El carromato de
color verde pasto, con las palabras «J. Jones, Gorsehill» pintadas
temblorosamente sobre la madera, se detuvo en el pasaje empedrado,
entre La Pata de Liebre y La Gota Pura. Eran las últimas horas de una
tarde de abril. Tío Jim, con su negro traje de mercado, dura camisa
blanca sin cuello y gorra a cuadros, bajó crujiendo del pescante.
proyecto patrimonio.
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De la pila de paja que se amontonaba en un
rincón del carromato sacó a tirones una tosca canasta de mimbre y se
la echó al hombro. Oí un chillido que salía de la canasta y vi asomar
la punta rizada de una cola rosada, al tiempo que Tío Jim abría la
puerta de La Gota Pura.
—Vuelvo en dos minutos —me dijo.
El bar
estaba lleno; cerca de la puerta se hallaban sentadas dos mujeres
obesas con vestidos chillones; una de ellas tenía un chiquillo moreno
sobre las rodillas; al ver a Tío Jim se corrieron hacia un extremo del
banco.
—Vuelvo en seguida —insistió él ferozmente, como si yo lo
hubiera contradicho—. Tú te quedas ahí, quieto.
La mujer que estaba
sin niño alzó las manos.
—¡Oh, Mr. Jones! —dijo con voz alta y
risueña. Y se sacudió como una gelatina.
Después la puerta se cerró
y las voces se apagaron.
Me quedé solo, sentado sobre la vara del
carro, en el estrecho pasaje, mirando La Pata de Liebre a través de
una de sus ventanas. Una cortina mugrienta la cerraba a medias.
Alcancé a ver un cuarto privado, lleno de humo, donde cuatro hombres
jugaban a las cartas. Uno era enorme y moreno, con bigotes como
manubrios y un rizo sobre la frente; sentado a su lado había un viejo
delgado, calvo y pálido, de mejillas chupadas; los rostros de los
otros dos se perdían en la sombra. Los cuatro bebían en grandes
tazones terrosos. No hablaban. Hacían chasquear las cartas al echarlas
sobre la mesa, raspaban sus cajas de cerillas, chupaban sus pipas,
bebían a grandes tragos con el rostro muy serio y, de vez en cuando,
hacían sonar la campanilla de bronce y, haciendo señas con los dedos,
pedían más cerveza a una mujer de aspecto agrio con blusa floreada y
gorra de hombre.
Oscureció con demasiada rapidez; las paredes se
acercaron, se agazaparon los techos. A mí, que espiaba tímidamente en
aquel oscuro pasaje de un pueblo extraño, el hombre moreno me pareció
de pronto un gigante enjaulado rodeado de nubes, y el viejecito calvo
se marchitó convirtiéndose en una corcova negra con la cúspide blanca.
Desde Unión Street podía saltar sobre mí en cualquier momento un
hombre sigiloso esgrimiendo un cuchillo de doble filo.
—Tío Jim,
Tío Jim —susurré, tan suavemente que no podía escucharme.
Comencé a
silbar suavemente, pero cuando dejé de hacerlo pareció que el silbido
continuaba detrás de mí.
Bajé de la vara y me acerqué unos pasos a
la ventana medio cerrada; una mano subió arañando por el vidrio,
buscando la borla de la cortina. No obstante la corta distancia que
separaba de los jugadores el sitio en que yo estaba sobre las piedras,
no pude advertir de qué lado del vidrio se movía la mano que tiraba de
la borla.
Quedé aislado en la noche por un cuadrado mugriento. Una
historia que yo había inventado en la cálida y segura isla de mi cama,
mientras el adormilado Swansea de medianoche fluía afuera de la casa,
volvió hacia mí repicando sobre las piedras. Recordé el demonio de la
historia, con sus alas y los garfios con que se aferraba a mis
cabellos como un murciélago, mientras yo batallaba por todo Gales en
busca de una princesa alta, prudente y dorada del convento de Swansea.
Traté de recordar su verdadero nombre, sus piernas púdicas, largas,
cubiertas de medias negras, su risita, sus rulos de papel; pero las
alas ganchudas se lanzaron hacia mí revoloteando, el color de su
cabello y de sus ojos se desvaneció como el color verde pasto del
carro, que era ahora una montaña oscura, gris, alzándose entre las
paredes del pasaje.
Durante todo ese tiempo la vieja yegua, ancha,
paciente, anónima, permanecía sin moverse, sin piafar una sola vez
sobre las piedras, ni sacudir las riendas. Pensé en su bondad, y ya me
erguía de puntillas para acariciar sus orejas cuando la puerta de La
Gota Pura se abrió de golpe y la cálida luz del bar me deslumbró,
haciendo cenizas mi cuento. Ya no me sentía asustado; sólo enojado y
hambriento. Las dos mujeres obesas, junto a la puerta, dijeron entre
risas, en medio del ruido y los olores reconfortantes:
—Buenas
noches, Mr. Jones.
El chico dormía enroscado debajo del banco. Tío
Jim besó a las dos mujeres en los labios.
—Buenas
noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Después el pasaje
volvió a quedar oscuro.
