Víctor Montoya¹ es un escritor cuya fibra creadora
se nutre de la energía mítica y legendaria de las minas
bolivianas. Ya de entrada, confiesa las raíces de su pasión
por los mineros
Conozco la miseria de sus hogares, el drama de sus luchas y la
tragedia de sus vidas, más trágicas todavía cuando
se sabe que estos hombres mueren con los pulmones perforados por la
silicosis.
Los mineros bolivianos, que durante decenios constituyeron la columna
vertebral de la economía nacional y el bastión de las
luchas reivindicativas, cargan a cuestas las experiencias de lo vivido
y sufrido; ellos son los fantasmas que habitan mis sueños,
los héroes que guían mis ideales y los maestros que
estimulan mi fantasía, a ellos les debo mi eterno agradecimiento...
²
El
laberinto del pecado³ es una novela que registra, en sucesión
temporal, la serie de impactos emocionales que configuran de manera
indeleble la constitución psicológica de un joven llamado
Manuel Ventura. Un personaje inocente señalado de antemano
por el destino para experimentar con él sus componentes más
amargos. Sus precedentes familiares ya prefiguran su desastrado futuro.
En los orígenes está el abuelo, que acaba rebajado de
sus rasgos humanos
mitad blanco y mitad indio, murió aplastado bajo un bloque
de varias toneladas, que sus compañeros tuvieron que trocear
días y noches para encontrarlo. Cuando dieron con el cuerpo
plegado como una lata de conservas, la cabeza hundida en el pecho,
los huesos tronchados, la piel convertida en un cuero de color café
y los ojos secos mirando la nada, todos pensaron que no se trataba
del minero accidentado, sino de un sapo disfrazado de humano. (4)
El progenitor, por su parte, entró a trabajar en reemplazo
del abuelo muerto. Luego de ocupar distintos oficios, ascendió
al cargo de dirigente sindical influido por el ideario de una organización
política clandestina que reivindicaba la dictadura del proletariado,
hasta que un sicario a sueldo del gobierno lo asesinó en la
puerta misma de la administración de la empresa cuando acababa
de dejar un pliego con las peticiones de los trabajadores aprobadas
en la última asamblea. A Manuel Ventura lo único que
le queda como herencia paterna es el casco, las botas de goma, un
sacón rasgado por las gotas de sílice y el puesto de
trabajo en la mina dejado vacante por el padre.
El arranque de la novela se desarrolla con el motivo temático
del estallido social. Cuando su padre se estrenaba como minero, en
diciembre de 1942, los trabajadores, armados con piedras, palos y
barrenos, se organizaron para exigir al gobierno una mejora de sus
condiciones de vida y trabajo, reducción de los precios y respeto
para las organizaciones sindicales. Como única respuesta les
enviaron al ejército que los ametralló sin miramientos.
Llama la atención la presencia en vanguardia de mujeres como
María Luisa, "La palliri"(5)
, que no puede evitar que una bala asesina acabe con el niño
que lleva en brazos como emblema de su apuesta por un futuro mejor
para los descendientes.
Cuando lo que se espera en la biografía del protagonista es
que se cumplan los jalones agridulces propios del zangoloteo de un
estudiante de bachillerato en plena fase de experimentación
vital: asimilación de las enseñanzas impartidas por
los distintos profesores del colegio, diálogos cordiales con
su familia, interrelación amistosa con los amigos de su pandilla,
exhibición de sus habilidades deportivas y de sus descubrimientos
eróticos... todo lo que afecta a Manuel Ventura se trueca en
su contrario: en mojones que señalan los torcidos garabatos
de la desgracia.
La novela desgrana, al tiempo que Manuel Ventura deambula por los
distintos lugares del poblado minero, las cuentas -y los cuentos-
de un rosario fatídico: sus compañeros de pandilla más
afines violan a dos compañeras de estudios y sólo les
preocupa que alguien pueda denunciarlos; el puente por el que pasa
a diario evoca la historia del atroz asesinato de un comerciante árabe
a manos de una vendedera de bebidas; su profesora de inglés
fue raptada por un maniático que abusó de ella y la
dejó en perpetuo desequilibrio; otra mujer, apodada "la
Solterona", es también asesinada de manera brutal por
un desconocido; el violinista que pide limosna delante de la iglesia
ha sido un soldado de la guerra del Chaco y, como consecuencia de
una explosión, ha quedado ciego y paralítico; los distintos
aportes del discurso de los profesores del colegio al que acude demuestran
cómo se sacrifica la pedagogía en aras del adoctrinamiento
clasista y patriotero; su compañera de clase Clarice, el único
personaje positivo y con mentalidad abierta de entre todos los que
se relacionan con Manuel Ventura, acaba casada con un primo militar
que, arruinado por los celos, la hace sufrir lo indecible hasta que,
finalmente, termina con ella a balazos; con su madre, Inmaculada,
"devota en apariencia y pecadora en esencia", mantiene una
comunicación superficial y ha de sufrir que desprecie expresamente
a su enamorada por el hecho de pertenecer a una raza diferente a la
suya.
