Víctor
Hugo Díaz, No tocar
Cuarto Propio, Santiago, 2003, 42 páginas.
Por
Cristián Gómez O.
Revista
Mapocho N°58, Segundo Semestre 2005.
Con su cuarto libro bajo el brazo, Víctor Hugo Díaz
se nos presenta haciendo gala de la privilegiada fragilidad de su
palabra. En esta nueva entrega, el autor de La comarca de los senos
caídos, Doble vida y Lugares de uso, nos
abre la puerta a materiales o bien no tratados en sus publicaciones
anteriores, o vistos sólo superficialmente.
Lo nuevo, entonces, que podemos leer en No tocar tiene que
ver con la forma en que el hablante de
este libro se pone en contacto con la realidad que lo circunda. La
palabra simulacro se nos viene encima con demasiada premura como para
no explicarla primero con algún rodeo. Concepto más
o menos de moda, comodín más o menos útil a la
hora de hablar de la postmodernidad y sus realizaciones artísticas,
la experiencia del simulacro -o precisamente, la falta de ella- nos
remite a esa zona que, gracias a la hipertecnología contemporánea
y la ausencia de una lógica que les otorgue algún sentido
(la mediatización o espectacularización de la realidad
a través de los medios de comunicación y la transparencia
de los signos), parece habitada no por un fantasma que recorra continente
alguno, sino sólo por el cadáver de lo real.
Especie de habitantes del mismo país que Alicia, claro que
de su lado B o por lo menos en su versión más pesadillesca
y gore, los paisajes y personajes que pueblan este nuevo libro de
Víctor Hugo Díaz asisten al derrumbe de aquellos símbolos
que antaño tuvieron un sentido unívoco (lo cual también
es cuestionable) y hoy, si no lo han perdido del todo, parece en cualquier
caso trastocado por las actuales circunstancias. Así, por ejemplo,
esas dos ¿amigas? que en Retrato de dos mujeres contemplan
impertérritas, mientras se desenvuelve en una especie de vacío
rutinario la conversación que mantienen mientras almuerzan,
la modificación irreversible del paisaje citadino y, con ello,
la (im)probable memoria que de él tuvieran. Otro poema elocuente
para esta relación fallida con la realidad (la frase la tomo
prestada de la lúcida reseña que Patricia Espinosa escribiera
sobre este mismo libro), Las paredes no tienen oídos,
resume el mismo aire que todo el libro, aire que nos pareciera querer
decir que la mediatización de lo real, para Díaz, es
menos glamorosa que la de los flashes y las portadas de los
mass media; proviene, también, del desgaste y el deterioro
permanentes a que son sometidos los cuerpos en medio de una resignificación
social y simbólica (y en consecuencia, desde un principio,
económica) en el que la realidad existe en tanto existe la
escritura: "Los ladrillos se disponen como las letras en el teclado
(…)/ Al digitar las teclas/ la pared se construye" (pág.
23).
Todo lo que parece ser lo que no es, es producto del cambio de coordenadas
en la imaginación chilena. Y en esto la lupa de Díaz
llega a ratos a ser maestra. Todo en sus poemas deviene símbolo
de otra cosa. Evidentemente, esto dicho así no es ninguna novedad
y hace rato que se ve en el mercado público de la poesía.
La gracia en No tocar es que esa otra cosa que significan las
imágenes de estos poemas, esos referentes -reales o ficticios,
históricos o simbólicos- son considerados en su conjunto
como el resultado de los cambios (muchos de ellos traumáticos)
a los que se ha visto enfrentada la sociedad chilena. A saber, aunque
ya sabemos: el golpe, los diecisiete años, la posterior imposición
a raja tabla del neoliberalismo y sus múltiples consecuencias,
el ingreso, en suma, a una modernidad que no termina de ser tan coja
como incompleta. Los transitorios símbolos de status -la democratización,
por ejemplo, de los celulares-, el tráfico de identidades a
diestra y siniestra y el retrato de una cotidianidad que, pese a su
paulatina degradación, es representada como el último
bastión de la realidad, son la materia de este libro y, también,
el síntoma de su indecisión. Si por una parte el hablante
del conjunto (un flaneur cuya conciencia está hecha de sus
recorridos por la ciudad de Santiago: "Escribo caminando y me
siento a corregir" reza el epígrafe con que se abre el
volumen) nos espeta frases como ésta: "No importa el silencio
sino el vacío de la frase", perteneciente al poema que
le da título al libro, la cual parece enfatizar la imposibilidad
de todo contacto con lo real, al mismo tiempo nos señala (cfr.
"Atracadero", página 27) que el anclaje voyerista
de la mirada del poeta tiene sustento en esa pareja de amantes que
en el atardecer buscan el refugio del pasto y del parque para, lisa
y llanamente, tocarse. Para los efectos de un libro que retrata como
pocos el estado de una sociedad chilena en el momento de su actual
y prolongada coyuntura, Víctor Hugo Díaz ha hecho a
partir de esta indecisión un libro no sólo bien escrito
-pero qué significa que un libro haya sido bien escrito-, sino
además un libro necesario.