Tío Jim hizo recular la yegua hacia Unión
Street, sobre su flanco, maldiciendo su pachorra y palmeándole el
belfo; los dos trepamos al carromato.
—Hay demasiados gitanos
borrachos -—comentó mientras rodábamos rechinando entre las vacilantes
luces del pueblo.
Durante todo el camino a Gorsehill cantó himnos
con su afectada voz de bajo, marcando el compás con el látigo. No
necesitaba tocar las riendas. Una vez en el camino, entre los setos
que estiraban sus ramas tratando de enganchar a la yegua de la brida y
pincharnos las gorras, detuvo al animal con un ¡Eeeh!, para encender
la pipa. La oscuridad se incendió alrededor, mostrándome su rostro de
zorro largo, rojizo, ebrio, con las patillas erizadas y la nariz
húmeda y sensitiva. Una casa blanca, con luz en la ventana de un
dormitorio, brillaba en el campo sobre una breve colina, al otro lado
del camino.
—Quieta, quieta, nena—susurró Tío a la yegua, aunque
ésta no se movía; y agregó de pronto, dirigiéndose a mí sobre su
hombro, con voz fuerte—: Allá vivió un verdugo.
Dio un puntapié a
la vara y seguimos rechinando en medio del viento cortante. Tío se
estremeció y se encasquetó la gorra para cubrirse las orejas. La yegua
parecía que trotaba torpemente, y todos los demonios de mis cuentos,
corriendo a su lado, rodeándola, burlándose de ella, no eran capaces
de hacerle sacudir la cabeza o correr.
—Ojalá hubiera colgado a
Mrs. Jesús —dijo Tío.
Entre himno e himno, maldijo en gales a la
yegua. La casa blanca quedó atrás y fueron tragadas luz y
colina.
—Nadie vive ahí ahora —agregó.
Entramos en el patio de
la granja de Gorsehill; resonaron los adoquines y los establos negros
y vacíos recogieron el sonido ahuecándolo, de modo tal que hicimos
alto en un vacío círculo de oscuridad; y la yegua fue entonces un
animal hueco, y me pareció que nadie vivía en la casa hueca, al final
del patio, salvo dos palos con rostros tallados como nabos.
—Corre
a ver a Annie —dijo Tío—. Debe de haber caldo caliente y
patatas.
Condujo la yegua hueca hacia el establo; clop, clop, dop,
a la ratonera. Mientras corría hacia la puerta de la granja oí
rechinar los candados.
El frente de la casa era el costado de una
concha oscura y la puerta de arco un oído que escuchaba. Empujé la
puerta y salí del viento, entrando en el pasillo. Era como si después
de haber estado caminando por la noche hueca y al viento, atravesara
una alta concha vertical, hacia la costa de un mar interior. Al final
del pasillo se abrió una puerta; vi los platos en los anaqueles, la
lampara encendida sobre la mesa larga cubierta de hule: «Prepárate a
reunirte con tu Dios» bordado sobre la chimenea, los sonrientes perros
de porcelana, el castaño ennegrecido, el reloj vertical, y entré
corriendo en la cocina y me eché en los brazos de Annie.
Y entonces
fue la bienvenida. El reloj empezó a dar las doce cuando ella me besó,
y yo, en medio de las luces y los tañidos, me erguí como un príncipe
en el momento de quitarse el disfraz. Durante un minuto me había
sentido pequeño y tembloroso de frío, deslizándome muerto de miedo por
un pasillo negro, con mi molesta ropa nueva, el estómago hueco y el
corazón como una bomba de tiempo, aferrando mi gorrita de escolar,
desconocido para mí mismo; un minúsculo narrador de cuentos perdido en
sus propias imaginaciones y ansiando estar en su casa. Y al minuto
siguiente era el sobrino principesco, vestido con finas ropas de
ciudad, abrazado y bien recibido, irguiéndose, satisfecho, en el
centro de sus propias historias y escuchando el reloj que lo
anunciaba.
Annie me llevó corrienda al banco que había al lado de
la cavernosa chimenea y me quitó los zapatos. Las lámparas brillantes
y los gongs ceremoniales ardían y tañían para mí.
Hizo un baño de
mostaza, preparó té fuerte y me indicó que me pusiera un par de medias
de mi primo Gwilym y una vieja chaqueta de Tío que olía a conejo y a
tabaco. Se agitaba de un lado a otro, cloqueaba, me hací señas con la
cabeza, contándome, mientras preparaba pan con manteca, que Gwilym
todavía estudiaba para eclesiástico y que Tía Rach Morgan, que tenía
noventa años, se había caído de bruces sobre una guadaña.
Después
entró Tío Jim, con la cara roja, la nariz húmeda y las manos peludas y
temblorosas, como un demonio. Su andar era torpe. Tropezó con el
aparador haciendo temblar los platos de la Coronación, y un gato flaco
salió disparado desde el escaño del rincón. Parecía dos veces más alto
que Annie. Podía llevarla escondida y sacarla de pronto: era una
mujercita gibosa, morena, desdentada, con una cascada vocecita
cantarína.
—No debiste tenerlo fuera tanto tiempo —dijo ella,
enojada y tímida.
