1
Esa madrugada
de enero de 1933 sólo una persona estaba despierta en al
cuadra, y era la más silenciosa. Llamémosla Samuel
Bennett. Tenía puesto un sombrero de fieltro que había
estado tirado junto a su cama, por si los dos ladrones, un hombre
y una mujer, volvían a buscar la valija que se habían
olvidado.
Con un pijama estrecho que le apretaba debajo de los brazos y se
había roto entre las piernas bajó descalzo la escalera
y abrió la puerta del comedor de diario de la casa de sus
apdres, que tenía seis habitaciones. El cuarto olía
fuertemente al tabaco de la última pipa que fumara su padre
antes de acostarse. Las ventanas estaban bien cerradas y las cortinas
corridas; la puerta trasera con cerrojo; la noche ladrona no podía
entrar por ningún lado. Primero escudriñó,
inquieto, los conocidos y tenebrosos rincones, como si temiera que
la familia estuviera sentada en silencio en la oscuridad; después
encendió el gas con la vela. Aún sentía los
ojos pesados después de soñar con intocables mujeres
de la ciudad, pero alcanzó a ver que Tinker, el pomerania
con cara de tía, dormía delante del fuego consumido
y que el reloj de la repisa de la chimenea, entre los dos piafantes
caballos imitación ébano, marcaba las dos menos cinco.
Se detuvo en silencio y escuchó los ruidos de la casa: no
había nada que temer. Arriba la familia respiraba y roncaba
tranquilamente. Oyó a su hermana, durmiendo en su cuarto
bajo retratos autografiados de actores de teatro y envidiables fotografías
de casamiento de amigas. En el dormitorio más grande, dominando
el terreno que llamaban "atrás", su padre revisaba
en sueños las facturas del mes y su madre barría y
lustraba un bosque de cocinas. Cerró la puerta: ahora no
había nadie que pudiera molestarlo.
Pero los ruidos de la oscura madrugada (a no ser por ellos muerta
o durmiendo), el íntimo respirar de sus tres parientes invisibles,
el ruidoso perro viejo, podían despertar a los vecinos. Y
el barboteante pico de gas a esta hora podía llamar la atención
hacia su presencia en el comedorcito íntimo a Mrs. Probert,
la vecina, disfrazada como una cabra con su camisón, corneando
el aire con los ganchos de sus rizos; o a su elegante hijo, el empleado,
con una cadena de reloj tatuada a lo ancho de su creciente panza;
o al pensionista tuberculoso, con su atildado paraguas y su palangana
en la mano. La marea regular de la respiración familiar podía
golpear contra la pared de la casa del otro lado y hacer salir a
los Baxter. Bajó la llama del gas y se detuvo un minuto junto
al reloj, escuchando dormir, imaginando a Mrs. Baxter que bajaba
desnuda de su cama de viuda, con una banda de luto alrededor del
muslo.
Pronto la imagen desapareció, Mrs. Baxter regresó,
contrita, al nidal debajo de las sábanas y los objetos reales
de la habitación reaparecieron lentamente a medida que perdía
el miedo a que los extraños de arriba, a quienes conocía
desde que alcanzaba a recordar, se despertaran y bajaran armados
de atizadores y palmatorias.
Primero venía la larga tira de instantáneas de su
madre, apoyada contra el florero de vidrio tallado, abajo de la
ventana. Un profesional, escondido bajo el negro paño del
pajarito, la había sorprendido mientras caminaba por Chapel
Street, en diciembre, y había revelado las fotos mientras
ella aguardaba mirando los termos y los elementos para fumar en
el escaparate más próximo, gritando "Buenos días"
de vereda a vereda a las viandantes conocidas, con vestidos de matrona
y sombreros como macetas o bacinillas sobre las ondulaciones permanentes.
Allí estaba, caminando calle abajo junto a los zócalos
de los escaparates, paso a paso, sólida, segura, confiada,
concentrada en sus diligencias, aferrando su cartera, haciéndose
a un lado al pasar junto a las mujeres comunes, ciegas y torpes
bajo la pila de provisiones para una semana, espiándose en
los espejos de las puertas de las mueblerías.
-Su fotografía está lista.
