Malditismo
y trascendencia en la poesía peruana
de los noventa
Víctor
Coral
Naturalmente exageré
el diapasón para crear algo nuevo en el sentido
de esa literatura sublime que canta la desesperación solo
para atormentar
al lector y hacerle desear el bien como remedio. Así, es
el bien
lo que en definitiva se canta, pero con un método más
filosófico
y menos ingenuo que el de la antigua escuela
Lautreamont
(Carta a Verbroeckhoven, socio de su editor)
Utilizo aquí el concepto de trascendencia en un sentido mucho
más amplio del que determina su origen: la teología,
la mística. Quiero referirme a cierta pulsión de algunos
poetas y escritores -entre ellos algunos de los surgidos durante la
década de los noventa en el Perú- por ir más
allá de la experiencia concreta, objetiva -material, si se
quiere- en busca de un ámbito distinto, inefable, muchas veces,
y otras por lo menos subjetivo e íntimo en un sentido elevado.
Con el vocablo malditismo aludo aquí a un grupo reducido de
poetas de los noventa -algunos de ellos
muy distintos entre sí- cuyas preocupaciones u obsesiones oscilan
entre la construcción en tour de force de un sujeto
poético "singular" (el caso de Alberto Valdivia y
Rodolfo Ibarra) y supuesta o realmente contestatario. Esto en ciertos
casos llega a insuflarse en el propio autor, como en el caso de Leo
Zelada y Carlos Oliva. Estos poetas, en especial los últimos,
terminan por autoidentificarse como videntes, suerte de "profetas
del apocalipsis citadino", y por si fuera poco en elegidos "para
dar el testimonio de la destrucción", de la cual sus respectivas
obras serían muy agudos y leales testamentos (seguimos aquí
"Consagración de lo diverso", el ensayo de L. F.
Chueca en Lienzo 22).
Todo parece indicar que esto empieza con Zona dark, de Monserrat
Álvarez, poeta terrible tanto en persona como en obra,
pero que supo nutrirse directamente de un malditismo con cierto hálito
tradicional, muy bien recogido de lecturas de los bautizados por Verlaine
como "poetas malditos" durante la Francia crepuscular del
diecinueve. A esto Álvarez agrega influencia directa del expresionismo
alemán y del punk.
En seguido tenemos Delirium Tremens, de Leo Zelada, poeta discutido,
vilipendiado y medio olvidado por las últimas generaciones
-muy a su pesar-, que en un error de táctica imperdonable ha
contaminado su, para algunos, atendible trabajo poético (desde
un punto de vista lírico solamente) con la insistencia en construir
un sujeto poético tan hiperbólico como inconsistente,
parte de lo cual se puede notar también con claridad en sus
tristemente célebres contracarátulas. Con todo, Zelada
ya no es el joven exasperado de principios de los noventa, y la rabia
y el exceso dan paso a una autocomprensión que podría
generar (en poesía, como en fútbol, todo es posible)
textos de valor en adelante: "De los puños anarquistas
en alto/ y la alucinación resplandeciente por la poesía/
solo me ha quedado como Byron, mi afición/ terca por las causas
perdidas". A estas alturas el malditismo debe ser la más
perdida de todas las causas.
Sinfonía del Kaos, de Rodolfo Ibarra, es uno de los
casos más vistosos dentro de esta vertiente citadina del malditismo.
Su contracarátula-manifiesto expresa una hirsuta posición
frente a la sociedad, que de alguna manera deja una sensación
de convencimiento, de seguridad. Los poemas del libro, como si quisieran
negar esta impresión, casi se ven opacados por el excesivo
amontonamiento de epígrafes (hemos contado dieciocho, aparte
de los homenajes) que van desde Borges hasta Bob Dylan, desde Cri
cri (?) a Tu Fu; cito: "Después de leer a Lautreamont/
mi cabeza gira como una licuadora/ la pestilencia se hincha como una
panza de fuego/ & estalla en el cielo de Lima" (pp 77). ¿Se
puede concebir versos más "malditamente" ingenuos?
La contradicción -no la creadora paradoja, sino aquel vicio
lógico que no se entera del principio de no contradicción
aristotélico- parece ser una constante en estos poetas. La
presencia final en el libro del famoso canto del Bakhti Yoga de Prabhupada
(Hare Krishna hare Krishna...) no hace sino acrecentar las
dudas sobre la solidez de una propuesta cuya oscuridad se despinta
en inseguros ríos de rimel.
