Ya nadie incendia
el mundo de Victoria Guerrero.
Estruendomudo editores, 2005
Por Martín
Rodríguez-Gaona
A mediados de la década de los ochenta, los jóvenes
poetas peruanos se enfrentaron a grandes retos formales y discursivos
que, inevitablemente, hacían eco de la violencia política
que marcaría el doloroso ingreso del Perú en un terrible
fin de siglo. Exigencias urgentes que se traducirían en recitales,
manifiestos, revistas y ediciones que actualizaban antiguas polémicas
en torno al arte comprometido.
Esta misma década, sin embargo, para los lectores nacionales
o capitalinos, señala la irrupción de un importante
grupo de mujeres poetas. Ellas, aparentemente, estaban en su mayoría
al margen de las preocupaciones histórico-sociales y fueron
poco permeables al modelo épico del modernismo anglosajón
que en aquellos años imperaba en el tratamiento de dichos temas.
Los límites del cuerpo y los límites del lenguaje se
fundían en casi la totalidad de estas voces -o, al menos, esto
es lo que más se recuerda- desde el entonces tan mentado Mini
boom de la poesía erótica femenina, exitosa denominación
que con provinciano sensacionalismo, dio espacio, a la vez que distorsionó,
la recepción de las primeras obras de poetas como Rosella Di
Paolo, Patricia Alba y Rocío Silva Santisteban.
Dos décadas después, un libro como Ya nadie incendia
el mundo establece un balance con aquellos años de violencia
y constata que la escritura es siempre parte de un proceso, el mismo
que propone una relectura de lo que asumimos como tradición.
Desde una experiencia también generacional -antes la trágica
“guerra interna”, hoy el exilio académico- Victoria Guerrero
ha logrado fusionar asuntos previamente irreconciliables, como la
memoria histórica y el testimonio femenino, con sus mártires
anónimas y sus gestas mínimas, demostrando que las poetas
en el Perú presentan una alternativa de lectura frente a la
historia oficial y sus convencionalismos.
Ya nadie incendia el mundo establece una especie de inventario
de la pérdida, una cronología de fracasos compartidos,
en el que periodo a periodo se constata no sólo la poco saludable
situación del Perú en el último cuarto del siglo
XX, sino la inutilidad de la propia escritura y, más radicalmente,
la esterilidad de todo sacrificio. Quienes esperen encontrar en este
libro poemas cerrados, pequeñas perfecciones muertas desde
su origen, terminarán decepcionándose, tanto como los
que gusten del lamento vociferante o de la reivindicación estridente.
La poeta, que cierra el libro firmando como Victoria, habla desde
el espacio socialmente asignado (una voz subalterna, soterrada) para
reescribir escenas aparentemente autobiográficas (el nacimiento,
la niñez, la relación con el padre, los duros episodios
clínicos), asumiendo así la reconstrucción del
silencio histórico: el discurso íntimo y el discurso
social (ambos sangrantes, crispados) se tornan parte de un imaginario
“cuerpo nacional”: los cuerpos fragmentados, desaparecidos, torturados,
son los vestigios de un aborto republicano, del monstruoso sacrificio
democrático que compartimos tanto la metrópoli como
la periferia.
De esta forma Victoria Guerrero subvierte para sus propios fines
todos los elementos que a su disposición pone la tradición,
y habla desde ella, invocando tanto a sus hermanas y compañeras
de viaje (desde Blanca Varela hasta poetas contemporáneas),
como a sus maestros. Entre estos últimos, el flujo de su nerviosa
escritura y la pretensión documental la conectan con Carlos
Oquendo de Amat, quien regresa en su voz mediante versos que componen
una imagen en negativo del autor de Cinco metros de poemas
(obviamente, la oscuridad prima sobre la ternura, pero esta variante
le permite asumir una lectura política que el genial puneño
no resolvió desde la poesía). Otro interlocutor importante
del libro es un compañero generacional, inmolado por su desesperación
más individual y por lo tanto insondable, a quien, no obstante,
la poeta se dirige para recordar que todo sacrificio es inútil,
que hay que saber aceptar que la propia escritura es insuficiente,
como la vida, aunque pese a todo, para quien la escribe, para quien
la produce y la respira, la poesía sea necesaria, como una
expiación, como una reclamación frente a la nada.
Si para las propuestas estructuralistas y posestructuralistas del
primer mundo el poema ha muerto hace mucho, Victoria Guerrero, usurpando
discursos y armas retóricas recuerda que aunque Ya nadie
incendia el mundo todavía hay algo que decir: aún
vale la pena exponer la aventura verbal como una excrescencia, como
una hiriente y hermosa expiación de lo corporal.