Inmortalizada en ese momento, andará eternamente de compras
entre el florero de vidrio tallado con flores artificiales y la
caja con horquillas, botones, tornillos, paquetes vacíos
de champú, carreteles de algodón, papel para las moscas,
figuritas de cigarrillos. Casi a las dos de la mañana apretaba
el paso por Chapel Street, contra un telón de fondo de chambergos
y oriones que iban hacia el otro lado, paraguas que se alzaban a
las primeras gotas de lluvia de un mes atrás, rostros ciegos
de gente que siempre sería extraña, a medio revelar
detrás de ellas, y las sombras del barrio comercial del pueblo
extenso y sumergido. Podía oír sus tacones golpeteando
sobre los rieles del tranvía. Podía ver, bajo el pañuelo
de seda pastel, el distintivo redondo de la Sociedad de Mrs. Rosser,
y el camafeo de la abuela sobre el escote del pullover de color
trébol.
El reloj dio las dos. Samuel extendió la mano y asió
la tira de instantáneas. Después la hizo pedazos.
Toda la cabeza muerta y confiada quedó entera en uno de los
pedazos, y la rasgó a través de las mejillas y luego
de la papada a los ojos.
El pomerania gruñó en sueños y mostró
sus dientecitos.
-Quieto, Tinker. Duerme viejo.
Metió los pedazos en el bolsillo del pijama.
Después venía la fotografía enmarcada de su
hermana, junto al reloj. La destrozó de un solo movimiento,
y al rasgarse su sonrisa estereotipada y derrumbarse su cabeza peinada
a lo muchacho, hecha ahora una bola de papel, cayeron la Escuela
de Señoritas y las sonrientes potrancas de largas patas con
pantaloncitos negros y moños; las muchachas con piernas de
jugador de hockey que se reían detrás de las manos
cuando salían corriendo por los portones y él pasaba
también fueron a parar, rotas y arruinadas, dentro de su
bolsillo; desaparecieron en el porche y quedaron hechas pedazos
sobre su corazón. Stanley Road, donde estaba la Escuela de
Señoritas, nunca volvería a conocerlo. Allá
vas tú, Peggy, susurró a su hermana, con todas las
piernas largas y los bailes de las Jóvenes Liberales y los
muchachos que traías a cenar los domingos, y Lionel, al que
besaste en el porche. Cuando yo tenía once años y
tú dieciocho te oí, desde mi dormitorio, tocando la
Canción del Desierto. La gente andaba abajo por todas partes.
La mayoría de los deberes de Historia, sobre la mesa, ya
estaba marcada y condenada por la escritura violeta de su padre.
Con un pedazo de carbón del fuego muerto Samuel volvió
a marcarlas, restregando con fuerza el carbón sobre las cuidadosas
correcciones, dibujando piernas y pechos en los márgenes,
borroneando los números y los nombres de las divisiones.
La Historia es un montón de mentiras. Tomen por ejemplo a
la reina Isabel. Vamos, tomen a Alice Phillips; tómenla y
llévensela entre los yuyos. Tomen al viejo Bennett y denle
de latigazos por los corredores, llénenle la boca de fechas,
metan su cuello almidonado en su tinta de corregir y húndanle
los dientes a martillazos en su cabeza relamida, pelada y aburrida,
con su regla de golpear nudillos. Hagan girar a Mr. Nicholson en
su planetario hasta que se le caiga la cola. Cuéntenle a
Mr. Parson que han visto a su mujer saliendo de La Brújula
a babuchas de un marinero borracho, escondiendo peniques en la liga.
Es tan cierto como la Historia.
En la última hoja firmó su nombre varias veces bajo
un monigote gigantesco con tres piernas. Sobre la hoja de arriba
no escribió nada. A primera vista no había señales
de interferencia. Después arrojó el carbón
en la chimenea. Se levantó una nube de polvo, que luego se
asentó sobre el lomo del pomerania.