Tío se sentó en su silla especial, el
desvencijado trono de un bardo en bancarrota, encendió la pipa, estiró
las piernas y comenzó a echar nubes hacia el cielo raso.
—Podía
morirse de un enfriamiento —dijo ella.
Hablaba dirigiéndose a la
nuca de Tío, mientras éste se envolvía en nubes. El gato se deslizó de
regreso. Yo estaba sentado a la mesa frente a mi cena concluida; en
los bolsillos encontré una botellita vacía y un globo
blanco.
—Corre a la cama, sé bueno —susurró Annie. proyecto patrimonio
—¿Puedo ir a ver los
cerdos?
— Por la mañana, querido.
De modo que dije buenas noches
a Tío Jim —que se volvió hacia mí, sonrió y me guiñó a través del
humo—, besé a Annie y encendí mi vela. www.letras.s5.com
—Buenas noches.
—Buenas
noches.
—Buenas noches.
Subí la escalera; cada peldaño tenía una
voz diferente. La casa olía a madera podrida, a humedad, a animales.
Me pareció que me había pasado la vida caminando por pasillos largos y
húmedos, y trepando escaleras en la oscuridad, solo. Me detuve frente
a la puerta de Gwilym, en el desolado descanso.
—Buenas
noches.
La llama de la vela saltó hacia mi dormitorio, donde ardía
muy baja una lámpara y se agitaban las cortinas; al cerrar la puerta
me pareció que se movía el agua contenida en un vaso, sobre una mesa
redonda. Bajo la ventana corría un arroyo; me pareció oírlo lamer las
paredes toda la noche, hasta que me dormí.
—¿Puedo ir a ver los
cerdos? —pregunté a Gwilym a la mañana siguiente. Ya había
desaparecido el hueco terror de la casa; al correr escalera abajo en
busca de mi desayuno olí la dulzura de la madera, la fresca hierba
primaveral, el silencioso patio, con su derruida boyera de color
blanco sucio y los establos vacíos.
Gwilym era un mozo alto, de
unos veinte años, con el cuerpo flaco como un palo y la cara en forma
de pala. Se podía cavar el jardín con él. Tenía una voz profunda que
se quebraba en dos cuando se excitaba; cantaba para sí mismo canciones
trémulas y bajas, todas con la misma triste melodía litúrgica, y
escribía himnos en el granero.
Y me contaba historias de muchachas
que morían de amor.
—Y ató una soga alrededor de un árbol; pero era
demasiado corta —me decía—. Entonces se clavó un cuchillo entre los
pechos; pero no tenía filo.
Aquel día estábamos sentados uno al
lado del otro sobre montones de paja en la semioscuridad del
destartalado establo. Se retorció y se inclinó hacia mí, alzando un
largo dedo, y la paja crujió.
—Y se tiró al río —continuó, su boca
pegada a mi oreja— con las asentaderas para arriba, y, ¡Dios!, se
murió. —Chillaba como un murciélago.
Las pocilgas estaban en el
extremo más alejado del patio. Caminamos hacia allá, Gwilym vestido
con sus negras ropas de ministro, aunque era día laborable y por la
mañana, y yo con mi traje de sarga con los fondillos remendados;
pasamos junto a tres gallinas que escarbaban entre los adoquines
enlodados y un collie tuerto que dormía con su ojo ciego
abierto. Los ruinosos cobertizos tenían los techos podridos y
desmoronados, desgarrados agujeros en los costados, persianas
quebradas y el enjalbegado descascarillado; mohosos tornillos asomaban
de las tablas colgantes, retorcidas; el gato flaco de la noche
anterior, tendido satisfecho entre astilladas mandíbulas de botellas,
se lavaba la cara en la cúspide de una montaña de basura que se
elevaba triangular hasta el techo de la cochera, oliendo fuerte y
dulce. No había en todo el condado otro lugar como aquel patio de
granja; ninguno tan pobre y tan magnífico y tan sucio como aquel
cuadrado de barro, desperdicios, madera mala y piedra derruida, donde
un puñado de gallinas viejas y desaliñadas escarbaban y ponían huevos
mezquinos. En la batea de una pocilga desierta graznó un pato. Y un
mozo joven y un niño se detuvieron junto a una pared baja, mirando y
oliendo a una cerda que alimentaba su cría con las tetas en el
barro.
—¿Cuántos lechones hay?
—Cinco. La maldita se comió uno
—dijo Gwilym.
Los contamos mientras se retorcían y coleaban,
rodando sobre sus lomos o sus panzas, empujándose, pellizcándose,
apiñándose y chillando en torno a su madre. Había cuatro. Los contamos
otra vez. Cuatro lechones, cuatro desnudas colitas rosadas que se
enroscaban mientras sus bocas engullían y la cerda gruñía de alegría y
dolor.
—Debe de haberse comido otro —dije, y recogí una vara y
pinché al animal, frotando sus embarrados pelos—. O a lo mejor un
zorro saltó la pared —sugerí.
—No fueron ni ella ni el zorro —dijo
Gwilym—. Fue mi padre.
