Lugares de uso,
de Víctor Hugo Díaz
Por Luis Riffo
Suplemento InVite de El Mercurio de Valparaíso
15 de Julio de 2005
Hay que buscar nuevas voces, nuevas miradas. La poesía, en
su explosiva concentración, puede detonar sentidos que implican
la creación o revelación de facetas ignoradas de la
realidad. Esa virtud
(o esa maldición) no sólo es patrimonio de los grandes
nombres de nuestra historia literaria.
Víctor Hugo Díaz (1965) recibió el año
pasado el premio Pablo Neruda, reconocimiento que entrega anualmente
la fundación homónima, desde 1987, a un poeta menor de cuarenta años y que anteriormente ha favorecido a Gonzalo Millán, Raúl
Zurita, Erick Polhamer, José María Memet y Armando Roa,
entre otros.
Díaz lleva al menos veinte años dedicado a la búsqueda
obsesiva de una expresión en la que el lenguaje y la vida se
reúnan en el mínimo espacio del poema. A mediados de
los ochenta, cuando estudiaba Pedagogía en Artes Plásticas
en la Universidad Católica de Temuco, ya se le mencionaba como
un poeta maldito. Inédito aún en aquella época
(excepto publicaciones en precarias revistas y trípticos que
circulaban de mano en mano), sus textos recogían los mitos
originarios del sur para construir una imagen alucinada y violenta
del mundo, cuando el tono predominante era el de la canción
de protesta y el panfleto.
Poco después, de regreso a Santiago, su hábitat natural,
publicó La comarca de los senos caídos (1987),
poemario que tiene su sello característico: una voz fragmentada
y múltiple, sujetos perseguidos, marginados, asediados, en
el contexto de una megalópolis asfixiante. Era el tiempo de
la cotidiana represión policial, que se ensañaba en
los barrios periféricos de la capital. En 1989 publicó
Doble vida, texto en el cual se rescata la figura del personaje
televisivo David Vincent, el de “Los invasores”, como metáfora
del hombre que es testigo de un grave peligro que se cierne sobre
la humanidad, pero nadie le cree y más bien se le considera
un loco paranoico. Su entrega más reciente es "No tocar" (Editorial Cuarto Propio, 2003).
Su tercera publicación, Lugares de uso, es un libro
de pequeño formato, que guarda en sus páginas la visión
de una ciudad dura, en cuyo territorio de desarrolla la vida fantasmal
de sujetos desplazados, excluidos y atemorizados por poderes casi
invisibles, apenas sugeridos pese a su omnipresencia. Ya no es el
contexto de la dictadura; es la ciudad de nuestros días, pero
descrita desde sus rincones olvidados, desde los sitios baldíos
donde alguien “quería ir bien puesto a su primera cita con
la oscuridad”, en una época donde “estos años se podrían
reducir a una frase / a una luz que atemoriza sin dejar quemaduras”.
La marginalidad se concibe aquí desde dos perspectivas. Una
es la noción de territorio ocupado por las fuerzas de la modernidad,
donde los lugares de los ritos privados, de los grupos excluidos que
se juntan en la sombra, se ven desplazados por estructuras aparentemente
inofensivas:
Construyeron un complejo deportivo
sobre nuestro territorio apache
Nadie ha venido esta temporada
(los corrieron a todos)
Ni el conocido de los árboles y la espesura de la noche
siempre atento a la llegada de sus invitados furtivos
La otra perspectiva es que ante la exclusión surge una actitud
alerta, una lucidez que sirve tanto al marginado para sobrevivir como
al poeta para articular el lenguaje que le permita denunciar las vastas
zonas de oscuridad que proyecta nuestra sociedad autocomplaciente:
Nadie que sale con los ojos bien abiertos
vuelve a casa con las manos vacías
Trae objetos que se piensan
cuando no se piensa en nada
mientras afina su instrumento peligroso
Lugares de uso
Víctor Hugo Díaz
Editorial Cuarto Propio
Santiago, 2002.
53 páginas.
$ 3.000.