Oh, si ahora pudiera gritar al cielo raso, al círculo oscuro
que trazaba el gas, a las grietas y las líneas que siempre
le habían parecido los mismos rostros y figuras, los hombres
barbudos persiguiendo a un animal por el filo de una montaña,
una mujer genuflexa con caras en las rodillas:
-Vengan y miren a Samuel Bennett destrozando la casa de su padres
en Mortimer Street, Stanley's Grove; nunca le permitirán
regresar. Mrs. Baxter, espíe un poquito desde abajo de las
sábanas frías; Mr. Baxter, que trabajaba en la Oficina
de Seguros del Puerto, tampoco puede regresar. Mrs. Probert Chestnuts,
tu chivo se ha ido, dejando un espacio lleno de pelos en la cama;
Mr. Bell, el pensionista, tose toda la noche bajo su paraguas; su
hijo no puede dormir, está contando sus medias de caballero,
de a tres libras, once chelines y tres peniques y medio, que saltan
sobre las frazadas revueltas-. En voz baja, para sí, Samuel
gritó-: Venga y mire cómo destruyó la evidencia,
Mrs. Rosser; espíeme desde abajo de su redecilla para el
cabello. He visto su sombra contra la persiana mientras se desnudaba;
la observaba desde el farol de la calle, junto a la lechería;
desapareció como bajo una carpa y volvió a salir delgada,
jorobada y negra. Soy el único tipo en Stanley's Grove que
sabe que usted es una mujer negra con joroba. Mr. Rosse se casó
con un camello; todos se vuelven locos y malos en su encierro cuando
bajan las persianas; venga y míreme romper la porcelana sin
hacer ruido, de modo que no pueda regresar nunca.
-Shh- se dijo a sí mismo-, te conozco.
Abrió la puerta del armario de la porcelana. Los mejores
platos relucían en fila; un sauce junto a un castillo cubierto
de hiedra, canastas de sólidas flores sobre textos adornados
con frutas. En un estante se apilaban las soperas; en otro, ls ensaladeras,
los bols para las manos, las bandejitas para tostadas que decían
Porthcawl y Bebé, los platitos para copetín, la taza
con bigotera, herencia de la familia. El servicio de té para
la tarde era quebradizo como un bizcocho y tenía bordes de
oro. Hizo chocar dos platillos y el pico curvo como un cuerno de
la tetera se desprendió en su mano. En cinco minutos había
roto todo el juego. Que salgan todas las hijas de Mortimer Street
y me vean, susurró en la despensa cerrada: las muchachitas
pálidas que ayudan en la casa, que caminan haciendo cálculos
por la calle rumbo a los comercios bienolientes y enrizan su cabello
duro y seco en sus cuartos, arriba; la sangre les corre por dentro
como sal. Y espero que las muchachas de las oficinas golpeen a la
puerta con sus dedos mochos y tecleen Señor o Señora
sobre el vidrio del porche, las nenas brillantes y despiertas que
nunca van demasiado lejos. Se las puede oír en el callejón,
detrás de la oficina de correos, si uno pasa en puntas de
pie, diciendo: "Así dijo, y yo dije y él dijo
y Oh, sí, dije", mientras las voces masculinas asienten.
Arréenlas para aquí desde Stanley's Grove; yo sé
que están durmiendo bajo las sábanas, llenas hasta
el borde de deseos. Beryl Gee se casa con la Cámara de Comercio
en una iglesia de sal y pimienta. Señora del señor
Intendente, Madame Sombrero Echado Atrás, Lady canapé,
estoy rompiendo soperas en el aparador, debajo de las escaleras.
Una tapa se le cayó de la mano, estrellándose.
Esperó oír el ruido de su madre levantándose.
Nadie se movió arriba.
-Fue Tinker -dijo en voz alta, pero el áspero sonido de su
voz le hizo guardar silencio . Sus dedos se pusieron tan helados
y entumecidos que supo que no podría alzar otro plato sin
romperlo-. ¿Qué estás haciendo? -se dijo por
fin con voz fría, desafinada-. Deja tranquila a la calle.
Déjala dormir.
Después cerró la puerta de la despensa.
-¿Qué estás haciendo? ¿Deliras?
Ni siquiera el perro se había despertado.
-Delirando -dijo.
Ahora tenía que apurarse. El accidente del aparador lo había
hecho temblar tanto que apenas pudo romper los billetes que encontró
en un cajón del trinchante y desparramarlos debajo del sofá.
El tejido de su hermana era demasiado difícil de destruir.
Los posaplatos y los cubreteteras eran duros como goma. Los rasgó
lo mejor que pudo y los encajó dentro del tubo de la chimenea.
-Son cosas tan pequeñas -dijo-. Debería romper las
ventanas y rellenar los almohadones con vidrio. -Vio su cara redonda
y suave en el espejo, debajo de Mona Lisa-. Pero no lo harás
-se dijo, volviéndose-, tienes miedo al ruido. -Volvió
a mirar su imagen-. Tienes miedo a que ella se corte las manos.