Imaginé a Tío, alto, astuto, colorado,
agarrando con sus dos manos peludas al lechón que se retorcía,
hundiéndole sus dientes en el muslo, mascando sus huesos; lo pude
imaginar inclinado sobre la pared de la pocilga con las patas del
lechón colgándole de la boca.
—¿Tío se comió el lechón?
En aquel
mismo instante, detrás de los cobertizos podridos, estaba hundido en
las plumas hasta las rodillas, devorando cabezas de gallinas
vivas.
—Lo vendió para pagarse la copa —susurró Gwilym amargamente,
los ojos clavados en el cielo—. La Navidad pasada se llevó una oveja
al hombro y estuvo borracho diez días.
La cerda se revolcó para
acercarse más al cosquilleante palo, y los lechones que mamaban de
ella, chillando perdidos en la imprevista oscuridad, se debatieron
entre sus rollos y sus bolsas.
—Ven a ver mi capilla —dijo
Gwylim
Olvidó en seguida al lechón perdido y comenzó a hablar de
las ciudades que había visto en una gira religiosa: Neath, Bridgend,
Bristol, Newport, con sus lagos y sus parques, sus calles brillantes,
coloridas, rebosantes de tentaciones. Nos alejamos de la pocilga y de
la chasqueada cerda.
—Conocí gran cantidad de actrices —dijo.
La
capilla de Gwilym era el último viejo granel o antes del prado que
bajaba al río; se alzaba dominando el patio de la granja, sobre una
colina cubierta de inmundicia. Tenía una gran puerta con un pesado
candado, pero podía entrarse fácilmente por los boquetes que había a
cada lado. Mi primo sacó un llavero, lo sacudió delicadamente y probó
cada una de las llaves en el candado.
—Muy elegante —dijo—. Las
compré en un boliche de Carmarthen.
Entramos en la capilla por uno
de los boquetes.
En el centro había un carretón polvoriento con el
nombre tapado con pintura y una cruz de cal sobre el costado.
—Mi
pulpito —explicó, y entró solemnemente en él, trepando por la vara—.
Siéntate en el heno; cuidado con las ratas —dijo. Y extrayendo
nuevamente su voz más profunda, gritó hacia los cielos y hacia las
vigas, cubiertas de filas de murciélagos y telarañas colgantes:
—Bendícenos en este santo día, ¡oh Señor!; bendícenos a mí y a Dylan y
a ésta Tu capillita por siempre jamás, amén. He hecho unas cuantas
mejoras en este lugar.
Sentado en el heno miré predicar a Gwilym y
oí como se alzaba su voz y se quebraba luego hundiéndose en un
susurro, y estallando otra vez en cantos galeses, ya triunfal, ya
salvaje, luego dócil. A través de un agujero, el sol brillaba sobre
sus hombros piadosos.
—Oh, Dios. Tú estás en todas partes, en todo
momento, en el rocío de la mañana, en la helada del anochecer, en los
campos y en el pueblo, en el pío y en el pecador, en el gorrión y en
el buharro. Tú puedes verlo todo, puedes mirar en el fondo de nuestros
corazones, puedes vernos cuando no hay estrellas, en la oscuridad
espesa, en la negrura honda, honda, honda. Tú puedes vernos,
espiarnos, observando todo el tiempo, en los rincones oscuros, en las
grandes praderas de los vaqueros, bajo las mantas, mientras roncamos,
en las terribles sombras; en lo negro, negrísimo. Tú puedes ver todo
cuanto hacemos, de noche y de día, de día y de noche; todo, todo; Tú
puedes vernos todo el tiempo.
Dejó caer las manos enlazadas. La
capilla del granero quedó silenciosa, alanceada de sol. No hubo nadie
que gritara ¡aleluya! o ¡bendito sea Dios!; yo era demasiado pequeño,
estaba demasiado enamorado del silencio.
Afuera graznó el único
pato.
—Ahora haré una colecta —dijo Gwilym.
Bajó del carretón,
hurgó entre el heno y extendió hacia mí una lata abollada.
—No
tengo alcancía como la gente —dijo.
Puse dos peniques en la
lata.
—Es hora de comer —anunció, y volvimos a la casa sin decir
palabra.
Cuando terminamos el almuerzo, dijo Annie: —Ponte tu traje
nuevo esta tarde. El de rayas.
Iba a ser una tarde especial, porque
mi mejor amigo, Jack Williams, de Swansea, llegaría en automóvil con
su tía rica, a pasar quince días de vacaciones conmigo.
—¿Dónde
está Tío Jim?
Gwilym imitó el grito de un cerdo. Sabíamos dónde
estaba Tío: sentado en una taberna, con una ternera al hombro y dos
lechónes asomando el hocico por sus bolsillos; tenía los labios
manchados con sangre de toro.
—¿Es muy rica Mrs. Williams?
—preguntó Gwilym.
Le conté que tenía tres automóviles y dos casas;
pero era mentira.
—Es la mujer más rica de Gales. Una vez fue
alcaldesa —agregué—. ¿Tomaremos el té en la mejor habitación?
Annie
asintió con la cabeza.
—Y una lata grande de duraznos
—dijo.
—Esa lata vieja está en la alacena desde
Navidad
—intervino Gwilyin—. Mamá la ha estado guardando para un
día como hoy.