Manuel Ventura pasa de un soplo de la etapa adolescente a la adulta.
Mal apenas ha tenido tiempo de realizar estudios de bachiller e iniciarse
en las cuitas sentimentales bajo la tutela de su compañera
de clase Clarice y de Candelaria, una chola joven que entró
a trabajar en su casa contratada por su madre para dedicarse a las
faenas domésticas. Pronto desaparecen sus padres, con quienes
apenas había mantenido una relación propia de adultos,
y se queda en casa en compañía de su amada Candelaria
a la espera de tener un hijo fruto de la unión entre ambos.
Remata en la mina en cumplimiento de su inexorable hado familiar,
y es ahora cuando la novela pergeña un retrato del interior
de la explotación que demuestra la dureza del faenar minero
En el nivel 280, donde el laberinto de las galerías se
enraizaba en la montaña, Manuel Ventura ajustó el barreno
de la perforadora entre la penumbra y roca dura, con el rostro desencajado
por la luz de la lámpara enganchada en el guardatojo. Su cuerpo
era sacudido por el traqueteo de la máquina, aunque tenía
los pies plantados en la tierra. Después paró la herramienta
y se retiró a un paraje aledaño, a la espera de que
las corrientes de aire ventilaran las partículas de sílice.
Se quitó el trapo que le cubría la boca, se lavó
las manos con su orín y se sentó sobre un callapo. Abrió
su bolsa de nylon, cogió un manojo de hojas de coca y se las
introdujo una tras una, entre los carrillos de sus dientes menudos
y apretados. (6)
Allá abajo el hombre es una prolongación de la máquina,
preso entre tinieblas e inerme ante los desprendimientos de rocas
del techo, sólo puede ver una línea de luz procedente
de su casco que siempre le señala el tajo. Respira sílice
corrosiva y masca coca con la que intenta filtrar el polvo y neutralizar
el cansancio. De vez en cuando, suena en la distancia la descarga
de la dinamita en una galería lejana y se hace presente el
galope de los caballos de la muerte conducidos por el Tío y
la Chinasupay, deidades que vigilan atentamente la extracción
del mineral y los pasos inciertos de los trabajadores por los socavones.
De las profundidades rescatan un día a Manuel Ventura para
que asista al nacimiento de su hijo. Cuando llega a casa se encuentra
con Candelaria muerta sobre las mantas ensangrentadas y a su hijo,
convertido en despojo humano, arrojado debajo de la cama. La parte
final de su vida está regida por el alcohol que le sirven en
las tabernas y la cháchara de los borrachos. El último
relato que escucha Manuel Ventura, antes de desaparecer para siempre,
incapaz de soportar su soledad y desvalimiento, es el de un ex-guerrillero
que, en la taberna, rodeado de beodos, explica por enésima
vez cómo se las ingenió para salvar la vida en aquella
emboscada tendida por los militares que exterminó a todos sus
compañeros de partida.
La mina y su entorno actúan de nuevo como el Saturno que devora
a sus servidores. En el interior de las instalaciones se suceden los
accidentes mortales y está presente el polvo de piedra que
destruye secretamente los pulmones de los trabajadores. En el exterior,
estallan los conflictos sociales cada vez que los mineros y sus familias
se reagrupan para demandar alguna mejora en las condiciones de su
vida y faenas laborales. Los poderosos responden siempre echando mano
del ejército y con la masacre de los más débiles.
Así los condenan una y otra vez al desastre y a la falta de
perspectivas para sus descendientes. Un día estalla el polvorín
de la empresa y ocasiona un reguero de muertos, en otro asesinan impunemente
a un dirigente sindical o los policías arrastran por la calle
a un obrero ensangrentado con los ojos vendados y maniatado, seguido
del coro que forman su esposa y tres hijos pequeños que gritan
su desesperación ante la presunción de que será
torturado y, tal vez, embalsamado en un bloque de hormigón...
no parece que haya salvación social posible y el caso de Manuel
Ventura viene a corroborar que tampoco existen salidas individuales.
