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Escritura, territorio e historia.
Sobre el uso de franquicias discursivas en un libro de Verónica Jiménez
(Nada tiene que ver el amor con el amor, Ediciones Piedra de Sol, 2011)

Leonardo Videla



... .. .. .. .. ..

I

Concedamos por un rato que la poesía determina un territorio.

Qué tipo de territorio, todavía está por verse. Concedamos, en cualquier caso, que todo territorio define un borde, una frontera más o menos difuminada según el ojo del viajero que llega a sus aduanas. Para el lector o, más bien, para el lector a secas, no debería haber problemas esenciales para ingresar al territorio de la poesía chilena: no trae nada que pueda competir con los frutos típicos del país, y tan sólo le queda pasearse por sus ferias, desembolsar nervios, lucas, y consumir. Para la escritura, en cambio, que quiere ingresar cargada de mercancías competitivas, se impone necesariamente el pago de un arancel. De un tributo. La forma de pagarlo (el tipo de franquicia[1] a la que se acoge esa particular escritura en tránsito) determina, por un lado, las estrategias discursivas y los procedimientos expresivos presentes en el texto y, por otro lado, las modalidades de posicionamiento (social) y presentación (material) de esa escritura.

Concedamos que sin duda sería interesante e instructivo que alguien dedicase algo de energía en delinear un mapa de los modos de posicionamiento y presentación de las escrituras de los últimos años en Chile. Por ahora, en cualquier caso, me interesa hacer un (muy grueso) barrido sobre la otra dimensión destacada más arriba, a saber, aquella referida a las estrategias discursivas determinadas por las franquicias a las que se acoge (o no se acoge) la escritura de que da cuenta este libro de carácter antológico de Verónica Jiménez.

II

Concedamos que hay que dotar al asunto con algo de perspectiva. Por ejemplo: harto se ha insistido sobre el hecho de que muchos poetas que empezaron a publicar en los años 90 han transpuesto en sus textos representaciones más o menos alusivas (y elusivas) del estado de cosas del Chile transicional[2]. La mismísima idea de “Náufragos”, término acuñado por Javier Bello para referirse a sus compañeros de promoción[3], pareciera aludir a la condición de “ir a la deriva” entre dos tiempos, entre un “antes” hecho de promesas de renovación total de la vida política (y por extensión, social y cultural) de Chile, y un “después” donde esas mismas promesas fueron rápidamente defraudadas. De manera muy peculiar, esta antítesis transparentada por muchas de las escrituras referidas por Bello (y veremos que tal transparencia se verifica en el caso de Jiménez) se proyecta y plasma en un conjunto de procedimientos expresivos y retóricos que transponen la dimensión temporal del complejo histórico en una dimensión espacial. Concedamos por un rato que la poesía es un territorio. Concedamos, por lo tanto, que trata también de territorios. ¿Cuáles? En el caso presente, de Jiménez, está por verse. Bello, sin embargo, algo nos adelantaba al respecto cuando nos decía que, para muchos de su promoción, “la heterotopía se presenta como el refugio mítico y mitificado donde sujetos perdidos, "náufragos", se "encuentran””.  Dejando de lado el hecho que Bello es bastante condescendiente con las representaciones que de estos “refugios míticos” hacen algunos de sus compañeros de promoción (y lo es también, y más, cuando hablando de Palabras Hexagonales, libro aquí antologado, pontifica precríticamente que “son los habitantes perennes de los lares, hijos de la tierra, atados a ella, los que establecen una relación verdadera con los elementos que los rodean”[4]: volveré sobre Jiménez y su relación con los lares y el adjetivo verdadero de inmediato), dejando de lado el hecho, decía, de que Bello no llega a poner bajo sospecha estos tópicos, no cabe duda que su aproximación al tratamiento de las escrituras de los 90 es pertinente a la hora de leer a Jiménez en relación a las franquicias de las que se hablaba antes.