Quemó el borde de la sombrilla de su madre en el pico del
gas y sintió que las lágrimas le corrían por
las mejillas y goteaban por el cuello de su pijama.
Aun en el primer instante de culpa y de vergüenza se acordó
de sacar la lengua para probar el gusto de las lágrimas.
Todavía llorando, se dijo:
-Es sal. Verdadera sal. Como en mis poemas.
Subió la escalera en la oscuridad, temblándole la
vela; pasó junto al cuarto de su hermana, entró en
el suyo y lo cerró con llave por dentro. Extendió
las manos y tocó las paredes y la cama. Buenos días
y adiós, Mrs, Baxter. Su ventana, que enfrentaba al dormitorio
de ella, estaba abierta hacia la madrugada sin viento y sin estrellas,
pero no alcanzaba a oírla respirar ni dormir. Todas las cosas
estaban silenciosas. La calle era una tumba cerrada. Los Rosser,
y los Probert, y los Bennett estaban callados y tranquilos, en la
profundidad de sus silencios separados. Su cabeza tocó la
almohada, pero sabía que no podía volver a dormir.
Sus ojos se cerraron.
Venid a mis brazos, ya que no dormiré, muchachas dormidas
en todas partes, en las buhardillas y los cuartos de huéspedes
de las casas rojas y cuadradas con ventanas en ochava que miran
a los árboles, detrás de las verjas. Conozco a vuestros
cuartos como las palmas de mis manos, como vuestras nucas en el
cine, cuando se apoyan en los hombros del vecino. No volveré
a dormir. Mañana, hoy, me voy en el tren de las 7 y 15, con
diez libras y una valija nueva. Apoyad vuestros ganchitos para rizos
en mi almohada, el despertador os avisará a las seis y media
para que corráis a levantar las persianas y a encender los
fuegos antes que bajen los demás. Venid pronto; la casa de
los Bennett se derrite. Os oigo respirar, oigo a Mrs. Baxter dándose
vuelta en sueños. ¡Oh, los lecheros se están
despertando!
Se durmió con el sombrero puesto y las manos apretadas.
2
La familia despertó antes de las seis. Los oyó, desde
un profundo medio sueño, molestándose en el descanso.
Estarían en ropas de dormir, con los ojos abotagados y el
cabello revuelto. Peggy tal vez se habría colocado un poco
de colorete en las mejillas. La familia entraba y salía del
cuarto de baño, sin detenerse a lavarse; chocaban unos con
otros en el estrecho descanso superior de la escalera, mientras
regañaban y hacían ruido para prepararlo. Se dejó
hundir más hondo, hasta que las olas volvieron a romper alrededor
de su cabeza y las luces de una ciudad giraron brillantes entre
los ojos de las mujeres que caminaban en su último sueño.
Desde la ondulada distancia oyó a su padre gritar, como un
hombre parado en una costa opuesta:
-¿Guardaste la valija de baño, Hilda?
-Claro que la guardé -respondió ella desde la cocina.
Que no mire en el armario de la porcelana, rezó Samuel entre
las mujeres que caminaban como faroles. Nunca usa la porcelana buena
para el desayuno.
-Está bien, está bien, preguntaba, simplemente.
-¿Dónde está su cepillo nuevo para el cabello?
-Bueno, no me grites así; me vas a hacer saltar la cabeza.
Aquí está. ¿Cómo quieres que te lo alcance
si estás en la cocina? Es el cepillo con sus iniciales: S.
B.
-Ya sé cuales son sus iniciales.
-Mamá, ¿te parece que necesita todos estos chalecos?
Ya sabes que nunca los usa.
-Estamos en enero, Peggy.
-Ya sabe que es enero, Hilda. No tienes por qué contárselo
a los vecinos. ¿No hueles a quemado?
- Es la sombrilla de mamá- dijo Samuel en el dormitorio cerrado.
Se vistió y bajó. El gas del comedor de diario estaba
encendido otra vez. Su madre le estaba hirviendo un huevo en la
hornilla.
-Nosotros tomaremos el desayuno luego. No debes perder el tren -dijo-.
¿Dormiste bien?
-No hubo ladrones anoche, Sam -dijo su padre.
La madre sirvió el huevo.
-No hay por qué esperarlos todas las noches.