Con el juego de palabras que esconde su apellido se busca representar
la desventura de los hombres y de las mujeres de todo el continente
latinoamericano condenados a permanecer varados a la espera de que
otros muevan los hilos de un porvenir incierto.
Llama la atención la presencia abundante de mujeres: la palliri
María Luisa, símbolo de la maternidad, del arrojo y
de la lucha frustrada por un mañana más halagüeño
para sus hijos. La estudiante Clarice, hija de un técnico de
la empresa de ideología comunista, destaca por su consistencia
ideológica y sus ansias de libertad, anuladas por una mala
elección de pareja y por la violencia con la que se organiza
todo a su alrededor. Otras dos estudiantes y la profesora de inglés
del colegio son víctimas sometidas a la violencia sexual. La
madre del protagonista es ejemplo de la hipocresía social de
quien, por su origen criollo, busca una mejor relación con
la iglesia y las exigencias sociales dominantes. La novia, Candelaria,
representa la inocencia de los indígenas que se han insertado
en el sistema a cambio de convertirse en sus siervos: paga con su
vida cuando se atreve a dar rienda suelta a sus sentimientos más
nobles.
El laberinto del pecado destaca dentro del concierto de la
literatura minera internacional por tratarse de una novela que, sin
descuidar los aspectos esenciales de la denuncia social, da prioridad
al pergeño minucioso de unos personajes impulsados por emociones
y sentimientos que ganan pronto la simpatía del lector. Más
que un antihéroe al uso, Manuel Ventura (y sobremanera Clarice)
deslumbra como modelo de persona que en cualquier otro medio más
favorable podría haber alcanzado fácilmente la felicidad.
Pero aquí, en estos andurriales trenzados a base de infortunios,
está condenado a perecer irremisiblemente, y lo que es aún
peor: se desenvuelve como un ser incapaz de tomar conciencia del porqué
es imán de las catástrofes y cómo evitar el circuito
que lo azacanea hasta la consunción. Hay pesimismo en el tono,
por ser fieles con la razón histórica insoslayable,
pero de ése cuya sustancia invita a no decaer en el optimismo
de la voluntad: desvela entresijos sociales y descubre la interioridad
profunda de unos personajes vigorosos y plenos de bríos saludables.
Cuentos
de la mina (7) está formado
por dieciocho relatos, precedidos de un esclarecedor prólogo
de Alberto Guerra Gutiérrez. Recogen de una tradición
oral, que probablemente se remonta al laboreo de los incas, el sistema
completo de creencias, ritos, leyendas y símbolos con el que
las poblaciones mineras bolivianas han abordado la explicación
de cuanto les rodea. Ese ámbito se desborda en múltiples
ocasiones y sume a los mineros en tragedias tan repetidas como incomprensibles:
de ahí que tengan que valerse de una serie concadenada de mitos
para encajar y esclarecer el origen de tanta desgracia.
La literatura minera en todas las partes del mundo ha asumido, entre
otras, dos funciones primordiales ante la sociedad. De un lado, se
ha encargado de dar cuenta de la evolución de la realidad social
en cada etapa histórica del proceso industrializador. De otro,
ha generado en cada país una muy particular mitología.
Y ello ha sido así porque la extracción de minerales
del fondo de la tierra se apresta más que ningún otro
oficio a las simbolizaciones: se lucha contra la piedra (lo imperecedero)
y contra el fuego (la destrucción regeneradora), el aire está
plagado de gases traicioneros (que actúan como fantasmas) y
el agua provoca torrentes insospechados y destructivos; es decir,
la magia de los cuatro elementos constitutivos de la tierra se reencarna
en variadas figuraciones simbólicas encargadas de evitar que
le esquilmen las riquezas milenarias tan celosamente guardadas.
La presencia y movimientos constantes por el interior y exterior de
los yacimientos de la figura central de estos cuentos, el Tío,
tiene como primer antecedente en la cadena mítica al Hades
griego. Aquel rey de lo subterráneo que es a la vez mina, fragua
e infierno y que posee tantos metales preciosos que se le representó
acompañado del cuerno de la abundancia. La Chinasupay, la esposa
del Tío, que se inmiscuye en los sueños de los mineros,
tiene algo de Perséfone: la mujer de Hades, que alude a la
semilla que penetra en las capas del subsuelo hasta que germina y
brota. En ocasiones, el Tío recuerda también a la figura
de Sílfax: aquel personaje, mitad hombre y mitad diablo, que
habita en las profundidades y que se convierte en el principal antagonista
en Las Indias Negras de Julio Verne.