El caso de La región humana, de Alberto Valdivia Baselli,
puede ser emblemático dentro de la propuesta malditista de
los noventa. Aquí ya no encontramos noctambulismo errante por
las calles de Lima, ni conversaciones desesperadas con Genet, Sade
o cualquier otro pobre autor que no puede quejarse de ser utilizado.
Se trata de una propuesta más visceral, íntima y con
un lenguaje más elaborado. Pero todo ello, que podría
dar esperanzas de una propuesta nueva y radical, se difumina desde
las primeras líneas -pues hablar de versos sería demasiado-
cuando el autor aborda temas que desconoce -o peor aún, que
conoce a medias o de oídas-, como el de la mística:
"Me distingo de los místicos en el disfuerzo de sus prolegómenos/
yo no devociono a la Palabra/ su pequeñez visible exime de
rebajarme a la retórica (...) prefiero para mi mayor auge entre
los humillados definirme inexistente/ Dios aún no creado/ mi
existencia supera mi propia convicción de ser" (pp 119).
Esta especie de desafortunada perorata con apariencia de profundidad
aparece por todas partes en el libro, y se hace solidaria de la construcción
de un yo poético inflamado, reticente y soberbio, que se refugia
desvergonzadamente en la contradictio, en un abanico de falacias
y, claro, en la coartada perfecta: la apuesta por la saturación
y la complicación del lector, de quien -según artículo
de Valdivia publicado en el número 15 de Flecha en el azul-
se dice que la poesía lo ha abolido.
Pero cuidado. Esta suerte de galimatías posmoderno, relativista
y solipsista, que pretende -con palabras- abolir la comunicación
(no abundaremos en lo absurdo de esta pretensión), es de los
que cala más profundamente hoy en día. Tiene el atractivo
de lo fácil y superficialmente misterioso, de lo vano y aparentemente
profundo. Valdivia, y en alguna forma aquellos cuyas páginas
se leen a sí mismas ("Esa poesía es y se mantiene,
es leída por sus propias páginas", op. cit. pp
59); es decir, Paula Bach, Rubén Quiroz, en menor medida, Gonzalo
Portals; confunden decididamente oscuridad expresiva con profundidad,
desvarío con originalidad, en suma, maldichismo (neologismo
que alude a lo "mal dicho" en poesía) con malditismo.
Por supuesto que el espectro (nunca tan bien ubicada esa palabra como
aquí) del malditismo noventero peruano no se agota con los
poetas aquí escanciados. He querido referirme solamente a aquellos
que han tenido mayor repercusión literaria o vital. Un estudio
de este fenómeno, donde lo psicológico impregna lo literario,
por lo menos requiere un acercamiento interdisciplinario en el que
-se me ocurre- la antropología urbana y el psicoanálisis
existencial podrían ser de mucha ayuda.
Para terminar con esta introducción al malditismo local, quiero
referirme a un extraño libro que llegó misteriosamente
a la redaccción de El Comercio hace un tiempo. Se titula
Psychoforaja, lleva el sello de edición del autor y
es lo más interesante -a mi entender- que haya leído
en las dos últimas décadas bajo el rubro que tratamos
ahora. Emilio Aguirre, el desconocido autor del poemario, parece haber
pasado realmente por ese infierno subjetivo y objetivo que es el Larco
Herrera (manicomio). Y no lo digo por sus constantes alusiones: "ser
libre solo en el manicomio/ avenida del Ejército en contra/
puta madre dónde está el futuro/ por qué solo
he de servir/ para alimentar el maldito ego/ de los Oldpsychoforaja"
(12 pp) sino por la terrible alianza de odio y amor que trasunta todo
el libro; cito: "alguna vez te dije/ cabecita loca grandísima
cobarde/ qué sabes tú de los poetas/ sino condenarlos
al silencio (…) "desafiar la gravedad del castigo/ dulce herejía
bautizarte/ Y love you/ porque escribes a mi lado/ Los evangelios
del Psychoforaja(…) adiós Larco Herrera (…) vagar derramando
imágenes/ colores poéticos de un nuevo reino/ Caracola/
destrocemos el lenguaje (91 pp). Enajenación, odio y amor vivos;
algo más y algo menos que simples palabras. Que simples palabrerías.
Un nuevo Grial
No es asunto extraño dentro de la tradición poética
peruana el de la búsqueda de la trascendencia. Su presencia
se puede rastrear en casi todos los poetas nacionales de importancia
(pensemos solamente en Eguren, Martín Adán, Javier Sologuren
y le recientemente desaparecido Jorge Eduardo Eielson), y se intensifica
durante las décadas de los ochenta y noventa. Precisamente
en estas décadas la presencia del poeta José Pancorvo
ha sido decisiva en la apertura de varios creadores jóvenes
a este tipo de preocupación.