—Son unos duraznos hermosos —dijo Annie, y subió por
la escalera a vestirse como para un domingo.
La mejor habitación
olía a bolas de naftalina, y a pieles, y a humedad, y a plantas
muertas, y a aire rancio, agrio. Dos vitrinas, apoyadas en una especie
de ataúdes de madera, se alineaban contra la pared de la
ventana.
Se podía mirar hacia el huerto, plagado de yerbajos, a
través de las patas de un zorro embalsamado, sobre la cabeza de una
perdiz o del pecho manchado de pintura roja de un rígido pato salvaje.
Al otro lado de la estevada mesa había una vitrina con porcelanas y
peltres, chucherías, dientes, broches familiares; sobre la carpeta de
recortes había una gran lámpara de aceite, una Biblia con broche
metálico, un alto vaso con una mujer, envuelta en una túnica, que
parecía a punto de bañarse en él, y una fotografía enmarcada de Annie,
Tío Jim y Gwilym sonriendo delante de una maceta con heléchos. Sobre
la repisa de la chimenea había dos relojes, algunos perros,
candelabros de bronce, una pastora, un hombre con falda escocesa y una
fotografía coloreada de Annie, con peinado alto y los pechos erguidos.
Había sillas alrededor de la mesa y en cada rincón —rectas, curvas,
con el tapizado manchado; todas con trozos de encaje colgando sobre
los respaldos. Una sábana blanca remendada amortajaba el armonio. La
chimenea estaba llena de pinzas, palas y atizadores de bronce. Rara
vez se usaba «la mejor habitación». Una vez por semana Annie se pasaba
el día allí, puliendo, lustrando, sacudiendo; pero la alfombra todavía
lanzaba una nubecilla gris cuando se la pisaba, el polvo cubría los
asientos de las sillas y en las hendiduras del sofá se apelotonaban
bolas de algodón y roña, estopa y largas crines negras. Soplé sobre el
vidrio para ver los cuadros. Gwilym, castillos, vacas.
—Cambíate el
traje ya —me dijo Gwilym.
Yo quería ponerme el traje viejo, quería
parecer un verdadero granjero, con las suelas de los zapatos llenas de
boñiga que sonaba al caminar; y quería ver cómo tenía terneros la
vaca, cómo se echaba el toro sobre ella; y quería correr por la
cañada, y mojarme las medias, y gritar «¡Arre, hijos de p...!», y
apedrear las gallinas, y hablar como un granjero. Pero subí la
escalera y me puse el traje de rayas. Desde mi dormitorio oí el ruido
del automóvil acercándose al patio de la granja. Era Jack Williams con
su madre.
—¡Ahí están, en un Daimler! —gritó Gwilym desde el pie de
la escalera, y yo bajé corriendo a recibirlos, con la corbata sin
hacer y el cabello revuelto.
—Buenas tardes, Mrs. Williams, buenas
tardes —decía Annie desde la puerta—. Entren. Qué lindo día, ¿verdad,
verdad, Mrs. Williams? ¿Tuvieron buen viaje? Por aquí, Mrs. Williams;
cuidado con el escalón.
Annie se había puesto un vestido negro y
brillante que olía a naftalina, como las fundas de las sillas de «la
mejor habitación»; pero había olvidado de cambiarse las zapatillas,
que estaban cubiertas de costras de barro y llenas de agujeros. Indicó
el camino a Mrs. Williams por el pasillo empedrado, volviendo
continuamente la cabeza hacia atrás, cloqueando, nerviosa y ofreciendo
excusas por la pequenez de la casa, al par que arreglándose
ansiosamente el cabello con una mano corta y áspera.
Mrs. Williams
era alta y robusta, con pechos salientes y piernas gruesas; los
tobillos hinchados rebasaban sus zapatos puntiagudos; estaba
empavesada como una alcaldesa o como un barco, y entró detrás de Annie
en «la mejor habitación».
—Por favor, no se moleste por mí, Mrs.
Jones; se lo ruego —dijo. Antes de sentarse sacudió el asiento con un
pañuelo de encaje que sacó de su cartera—. No puedo quedarme, ¿sabe?
—agregó.
—¡Oh, pero tiene que tomar una taza de té! —dijo Annie, y
apartó las sillas de la mesa, de modo que nadie pudo moverse, y Mrs.
Williams quedó encerrada con sus pechos, sus anillos, su cartera;
luego abrió el aparador, dejando caer la Biblia al suelo y la recogió
limpiándola apresuradamente con la manga.
—Y duraznos —agregó
Gwilym. Estaba en el pasillo, con el sombrero puesto.
—Quítate el
sombrero y atiende a Mrs. Williams —le dijo Annie; colocó la lámpara
sobre el amortajado armonio, tendió un mantel blanco que tenía una
mancha de té en el centro, sacó la porcelana y puso cuchillos y tazas
para cinco.
—No se moleste por mí, se lo ruego —insistió Mrs.
Williams—. ¡Qué zorro tan bonito! —Y esgrimió un dedo cargado de
anillos en dirección a la vitrina.
—Es sangre de veras —le dije a
Jack, y trepamos a la mesa por encima del sofá.