La figura del Tío se muestra como la deidad omnipotente. Con
él se inicia el libro ("¿Por qué el diablo
se llamó Tío?") vinculado con la figura del demonio
que seduce a una mujer con el fin de procrear un hijo. El poder eclesiástico,
como fuerza mágico-religiosa antitética, impide su nacimiento
y quema en la hoguera tanto a la madre inocente como al hijo tan deseado
por la bestia. Ésta reacciona y se venga de los mineros arrasando
todas sus pertenencias. El monstruo no ceja en su empeño hasta
que los mineros ceden y firman con él un pacto que incluye
su dominio absoluto sobre yacimientos y minerales. Desde entonces,
el diablo se reencarna en el Tío y exige acatamiento en forma
de rituales (a base de ofrecimientos de hojas de coca, cigarros y
botellas de aguardiente) y subordinación absoluta a sus designios.
Alrededor del Tío concluye el libro ("El último
pijcheo") con otro relato que reproduce la despedida histórica
entre el último minero y este dios de las profundidades. El
Tío justifica con detalle su genealogía (relacionada
con las creencias de los urus), su gresca con el dios Inti, el envío
contra los humanos de las cuatro plagas (serpiente, lagarto gigante,
hormigas voraces y sapo) que tuvo que contrarrestar la ñusta
Anti-Wara y su posterior conversión en el Supay protector de
los mineros. Éstos, gracias al poder de la superstición,
que mezcla elementos paganos propios de la cultura ancestral con otros
procedentes de la tradición religiosa de raíz cristiana,
lo confunden con Lucifer y lo tratan con una mezcla de temor, cariño
y respeto. Le llaman Tío
Desde cuando los primeros mineros entraron en mi humeante cueva,
horadando las rocas como topos humanos. Aquí me encontraron
transformado en roca de la roca, en polvo del polvo y en barro del
barro. Pero como ellos tenían miedo a la oscuridad y el silencio
y cargaban ya en su mente las imágenes demoníacas que
les inculcaron los hombres blancos, reconstruyeron mi imagen en cuarzo
y barro mineralizado, dándome formas desproporcionadas y terroríficas.
Me pusieron ojos de cristal, cachos de macho cabrío, orejas
largas, nariz horrible, dientes sobrenaturales y un enorme pene para
penetrar las rocas y reventar las vetas. A mí, que era bello
y sumiso como la vicuña, me hicieron feo y feroz como el diablo
del infierno. Me bautizaron con el nombre de Tío y empezaron
a rendirme tributos y pleitesía (...)
Me rinden tributo porque soy el amo y señor de los recintos
de la oscuridad y de las riquezas minerales que encierra el subsuelo.
Soy uno de los espíritus masculinos de la fertilidad que fecunda
a la Pachamama. Puedo ser dadivoso con quienes me rinden pleitesía
con sumisión y respeto, y puedo ser cruel con quienes me ignoran
y no cumplen sus obligaciones conmigo. (9)
El Tío está presente con mayor o menor protagonismo
en la mayoría de los cuentos, a excepción de "La
K'achachola", "El Lamero", "La Chinasupay"
y "El Makipura y la Condenada". En "La K'achachola",
una mujer hermosa y elegante, cuya imagen recordaba a la venerada
Virgen del Socavón, se le apareció al charanguero Florencio
Nina el día en que se internó por el interior de los
tajos dispuesto a acabar con su vida, después de verse rechazado
por su enamorada. La K'achachola le ofreció la ilusión
de su cuerpo, que está en todas las partes sin estar en ninguna
en concreto, y le condujo hasta un abismo donde despeñó
al galanteador despechado. Las acciones de "El Lamero" transcurren
dentro de la mina. Allí un hombre, que en el pasado cometió
un crimen pasional, destaca por ser el obrero más respetado
por todos sus compañeros. El día de su muerte desoyó
los consejos de su compañera que le rogaba que no acudiese
al trabajo porque había tenido un sueño que presagiaba
su muerte. Se precipitó al vacío, dando tumbos entre
los riscos afilados de la roca, cuando preparaba, como tantas otras
veces, el tiro de la dinamita. En "La Chinasupay", ésta
se aparece en sueños a un minero, adornada de signos terribles
y contradictorios que el matrimonio no sabe descifrar. En "El
Makipura y la Condenada", un minero ebrio se encuentra en su
camino de retorno al hogar con la Condenada. Ésta adopta la
sonrisa amable de la Chinasupay y lo invita a seguirla hasta el lago.