Partamos por aquello que salta a la vista en este libro de Jiménez: la vocación de errancia, expresada en varios modos: gran parte del libro está imbuido en un régimen marítimo, ya sea que se hable de la tierra o del cuerpo. Mares, sin ir más lejos. Mares, esa sección que, para más señas, lleva el epígrafe de Seferis, el cantor de la diáspora griega post-Smirna y que, no por nada, ingresa por analogía con nuestra propia diáspora chilena post-dictadura, pre-transición (diáspora externa, claro, pero interna también). He aquí que la idea de “deriva” aludida por Bello se cristaliza en la poesía de Jiménez: se ha abandonado una costa dejando atrás la vida (verdadera o, al menos, en conformidad con una verdad cercana al mito, etc.) y estamos a la deriva oyendo el canto de los muertos, las voces sumergidas, los cementerios costeros, o bien recalamos en oscuras radas que no eran en absoluto el puerto humano que se nos había prometido. Una deriva, eso sí, que extrañamente no deja de ser festiva:

Nosotros que tuvimos que pasar
por tantos puertos llenos de agitación
pernoctando en pequeñas lanchas
azotadas por la lluvia y por las olas
y que fuimos a un tiempo
alegres ebrios a bordo de cargueros sin destino
y silenciosos marineros abandonados en la bahía
                                           (La derrota del Mar)

una errancia que se solaza en sí misma. Tanto así que a ratos, cuando se atraca en un puerto, el sujeto de los poemas, como el Odiseo de Kasantzakis, no halla otra solución para seguir cantando que arrojarse de nuevo a la vastedad, ya sea la del mar, si está a mano, o bien la del cuerpo del deseo. Rápidamente entran por metonimia en los poemas, la oscuridad del encuentro de los cuerpos. Porque la deriva, dejémoslo claro, es nocturna para Jiménez. “La luz es sedentaria”, epigrafea en Cuerpos Contrarios, y es en cambio la oscuridad la que “nos empuja en cuatro direcciones”. Parece estar citando a Novalis cuando (no) pregunta: “Para qué tanta luz.”  Y un poco más adelante:

La carne establece sus propias rutas para el extravío:
intentamos entrar en otro cuerpo
pero no cabemos en una misma mano
y no cabemos exactamente en un mismo pie.
                                           (Cuerpos contrarios)

y en esa nueva, oscura vastedad del objeto del deseo, la voz de los poemas se sigue haciendo cargo de los otros muertos, los fantasmas que habitan esa piel y que sólo por voz vicaria pueden hablar.

III

Ya tenemos como premisa el aire vagabundo que circula por el libro. Pasemos, pues, a precisar el uso de franquicias discursivas en este libro de Jiménez.

Se hacen evidente al menos dos: la franquicia lárica y la franquicia mapuche.

Vamos viendo.

Los lares. Hace unos meses, entrevistando a Floridor Pérez en un lugar muy lárico (las ruinas de la estación de Ferrocarriles de Valdivia), y ante una pregunta que pretendía indagar sobre la visión que tenía de su propia poesía en relación con la llamada poesía lárica (¿te consideraste o no lárico?), Floridor fue enfático en aclararme que lo lárico era “una de las líneas más continuas de la poesía chilena”, y que en ningún caso se circunscribía al manojo de poetas listados por Teillier en su famoso artículo del Boletín de la Universidad de Chile. Según Floridor, en esa “línea de sombra” estarían no sólo los secuaces de los poetas ahí listados, sino también algunos ilustres predecesores, Carlos Pesoa Véliz y el autor del Arauco Domado, sin ir más lejos. De este modo, Floridor, quien en la entrevista aludida de alguna forma lograba zafarse del rótulo lárico à la Teillier (formula considerada, por él, como preñada de una visión citadina al fin de cuentas y, en todo caso, alejada del contacto verdadero con el paisaje de la provincia), se instalaba sin embargo en esa otra línea lárica,  avant la lettre se diría o quizás Uhr-lárica. 

Valga esta divagación, aparentemente extemporánea, como acercamiento a la franquicia de la que me ocupo ahora.