Peggy y su padre se sentaron frente a la chimenea vacía.
-¿Qué es lo primero que harás cuando llegues,
Sam? -preguntó Peggy.
-Se buscará una buena habitación, naturalmente, no
demasiado céntrica. Y que no tenga una casera irlandesa.
-La madre le cepilló el cuello mientras él comía-.
Ve y arréglate bien en seguida; eso es lo importante.
-Me arreglaré.
-No te olvides de revisar bajo el empapelado, para ver si hay chinches.
-Basta, Peggy. Sam sabe cuándo un lugar está limpio.
Se vio golpeando a la puerta de una pensión, en el mismo
centro de la ciudad; una irlandesa aparecía a la puerta.
-Buenos días, señora. ¿Tiene alguna habitación
barata?
-Siendo para ti, hijito, más barata que el sol.
La mujer no podía tener más de veintiún años.
-¿Hay chinches?
-Las paredes están llenas, gracias a Dios.
-Entonces la tomo.
-Yo sabre lo que hago -le dijo a su madre.
-El auto de Jenkins no ha llegado todavía -dijo Peggy-. A
lo mejor ha pinchado una goma.
Si no viene pronto, notarán todo. Me cortaré el cuello
con un pedazo de porcelana.
-Acuérdate de llamar a Mrs. Chapman. Dale saludos nuestros.
- La llamaré mañana, mamá.
Afuera paró el taxi. En toda la cuadra se habrían
abierto un poco las persianas de los dormitorios.
-Aquí está tu billetera. No la pongas en el bolsillo
del pañuelo. Nunca se sabe cuándo va a ser necesario
sonarse la nariz.
-Desparramarías tu fortuna -dijo Peggy. Y lo besó
en la frente.
Acordarme de limpiarme ahí en el taxi.
-Estás besando al editor del Times -dijo su madre.
-Bueno,
no tanto, Sam. Todavía no, ¿eh? -dijo su padre-. Los
escalones son muchos y... -y después miró hacia otra
parte.
-Escríbenos mañana a primera hora. Envíanos
noticias.
-Y ustedes mándenme noticias a mí también.
Mr. Jenkins está haciendo sonar la bocina.
-Toca mejor que tú tu trompeta -dijo Peggy-. Nunca hay noticias
en Mortimer Street.
Esperen, espere, picarones. Esperen a que las llamas toquen la cubretetera
de las garzas.
Se agachó para palmear a Tinker.
-Vamos, no pierdas tiempo con el perro; esta lleno de pulgas. Son
las siete pasadas.
Peggy abrió la puerta del taxi para él. Su padre le
estrechó la mano. La madre lo besó en la boca.
-Adiós, Mortimer Street -dijo, y el coche arrancó-.
Adiós, Stanley's Grove.
A través de la ventanilla trasera vio a tres desconocidos
que lo saludaban. Bajó la cortinilla.
3
Sentado con
su valija en el lavatorio del tren en marcha, porque todos los compartimientos
estaban llenos, recorrió su libreta de apuntes y arrancó
las páginas en orden. Estaba vestido con un flamante sobretodo
de tweed marrón, traje marrón, camisa blanca almidonada,
con corbata de lana y alfiler, y brillantes zapatos
negros. Había colocado su sombrero marrón en el lavamanos.
Aquí estaba la dirección de Mrs. Chapman junto al
número telefónico de un Mr. Hewson que iba a presentarlo
a un tipo que trabajaba en un diario, y debajo de
éstos, la dirección del Instituto Literario, que una
vez le había dado una guinea por un poema, en un concurso:
Will Shakespere ante la Tumba del Soldado Desconocido. Arrancó
la página. Después el nombre y la dirección,
en tinta roja, de un poeta de antología que le había
escrito una carta agradeciéndole una serie de sonetos. Y
una página de nombres que podían servir.
La puerta del lavatorio se abrió a medias y la cerró
rápidamente con el pie.
Perdón.
Oiganla pidiendo disculpas por el pasillo, llena como un huevo.
Podía hacer girar todos los picaportes a todo lo largo del
tren y en cada retrete encontraría un hombre totalmente vestido,
sentado con su pie contra la puerta,
perdido y solitario en aquella larga y semoviente casa sobre ruedas,
viajando en silencio y sin ventanillas, corriendo a sesenta millas
por hora hacia otro lugar que no lo quería, incómodo
cada vez que se detenía el tren. El picaporte volvió
a girar y Samuel alejó a alguien, tosiendo.