En 1997 publicó Profeta el cielo, libro muy mal leído
por la crítica pero secretamente frecuentado por gente como
Miguel Ildefonso, Domingo de Ramos, Róger Santivañez,
Rocío Hervias, entre otros. Pancorvo, con este libro verdaderamente
difícil por profundo, exige al lector no el embotamiento (o
el aburrimiento) sino un conocimiento sólido de la tradición
católica y la posibilidad de un retorno a formas poéticas
clásicas, como el soneto. Las interminables noches de tertulia
con este erudito humilde y entusiasta también hicieron su trabajo,
y hoy tenemos, para poner solo un ejemplo, a Domingo de Ramos interrogándose
y alabando a la divinidad en su último libro, Cenizas de
Altamira.
Miguel Ildefonso, amigo personal de Pancorvo y a mi juicio uno de
los mejores poetas de la década pasada, también despertó
a estas preocupaciones desde su primer libro, Vestigios. En
Canciones de un bar en la frontera, la apuesta se consolida
con temas místicos y homenajes insospechados: "estas palabras
no son mías -los poemas existen/ en la realidad- yo les permito
acercarse matarme ser/ en la hoja solo encuentro la perfección
de los sonidos/ la sola finitud del cuerpo se cierra como una herida/
o un dios en los intersticios de la realidad/ callada/ yo he corrido
hacia ese llamado/ he sido tocado/ seré/ San Juan de la Cruz"
(pp 65). La identificación del yo poético con el místico
carmelita, la alusión directa al "llamado", tópico
cristiano por excelencia, incluso el tono del poema apuntan a una
transformación radical del yo poético que coincide con
el final del poema, como sugiriendo que dada esa identificación
salvadora las palabras ya no van más, están excedidas.
Más o menos en el mismo camino, pero con características
diferenciadas, Rocío Hervias publicó su opera prima,
A dioses. El libro sugiere por un lado la necesidad de "despedir"
un estado de cosas irresuelto, insuficiente en varios aspectos, problemático
casi por esencia, en el que el materialismo occidental y su modo de
vida basado en una dialéctica absurda entre deseo, satisfacción
y frustración, no ofrece a los individuos -y mucho menos a
los poetas- más que el aturdimiento de una vida signada por
el consumo, el relativismo espiritual y una libertad poco menos que
ilusoria. En este panorama apabullante y en el fondo estéril,
los dioses -por supuesto que no el panteísmo, por ser prácticamente
inviable a estas alturas, sino lo que ellos significan en tanto que
representan un estado metamaterial, diáfano- reaparecen en
el horizonte como una necesidad, como una respuesta silente a los
efluvios embriagadores de la tiranía material. Hervias apuesta
con este libro por todo aquello que trascienda lo anodino, turbio,
si se quiere trivial, del mundo concreto.
Un caso especial dentro de esta veta trascendente lo hallamos en Las
razones de los efectos, de Carlos Carnero. Aquí el pensamiento
discursivo, filosófico, sustenta el trabajo poético
en un inseguro pero a veces admirable equilibrio, no exento de álgidas
expectativas: "Yo busqué a Dios a través del sexo/
y en cada roce silencioso en la penumbra/ Quise escuchar en tu voz
o en la mía/ el gemido, el sonido abstracto/ que fuese mi nombre"
(pp 18).
Con mayor rigor poético, Libro del Sol, de Josemári
Recalde, es un intento de congeniar tradición católica,
culturas alternas y experiencia interior, todo bajo el signo de la
búsqueda de una otra realidad, de un nuevo derrotero para el
hombre contemporáneo. Es un poemario inundado de luz, de inefabilidad
y compromiso con lo diverso, lo diáfano, lo elevado en un sentido
sincero. A esto se suma una voluntad ritual que roza la mística
y se erige positiva y llena de fe ante los entrampamientos de la vida
moderna. Una poesía al servicio de lo trascendente que lamentablemente
no podrá cuajar en los próximos años debido a
la desaparición del poeta.
No ha sido mi intención aquí establecer algún
tipo de jerarquización, comparación o deslinde maniqueo
entre dos opciones poéticas tan válidas la una como
la otra. Solo he buscado resaltar críticamente dos apuestas
importantes dentro de la diversidad de propuestas de la poesía
de los noventa. Si con esto se ha visto cómo una de aquellas
corrientes está más cimentada y madura que la otra,
espero que esta impresión haya sido refrendada por los textos
citados; es decir, por la palabra misma de los poetas, quienes siempre
estarán lejos de mezquindades o infatuaciones de ciertas perspectivas
críticas.