—No, no es —dijo
él—; es tinta colorada.
—¡Oh, tus zapatos! —gritó Annie.
—Si no
es tinta, es pintura entonces.
—¿Le sirvo una porción de torta,
Mrs. Williams?
—preguntó Gwilym.
Annie hizo chocar las
tazas.
—No hay una sola porción de torta en la casa —dijo—.
Olvidamos pedirla a la confitería; ni una sola. ¡Oh, Mrs.
Williams!
Mrs. Williams contestó:
—Nada más que una taza de té;
gracias.
Todavía transpiraba, porque había hecho a pie todo el
trayecto desde el auto, y la transpiración le embadurnaba el polvo de
la cara. Hizo chispear los anillos y se enjugó el rostro.
—Tres
terrones —dijo—. Estoy segura de que Jack va a sentirse muy feliz
aquí.
—Feliz como unas pascuas —acotó Gwilym.
—Pero comerá unos
duraznos, ¿verdad? Son hermosos, Mrs. Williams.
—Debieran serlo;
¡hace tanto que están aquí...! ——dijo Gwilym.
Annie tropezó otra
vez con las tazas.
—Duraznos, no; gracias —contestó Mrs.
Williams.
—Oh, sí, Mrs. Williams; uno sólito —dijo Annie—. Con
crema.
—No, no, Mrs. Jones; gracias de todos modos. Si fueran
peras...; pero no me gustan los duraznos.
Jack y yo habíamos dejado
de charlar. Annie clavó la mirada en sus zapatillas. Uno de los dos
relojes de la repisa tosió, dando la hora. Mrs. Williams se levantó de
la silla con esfuerzo.
—Bueno, ¡cómo vuela el tiempo! —dijo.
Se
abrió camino entre los muebles, chocó contra el trinchante, sacudiendo
chucherías y broches, y besó a Jack en la frente.
—Te has puesto
perfume —dijo Jack.
Ella le palmeó la cabeza.
—Bueno, pórtense
bien. Y recuerde, Mrs. Jones —agregó dirigiéndose a Annie en un
susurro—: nada más que comida sencilla. A no arruinarle el
apetito.
Annie la siguió fuera de la habitación; se movía
lentamente.
—Haré cuanto pueda, Mrs. Williams.
Le oímos decir
«Adiós, entonces, Mrs. Williams», bajar los escalones de la cocina y
cerrar la puerta. El automóvil rugió en el patio; después el ruido se
hizo más suave, hasta morir.
Descendimos por la espesa cañada,
corriendo y gritando, destrozando las plantas con nuestras varas,
bailando felices. Bajamos el último tramo patinando y frenamos sobre
la orilla del arroyo. Arriba había quedado Gwilym, el tuerto, el del
ojo muerto, siniestro, flaco; Gwilym el de las diez cicatrices,
cargando sus pistolas en la Granja de la Horca.
Nos arrastramos
disparando nuestras ametralladoras entre los arbustos, nos escondimos
a un silbido, en medio del altísimo pasto, y nos quedamos acurrucados,
atentos al quebrarse de una ramita o al secreto abrirse de la
maleza.
En cuclillas, ansioso y solitario, proyectando una sombra
de ébano en medio del bullir de la jungla de Gorsehill, mientras
saltaban en el aire pájaros y peces imposibles, escondido bajo flores
de cuatro tallos, altas como caballos, en la temprana tarde, mi amigo
Jack Williams, invisible, estaba cerca de mí, en aquella cañada
próxima a Carmarthen. Sentí todo mi cuerpo joven como un animal
agitado que me rodeara, sentí el escozor de las rodillas hincadas, el
corazón alborotado; el largo calor entre las piernas, el sudor
ardiéndome en las manos, los túneles que se hundían en mis oídos, las
bolitas de roña entre los dedos del pie, los ojos en sus órbitas, la
voz retenida, el galopar de la sangre, los recuerdos que volaban
alrededor y dentro de mí, tensos, atentos, esperando el instante para
saltar. Allí, jugando a los indios, tuve conciencia de mí mismo en el
centro exacto de una historia viva, y mi cuerpo era mi aventura y mi
nombre. Salté, excitado, y otra vez trepé a empujones por entre los
espinos desgarrantes.
—¡Te veo! ¡Te veo! —gritó Jack, y echó a
correr detrás de mí—. ¡Bang! ¡Bang! ¡Muerto!
Yo era joven,
violento, vivo; pero me dejé caer, obediente.
—Ahora trata de
matarme a mí.—dijo Jack—. Cuenta hasta ciento.
Cerré un ojo, lo vi
correr hacia lo alto ruidosamente y luego volver de puntillas y trepar
a un árbol; y después conté hasta cincuenta, corrí al pie del árbol y
lo maté mientras subía.
—¡Cae! —grité.
Se negó a caer, de modo
que yo también trepé, y nos aferramos a las ramas más altas; y desde
arriba espiamos el retrete, en una esquina del prado, Gwilym estaba
sentado, con los pantalones bajos. Parecía pequeño y negro. Estaba
leyendo un libro y movía las manos.
—¡Te estamos viendo! —le
gritamos.