En la extensa sucesión de poemas titulada Mares (a mi parecer los poemas de mayor eficiencia técnica y expresiva por evocativos y cantabili) la voz del sujeto se instala en (o quizás al borde de) un paisaje indesmentiblemente austral, y desde ahí constata los movimientos de mareas, flujos y reflujos naturales y humanos que constituyen a ese paisaje. Una evidente filiación romántica de Jiménez (ya hablé antes sobre la oscuridad novaliana a la que adhiere al evocar el objeto del deseo) tiende a constituir tal punto de observación en un locus epistemológico privilegiado y, a través de las elocuciones que emite desde ahí, proyecta sobre el mismo paisaje una fuerte carga metafórica, cuando no frontalmente alegórica. La radicalidad del gesto es, por cierto, defraudada por una imposibilidad esencial de apropiarse del entorno, y su honestidad al respecto es elocuente:

Soy el visitante y quiero fundirme con este horizonte
de neblina que aplaca las distancias entre el cielo y el mar.
Sin embargo, más allá del escenario en el que ensayo
mi ejercicio de disolución, un joven se aventura
cinco millas al sur en busca de la merluza
y estropea mi tristeza con su temeridad.

Y si bien se agradece la sospecha con que encara su propia pulsión de apropiación, Jiménez no logra denunciar y desenmascarar su propia experiencia como lo que es, una Experiencia Turística en el Lar. Con el resultado que a menudo pasa de contrabando hilachas de discurso con los que (¡una vez más en el largo historial de este vicio de la poesía chilena!) se pretende instalar a los paisanos en una edad de oro de candidez e inocencia:

Prendarse de los hombres que guían pequeñas embarcaciones para transportar
víveres a la isla es algo difícil de evitar. Uno de ellos, particularmente hábil
para sortear vientos contrarios, suele hacer todo tipo de bromas
en el momento de embarcar, azotando el bote contra el muelle,
con el objetivo de que alguna “señorita” caiga sobre él.

El guiño de simpatía habla por sí mismo. Al fin de cuentas, éste, el sur, configura sólo una más de las radas donde se ha ido a recalar tras la diáspora mental de los 90, y no hay razones para sentir una deuda más profunda hacia él.

Y aquí vuelvo a la idea de Floridor Pérez, la de una continuidad subterránea de lo lárico en la poesía chilena, pues sin duda es posible adscribir, si no todo lo que presenta este libro de Jiménez, sí  un buen pedazo de él, a esa “línea de sombra” que partiría, por decir algo, desde el autor del Arauco Domado y terminaría aquí, ahora, en 2011.

Cosa que, concedamos, es algo sospechosa.

Concedamos, también, que el afán de inscripción de cualquier crítica no nace solamente del mal gusto del taxidermista. Concedamos que se trataría de un modo, no peor que otros, de entender las rutas de desplazamiento de esta poesía dentro del territorio de  la poesía chilena y, por esta razón, quizás vale la pena aprovechar el pretexto y echar una mirada a otra dimensión de este mismo territorio que guarda relación con nuestro tema.

Me refiero a la aparición, de un tiempo a esta parte, de escrituras que, si bien son deudoras del Larismo, ponen en tensión los modos discursivos de él derivados, haciendo de pasada un gesto político más eficiente que la evocación de Bellas Estampas. Incluso arriesgándome a parecer odioso (las comparaciones lo son, supongo), cabe referir aquí una ponencia del poeta y crítico Guido Arroyo que viene al caso[5]. En esta ponencia se establece un contrapunto entre, por una parte, el imaginario poético teillieriano entendido como portador de un discurso sobre la poesía y su relación con la experiencia de lo aldea, y, por otra parte, las estrategias de algunos poetas más o menos recientes que irrumpen sospechando sobre la mala fe implícita en esos discursos.  Refiriéndose a algunos de estos poetas, Arroyo declara que en sus obras “se atisba la relación entre escritura, territorio y tiempo, dando cuenta de una vocación por pasarle un cepillo a contrapelo de la historia”. Es instructivo poner lado a lado esta constatación sobre estas nuevas escrituras, con la constatación que hace algunos años hacía Javier Bello refiriéndose (¡mira qué casualidad!) a nuestra autora: “Hay una coincidencia profunda, a lo largo de las obras más relevantes de nuestra tradición lírica, entre aquello oculto que late bajo la superficie de territorios, corrientes y mares, y la pulsión de las escrituras que intentan develarlo”.

Concedamos que en esta última idea, falta uno de los términos resaltados más arriba.