La última página de la libreta fue la única
que guardó. Debajo del dibujo de una muchacha con largos
cabellos danzando encima de una dirección había escrito:
Lucille Harris. Un hombre al que conociera en el Paseo le había
dicho, sentados en un banco y mirando las piernas que pasaban:
Está muy bien. Es una chica que conozco. La mejor del
mundo: se encargará de ti. Llámala cuando llegues.
Dile que eres amigo de Austin.
Esta página la colocó en su billetera entre dos papeles
de una libra.
Recogió del piso el resto de las página, hizo un bollo
y lo arrojó al inodoro entre sus piernas. Después
tiró de la cadena. Y allá fueron los nombres serviciales
v los números con influencia, las direcciones que podían
significar
tanto, al bullente y redondo mar del inodoro y luego a los rieles.
Ya habían quedado perdidas una milla atrás y ahora
revoloteaban sobre las vías, sobre los fragmentos de cerca,
hacia los campos que pasaban como relámpagos.
No más ayuda, no más hogar. Tenía ocho libras
y diez chelines y la dirección de Lucille Harris. Muchos
comenzaron peor, dijo en voz alta. Soy ignorante, haragán,
deshonesto y sentimental, y no conozco a nadie.
El picaporte giró otra vez.
Apuesto a que no puede estarse quieto le dijo a la persona
parada del otro lado de la puerta cerrada.
Los pasos se alejaron por el tren.
Lo primero de todo, apenas llegue, me tomaré una cerveza
con un sandwich rancio, decidió. Me los llevaré a
una mesa, en un rincón; sacudiré las migas con mi
sombrero y apoyaré mi libro contra el salero. Debo estudiar
bien
los detalles al principio. El resto debe venir por accidente. Estaré
sentado allí antes de mediodía, fresco y sereno, el
sombrero sobre las rodillas, el vaso en la mano, aparentando no
tener ni un día menos de veinte años, fingiendo leer
y espiando con el rabillo del ojo a la gente que espera, a la gente
inquieta, bebiendo sola junto al mostrador. Las otras mesas estarán
llenas. Habrá mujeres llamando sin moverse, por encima de
sus cafés helados, y hombres viejos y anónimos temblorosos
sobre sus tazas de té; hombres silenciosos aguardando a nadie,
de trenes que esperaron ansiosamente horas y horas; mujeres que
han venido dispuestas a huir, a tomar un tren a St. Ivés,
o a Liverpool, o a cualquier parte, pero que saben que nunca tomarán
ninguno y beben tazas de té y se dicen: "Podría
tomar el de las doce, pero esperaré el de las doce y cuarto";
mujeres del campo con
docenas de chicos inquietos; empleadas de tienda, empleadas de oficina,
muchachas de la calle, gente que no tiene nada peor que hacer, felices
con sus cadenas; hombres y mujeres forasteros asombrados en el buffet
de la estación de una ciudad que conozco de tapa a tapa.
La puerta se sacudió.
A ver, el que está adentro dijo una voz, afuera.
Hace horas que está metido ahí.
Abrió la canilla de agua caliente y salpicó de agua
fría su sombrero, antes que atinara a retirarlo.
Soy director de la compañíadijo, pero
la voz sonó débil, falta de seguridad.
Cuando los pasos se desvanecieron otra vez, recogió sus cosas,
salió del retrete y caminó por el pasillo. De pie
frente a un compartimiento de primera clase vio a un hombre y a
un inspector que se acercaban a la puerta y martillaban sobre ella.
No probaron el picaporte.
Desde que pasamos Neath decía el hombre.
Ahora el tren perdía velocidad, se escurría desde
el campo hacia el humo de un túnel de fábricas, resoplando
a lo largo de las plataformas suburbanas, entre las altas casas
de ventanas rotas, con hileras de ropa interior bailando entre los
patios mugrientos. Los niños de las ventanas nunca saludaban
al tren con sus bracitos. Era como si fuera el viento el que pasaba.
Cuando el tren se detuvo bajo el enorme techo de vidrio había
una multitud discutiendo al lado de la puerta.
Con
distinta piel
Dylan Thomas ; traducción de Juan Angel Cotta.
Buenos Aires : Cía. General Fabril, 1962.
123 p. ; 20 cm