Se subió rápidamente los pantalones y metió el libro en
el bolsillo.
—¡Te estamos viendo,
Gwilym!
Salió.
—¿Dónde?
Agitamos nuestras gorras.
—¡En el
cielo! —gritó Jack.
—¡Volando! —grité yo.
Extendimos los brazos
como alas.
—¿Por qué no vuelan hasta abajo?
Nos balanceábamos en
las ramas, riendo. proyecto patrimonio:
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—Pájaros —dijo Gwilym.
Cuando entramos
para recibir nuestra cena y nuestra reprimenda teníamos la ropa
desgarrada, mojadas las medias, pegajosos los zapatos; musgo verde y
corteza en las manos y en las caras. Annie estaba silenciosa esa
noche, aunque me llamó sinvergüenza y dijo que no sabía lo que
pensaría Mrs. Williams; y que Gwilym debía saber mejor lo que hacía.
Hicimos muecas a Gwilym y le pusimos sal en el té, pero después de la
cena dijo:
—Pueden venir conmigo a la capilla, si quieren. Antes de
irse a la cama.
Encendió una vela en lo alto de su pulpito
ambulante. Era poca luz para el enorme granero. Los murciélagos se
habían ido. Sus sombras aún colgaban cabeza abajo a lo largo del
techo. Gwilym ya no era mi primo con ropas de domingo, sino un
desconocido alto, en forma de pala, vestido con capa. Su voz se volvió
demasiado profunda. Las pilas de paja parecían tener vida. Pensé en el
sermón del carretón: nos miraban, miraban el corazón de Jack, la
lengua de Gwilym estaba marcada, mi murmullo —«Mírale los ojitos»—
sería siempre recordado.
—Ahora recibiré vuestras confesiones
—anunció Gwilym desde el carro.
Jack y yo nos pusimos de pie,
descubiertos, en el círculo de luz; pude sentir el temblor del cuerpo
de Jack.
—Tú primero.
El dedo de Gwilym, brillante como si lo
hubiera metido en la llama de la vela hasta quemarlo, me señaló; di un
paso hacia el pulpito, alzando la cabeza.
——Confiésate —dijo
Gwilym.
—¿Qué tengo que confesar?
—Lo peor que hayas
hecho.
Yo había dejado que azotaran a Edgar Reynolds a causa de
haberle quitado sus deberes; Había robado de la cartera de mi madre;
había robado de la cartera de Cwyneth; había robado doce libros en
tres visitas a la biblioteca y los había tirado en el parque; había
bebido una copa de mis propios orines para conocer su gusto; había
golpeado a un perro con una vara para obligarlo a que se acurrucase y
me lamiera la mano; con Dan Jones, había espiado por el ojo de la
cerradura mientras se bañaba la doncella de su casa; me había cortado
la rodilla con un cortaplumas, había mojado un pañuelo con la sangre y
había dicho que me había salido del oído, para fingir que estaba
enfermo y asustar a mi madre; me había bajado los pantalones para
mostrarle a Jack Williams lo que tenía; había visto cómo Billy Jones
golpeaba a una paloma con el atizador de la chimenea hasta matarla, y
me había reído primero y vomitado después; con Cedrik Williams me
había metido en la casa de Mrs. Samuels y juntos volcamos tinta en las
sábanas de su cama.
Dije:
—No he hecho nada malo.
—Vamos,
confiésate —insistió Gwilym. Me miraba con ceño.
—¡No puedo! ;No
puedo! —grité—. No he hecho nada malo.
—¡Confiésate!
—¡No
quiero, no quiero!
Jack comenzó a lloriquear.
Gwilym abrió la
puerta de la capilla y lo seguimos al patio de la granja, pasando
junto a los cobertizos negros y corcovados en dirección a la casa;
Jack sollozó durante todo el trayecto. Juntos, ya en la cama, Jack y
yo confesamos nuestros pecados.
—Yo también robé de la cartera de
mamá; tenía libras y libras.
—¿Cuánto robaste?
—Tres
peniques.
—Una vez yo maté a un hombre.
—No, no puede
ser.
—¡Te lo juro por Dios! Le pegué un tiro en el
corazón.
—¿Cómo se llamaba?
—Williams.
—¿Sangró?
Pensé en
el arroyo que lamía las paredes de la casa.
—Como un cerdo
—dije.
Las lágrimas de Jack se habían secado.
—Gwilym no me
gusta. Está loco.
—No. Una vez encontré un montón de poesías en su
cuarto. Todas dedicadas a muchachas. Después me las mostró, pero había
cambiado los nombres de las muchachas por el de Dios.
—Es
religioso.
—No, no lo es. Sale con actrices. Conoce a Corinne
Griffith.
Nuestra puerta estaba abierta. A mí me gustaba cerrar la
puerta de noche porque prefería tener un fantasma dentro del
dormitorio a pensar que uno pudiera entrar; pero a Jack le gustaba
abierta. Lo jugamos a la suerte y ganó. Oímos chirriar la puerta de
enfrente y luego pasos en el pasillo de la cocina.
—Es Tío
Jim.
—¿Cómo es?
—Parece un zorro. Come lechones y pollos.
