, una vez fue refugio de la "confusión"
y lo endógeno, en la segunda parte del libro se transforma en refugio de
un amor destrozado en los conflictos e incomprensión, en una especie de
santuario del placer y el dolor: "olvido lo olvidable y escapo/ sutilmente
de tus auras malignas esto no se llama amor esto se llama desesperación
de/ encontrarnos solos en medio de un montón de tumbas tú sabes
lo que son pero a nosotros/ nos parecen tumbas..." (...) "Es ahora cuando
puedes hacerte
cristal y crucificar/ tus versos, verles la llaga insondable de su necesaria estrategia
de muerte, clavarles su elocuente calamidad traicionada (...) "y veo como
sueltas una lágrima perfecta cuando acercas tu rostro al mío/ intentando
buscar el signo de la lucidez". El amor es sufriente, muchas veces tal
vez el más confuso de los sentimientos que nos embriagan, puede ser gloria
o abismo; primavera u otoño. Y en este libro no cabe duda de esta afirmación.
La última parte de Ático bien podría ser
la catarsis necesaria de volver a ser aquella, la de antes, en palabras de la
autora, más allá de los lamentos que se enuncian. El reencuentro
con los primeros caminos que le mostró la poesía, sumados a las
nuevas ventanas que conllevan la experiencia de las tormentas del amor y las sonrisas
del horizonte que se avecina terminarán por sobreponerse: "Esta
noche poco sedosa el pasado deja su olorcillo/ a rosas y laureles. Me quedo con
las migas de manzana entre los dientes y la perfección patética/
de mis aquelarres poéticos" (...) "Las fotos de años lejanos
me viven como nunca, como ya no son". La poeta se rescata a sí
misma a través de la escritura, pues es poeta cien por ciento. En ella
la poesía no es alarde, es estallido de vida, por muy desoladores que a
veces nos parezcan sus versos: "Hay ahí una niña inválida
escalando glaciares repletos de azucenas agónicas entonando/ el himno desafinado
de los moribundos. Eternamente busco gestos alusivos al cariño, mano/ tras
mano en mi desasosiego temperamental. Escudriño aturdida mis blondas de
seda/ para intentar nuevamente el baile de los sauces". Y sin duda que
habrá muchos bailes más en la obra de Úrsula Starke, coronados
por la proeza de asumirse potencialmente poeta en una época donde la palabra
suele ser desorientada por las imágenes audiovisuales que se llueven cada
día sobre los seres humanos, restando espacios a los sueños que
sí nos pueden ofrecer los poetas.