Concedamos, entonces, que tal vez la poesía no es sólo un territorio. Concedamos que quizás no era tan efectivo transponer la dimensión temporal del complejo histórico en una dimensión espacial”, como dije más arriba. Quizás en ese trasvasije (optando por la errancia, cancelando la dureé) es la historia la que pierde.

Concedamos que la negligencia con la historia es peligrosísima, hoy, que hay una guerra por las calles de este país. 

Lo mapuche: Sin embargo, pareciera que Jiménez se hubiese dado cuenta de esta negligencia antes de cerrar su libro. La última sección, titulada Poemas crucificados en la pared, ingresa en una dimensión temática extraña al resto del libro, a saber, el denominado “conflicto mapuche” en la zona de la Frontera. Compuestos como una mélange de confesiones apócrifas de imputados, detenidos, castigados y torturados,

me sacaron los zapatos para interrogarme
me sacaron al patio descalzo entre tres y
me tenían en un rincón y me decían que yo
había quemado yo les decía no y les decía
algo y me decían estás puramente mintiendo
                                           (Praderas de Chol Chol)

yuxtapuestas a retazos de los consabidos discursos hegemónicos que codifican las categorías recién listadas,

Cartografías de una realidad
a mano alzada desde una oficina
de redacción: noticias para después
de almorzar, el conflicto de estas
personas contra el Estado
                                           (Un mapa del año viejo)

los poemas textualizan, casi al límite del maniqueismo, las posiciones antagónicas que ya son un lugar común en cualquier referencia al “conflicto”. Hasta aquí, nada nuevo. Una vez más se delata la pulsión turística de la poesía chilena de los últimos años (Pitrufquen, Chol Chol, el río Pilmaiquen: son las nuevas radas del Turistel Subversivo donde echa anclas la voz para luego partir y seguir partiendo), o, en el mejor de los casos, la actitud del bien pensante que, al final de los años, pretende un título Huilliche Honoris Causa o algún puestillo en alguna ONG capitalina. Como digo, hasta aquí nada nuevo. Salvo por el gesto, que siempre debe agradecerse y servirnos de admonición o señalética, de honestidad intelectual al declarar, en el que tal vez sea el más bello poema del libro, que

EL MAPA NO ES EL TERRITORIO

y que

mientras tocamos
la corriente, mientras
alguien nos cuenta
que en el río Toltén lavaba la india su chamal, las líneas
de la vida y del corazón son borradas por el agua.
Así es como la historia se diluye
iluminada por una mancha amarilla
un sol ancestral cuyo símbolo
cartográfico es un disco en el cielo
que se proyecta sobre
la vaga idea de un territorio
que alguien aplasta
    con una palabra.

 la honestidad, al fn, de declarar que estas palabras, como otras muchas palabras, poco han hecho por asir la historia. “El mapa es la presunción de un territorio”, dice en Comunicado a la UPI, y es como si fnalmente constatara que

EL POEMA NO ES EL TERRITORIO

y que, por extensión, la poesía chilena tampoco lo puede ser.

Quod erat demonstrandum.

 

 

* * *

 

 NOTAS

[1] La noción de franquicia como categoría crítica se la debo a Miguel Rojas Novoa, poeta y académico de la Universidad Austral de Chile, quien actualmente prepara un ensayo sobre el asunto. Obviamente, en el acto de apropiación de esta noción, la he tergiversado para mis  propios fines.

[2] Por ejemplo, ver Sepúlveda Eriz, Magda “El territorio y el testigo en la poesía chilena de la Transición”, Estudios Filológicos, núm. 45, junio, 2010, pp. 79-92, Universidad Austral de Chile, Valdivia, Chile.

[3] Ver Bello, Javier. 1998. “Los náufragos”. Poetas chilenos de los noventa: Estudio y antología. Tesis para optar al grado de Licenciado en Letras. www.uchile.cl/cultura/ poetasjóvenes/ naufragos6.htm

[4] Ver Bello, Javier. “La más delgada voz rodea el territorio”.

[5] “La Frontera a Contraluz de la experiencia”. Este texto originalmente fue preparado para el Congreso “Poesía y diversidades”, realizado en Septiembre del 2010 en la Universidad de Chile.


 

 

 

 

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(Nada tiene que ver el amor con el amor, Ediciones Piedra de Sol, 2011)
Por Leonardo Videla.