El
cielo raso era delgado; podíamos oír todos los ruidos, el crujido de
la silla del bardo, el tintineo de los platos, la voz de Annie
diciendo:
—¡Media noche!
—Está borracho —dije. Guardamos
silencio, esperando oír alguna pelea.
—A lo mejor le tira los
platos —dije. Pero Annie lo reconvino suavemente.
—Ésa no es forma
de estar, Jim.
Tío murmuró algo.
—Falta un lechón —prosiguió
ella—. Oh, ¿por qué haces eso, Jim? Ya no nos queda nada. No podremos
seguir así.
—¡Dinero, dinero, dinero! —dijo él. Supe que estaba
encendiendo la pipa. Después la voz de Annie se hizo tan baja que no
pudimos entender sus palabras, y Tío dijo:
—¿Te pagó los treinta
chelines?
—Están hablando de tu mamá —le dije a Jack.
Durante
largo rato Annie habló en voz muy baja; tratamos de pescar sus
palabras. «Mrs. Williams», decía, y «automóvil», y «Jack», y
«duraznos». Me pareció que lloraba, porque su voz se quebró en la
última palabra.
La silla de Tío Jim crujió otra vez; quizá golpeara
con el puño la mesa. Le oímos gritar:
—¡Yo le daré duraznos!
¡Duraznos, durazno! ¿Quién se cree que es? ¿Es que los duraznos no son
bastante buenos? Al infierno con su maldito automóvil y su maldito
hijo. Tratando de ofendernos...
—¡No; calla, Jim; vas a despertar a
los chicos! —dijo Annie.
—¡Los voy a despertar, sí, y les voy a
romper el alma a latigazos también!
—¡Por favor, por favor,
Jim!
—¡Tendrás que echar al chico, o lo echaré yo! ¡Que se vaya a
sus malditas tres casas!
Jack se tapó la cara con las mantas y
sollozó en la almohada.
—¡No quiero oír, no quiero oír! ¡Le
escribiré a mamá! ¡Que me lleve!
Bajé de la cama para cerrar la
puerta. Jack no volvería a hablarme. Me quedé dormido, acunado por las
voces de abajo, que se fueron haciendo más suaves.
Tío Jim no
apareció para el desayuno. Cuando bajamos, habían limpiado los zapatos
de Jack, y su ropa estaba zurcida y planchada. Annie le dio dos huevos
duros y uno a mí. Y me perdonó cuando bebí la leche del
plato.
Después del desayuno, Jack caminó, hasta el puesto del
correo. Yo me llevé el collie tuerto para cazar conejos en las
colinas, pero el perro, que ladraba a los patos, me trajo un zapato de
algún vagabundo desde unos setos y se echó frente a una conejera,
agitando el rabo. Tiré algunas piedras a la laguna desierta, y el
collie regresó cansadamente, trayéndome uno de los palos que le
arrojé.
Jack se dirigió, malhumorado, hacia la húmeda cañada, las
manos en los bolsillos, la gorra echada sobre un ojo. Dejé al
collie oliscando una cueva de topo y trepé a lo alto del árbol,
en el rincón del retrete. Abajo, Jack jugaba a los indios, cazando
cabelleras entre los arbustos, sorprendiéndose a sí mismo detrás de
los árboles, escondiéndose en el pasto. Lo llamé una vez, pero hizo
como que no me oía. Jugaba solo, silenciosa, salvajemente. Lo vi de
pie, con las manos en los bolsillos, haciendo equilibrio en el barro,
a la orilla del arroyo que corría al pie de la cañada. Mi rama cedió
de pronto, y las copas de los arbustos subieron hacia mí
violentamente. «¡Me caigo!», grité, pero mis pantalones me salvaron y
me aferré al árbol; fue un instante tremendo de aventura, pero Jack no
levantó la mirada, y el instante se perdió. Bajé, sin dignidad, hasta
el suelo.
Temprano, después de un almuerzo silencioso, mientras
Gwilym leía las Escrituras, escribía himnos a las muchachas o dormía
en su capilla, Annie horneaba pan y yo me tallaba un silbato de madera
en el desván, arriba del establo, oí que el automóvil se acercaba otra
vez al corral de la granja.
Jack salió corriendo de la casa, al
encuentro de su madre, vestido con su mejor traje; y al tiempo que
ella pisaba las piedras recogiendo su falda, le oí decir:
—Y te
llamó vaca maldita, y dijo que me iba a romper el alma a latigazos, y
Gwilym me llevó al granero de noche para que me mordieran las ratas, y
Dylan es "un ladrón, y la vieja me destrozó la chaqueta...
Mrs.
Williams envió al chófer a buscar el equipaje.
Annie acudió a la
puerta, tratando de sonreír y de hacer una reverencia, arreglándose el
cabello, limpiándose las manos en el delantal.
—Buenas tardes—dijo
Mrs. Williams, y se sentó con Jack en la parte trasera del automóvil;
y los dos contemplaron las ruinas de Gorsehill.
El chófer volvió.
El automóvil se alejó, espantando a las gallinas. Yo salí corriendo
del establo para saludar a Jack con la mano. Iba muy rígido, sentado
junto a su madre. Agité mi pañuelo.