UN
TRANSEÚNTE HA ESCUCHADO UNA VOZ BAJO EL TEJADO
Sobre
el libro Ático (Ed. Cuarto Propio, 2007) de Úrsula Starke
Por
Juan Nicolás Padrón
La
Habana, Cuba/ 2007
Más que recordar o revelar
la cultura griega, el libro de Úrsula Starke, Ático,
se remite a una mirada de la vida desde su último piso, medio oculto a
veces y otras disimulado, a donde llega la melancolía de los recuerdos,
y desde allí prefiere gritar; es el lugar preciso para alertar sobre una
parte de la historia de su vida, pero desde la dedicatoria nos advierte que iremos
para un mundo de sombras, que nos internaremos en la vida de los muertos.
Fundir
es el primer paso para confundir, y cursar es la antesala para discursar; y Úrsula
anuncia que va
a confundir con su discurso, pero no hace trampas, juega limpio, el lector conocerá
las reglas desde el principio: comenzará por la infancia. Su intención
declarada es confundirnos entre realidad y obsesiones; discursar con catarsis,
y con frecuencia, perdiendo el equilibrio, pues para nada quiere ser "imparcial".
No
le sirve el verso ajustado a ritmos y medidas porque no quiere que ese embride
sus torrentosos reclamos, y acude a la prosa poética, ese desborde sin
límites solo refrenado por no romper el cordón umbilical que la
une con la poética del versolibrismo, la literalidad cargada de imágenes.
Entonces, le hace justicia al apotegma de que en la poesía el personaje
principal es el lector, co(n)fundido con el autor y con el personaje.
Un
torrente de dolor, como agua de manantial chocando contra las piedras, se descarga
hasta llegar a la soledad de un estanque. Las confesiones de la niña que
fue y que va matando poco a poco, las insatisfacciones o frustraciones de la primera
edad, y la inconformidad hacia una educación ya vencida, se presentan en
la primera parte del texto con un lenguaje directo, a veces como ráfagas,
que podría parecer agresivo, aunque no es ni más ni menos que el
discurrir de su vida.
Soledad y miedo parecen ser el rendimiento de estos
inicios que generan una infelicidad sin tregua, insinuadora del suicidio. Bajo
esta tensión entramos al desfile de su mundo fantasmal; primero, el artístico:
Vincent van Gogh y su dolor comprendido en secreto por su hermano Theo. La poetisa
se convierte en Dios para alterar los poderes del inexorable cronotopo de la realidad:
estamos ahora aquí con ella, pero también antes, allá, con
el otro.
El sufrimiento que construye una angustiosa manera de vivir, va
en camino hacia las ausencias presentes, que en definitiva derrotarán a
la Muerte. Los hermanos, refugios del alma, se convierten en símbolos permanentes
para contar con ellos siempre, más allá de la muerte: los mayores
para ofrecer protección, los menores para recibirla. En ese sentido, el
poemario rinde tributo al sentido verdadero de la hermandad que debiéramos
practicar todos los seres humanos, expresado en una fraternidad de la que nunca
se habla, después de que algunos políticos tradicionales descubrieron
la palabra igualdad.
La destrucción es lo predominante en
estos trozos de vida escritos y desgajados de golpe por las iras implacables,
las furias del fuego, el estruendoso terremoto de la crueldad y la metralla asesina.
El martirio aquí tiene su correspondencia con el suplicio de Cristo, y
esta agonía no es ajena a la prédica cristiana del amor al prójimo.
Jesús fue uno solo, pero el miedo convertido en estado permanente de terror
lo sufrieron millones de chilenos, y sigue siendo la afrenta de decenas de Judas
que aún no han respondido ante ese pueblo sacrificado.
Tales horrores,
denunciados en forma artística, la manera más convincente y eficaz
porque se acerca más a la conciencia del ser humano, seguramente no serán
del agrado de los señores que al llegar hasta aquí, tosan, vayan
al baño, abandonen la lectura y no quieran leer más sobre estas
cosas que a la larga estropean sus negocios; tampoco seguirá leyendo la
señora, a quien se le correrá el maquillaje para dejar ver las arrugas
de su complicidad; ni siquiera las señoritingas, que seguramente preferirán
seguir el último programa de la tele rosa.
El papel de la imaginación
colabora para afianzar la memoria, una realidad que todavía está
presente y tiene pendientes demasiadas asignaturas con la Historia en la lucha
por la justicia social. Si ante el desamparo y frente a la tragedia, la fantasía
sirvió para defenderse y contraatacar, ahora con la sobrevivencia y los
nuevos sueños, no puede haber olvido de un pasado que mutiló la
decencia y cercenó la alegría. Con el final de la niñez,
esta escritura cursa a la ternura, empinada victoriosa por encima de los dolores.
En la segunda parte los muertos cobran vida mediante el amor; esta inyección
vital expide la supervivencia de los inmortales, y se hace carne en un monólogo
que fulmina el olvido, exactamente lo contrario de lo que los sicarios sueltos
pretenden que hagamos. El lenguaje se atenúa y los interlocutores escuchan,
el Yo lírico adivina las respuestas, se combinan recuerdos con las simples
circunstancias del cementerio, como la llegada de animales que pululan por las
tumbas.
Las cosas más cotidianas se confunden con las evocaciones
más sublimes, a veces en una rara mezcla de sabor macabro y cierta sorna
mortuoria que persiste con la exploración del alma poética en su
eterna rebeldía. El diálogo interactúa con el receptor y
este con el autor, hasta confundirse los hablantes; al final, el cadáver
conversa con el lector, y la poetisa ha servido de puente, para que los muertos
hablen por sí mismos, para que los muertos no mueran nunca.
De esta
manera Úrsula nos conduce al binomio muerte-amor con el mismo nivel de
confusión que prometió desde el principio. La poética se
enarbola victoriosa con las necesarias difuminaciones, como para creer que todos
estamos muertos y hacemos esa vida en común. Si Rulfo sintió la
muerte familiar y la puso a convivir con nosotros como un personaje, aquí
es una persona que vive en el ático. El amor derrota a la muerte, es la
única fuerza capaz de hacerlo.
La tercera parte asume un tono reflexivo
y se desliza una filosofía que va preparando al individuo para derrotar
definitivamente al miedo, el primer factor que nos hace quedar presos ante la
conciencia. La poderosa hermenéutica de la religiosidad popular se enfrenta
a la intolerante religión del poder, que generalmente macula, castra y
vigila, y muchas veces llega a convertirse en colaboradora de los verdugos, para
así emanciparnos definitivamente del pavor.
En este final, que podía
ser el principio, la liberación del discurso no apaga la rebeldía
ni opaca el olvido, escudo y espada para seguir combatiendo. Son lamentos y cánticos
que despiertan el ánimo en el repaso del pasado ingenuo, ahora refundador
de la lucha madura. No más discursos ni discusiones: se trata de poner
atención y escuchar el simple croar de las ranas, con la autosuficiencia
de quien desde el ático repasa el pasado para que una potente voz de alerta
retumbe en el futuro.