Allí penetra en sus aguas, entre carcajadas de júbilo,
seguida del Makipura que llevaba prendida en sus ojos la ilusión
del enamorado. Cuando las heladas aguas le llegan a la altura del
pecho, el Makipura reacciona y las abandona librándose así
de una muerte segura. Florencio Nina, el Makipura y el Lamero son
mineros gobernados por unas fuerzas misteriosas situadas fuera de
su control. La presencia femenina, revestida de diversas formas, reales
o simbólicas, es la encargada de manejar los secretos resortes
que conducen a los hombres hacia el cumplimiento de destinos para
ellos ineludibles.
El motivo del accidente minero se reitera en cuentos como el de "El
Lamero" y en otros como "El Timbrero" y "El Juku
y la Viuda". En "El Timbrero" se desploma el ascensor
de la mina sin que el encargado del mismo pueda evitarlo. Como consecuencia,
fallecen diez mineros y se salva inexplicablemente el comportero responsable
de la jaula. En el informe del accidente se declara que todo se debió
a un fallo técnico, pero "el Timbrero" no es capaz
de reponerse de su complejo de culpa. Cuando ya nada ni nadie pueden
sacarlo del marasmo, un día, después de un sueño
reparador y misterioso, sale a la pampa y un rayo lo mata y resucita
a un tiempo. Desde entonces, adquiere unas dotes prodigiosas de carácter
físico y adivinatorio que lo hacen famoso en la comunidad.
Empero no es capaz de hallar un remedio eficaz para vencer la esterilidad
de su esposa. Ésta desconfía de él y lo abandona.
Pierde así el interés para todos aquellos que tanto
le admiraron y acaba siendo víctima de las asechanzas de otro
hechicero, tras el que se escondían los familiares de los mineros
aplastados por el ascensor de la mina (que jamás creyeron en
su inocencia). En "El Juku y la Viuda", un minero entra
por las noches a los yacimientos y roba el mineral de estaño.
En un momento de descanso, el Juku es acometido por un sueño
profundo en el que se le aparece la Viuda y lo invita a disfrutar
de su cuerpo. Cuando cree estar acariciándola, ésta
prorrumpe en sonoras carcajadas que asustan al ladrón y lo
devuelven al estado consciente. Allí quien realmente se encuentra
es el Tío que lo viola y lo revienta por dentro. Detrás
de cada accidente siempre hay algún compromiso incumplido con
el vengativo Tío.
Ocupa un lugar central del libro "El diablo de la envidia",
en donde refiere de manera pormenorizada todos los componentes del
Carnaval de Oruro. Se baila por las principales calles de la ciudad
hasta desembocar en el Santuario del Socavón. Una de sus danzas
más famosas es la diablada, en la que los mineros se
disfrazan de diablos y homenajean tanto a la Virgen como a la figura
del Tío.
Los Cuentos de la mina rinden tributo a las tradiciones orales
que permitieron a los mineros bolivianos relacionarse entre sí,
explicar conductas y sucesos, anclarse en un espacio social y cultural,
dar cuenta de sus deseos más íntimos y desarrollar sus
proyectos más queridos. Su objetivo primordial es preservar
en la memoria colectiva las leyendas, la simbología y los rituales
que conforman la identidad sociocultural de un pueblo sometido a unas
condiciones económicas específicas. Se trata de un universo
impulsado por mecanismos afincados en el interior de la tierra y que
utiliza las fórmulas clásicas del relato mítico:
¿por qué el cerro conserva la silueta de la chola uncieña
y actúa como imán que atrae hacia sí a los hombres
desprevenidos?, ¿cómo es que en las noches de luna llena
puede verse aún a la palliri Soledad Chungara vagando por el
campamento minero, a pesar de que los policías la registraron
como muerta en un accidente de tráfico?, ¿por qué
se salvó solamente el Timbrero en el accidente que acabó
con la vida de los diez mineros?, ¿qué fue lo que aplastó
a la mujer de aquel minero que se atrevió a apostar con el
Tío a costa de su esposa inocente?, ¿cuál es
la verdadera causa de la enfermedad del abuelo del narrador?... Las
deidades de esta singular mitología se entremezclan con las
vidas, los afanes, las pasiones, los miedos, las angustias y los sueños
de los mineros para servir de estandartes de su pobreza, de su desvalimiento,
de su arrojo, de su imaginario colectivo y, sobre todo, de la injusticia
social cometida contra un grupo humano cuya desaparición fue
fríamente ordenada por las leyes del mercado internacional.
Una organización económica insensible al hecho de que
con la desaparición de los mineros del estaño se han
extraviado también unas formas de comunicación interpersonal
y de representación del mundo, una identidad sociocultural
y, en fin, una manera de confrontarse con la realidad que estos Cuentos
mineros tienen el mérito de dejar registrada para siempre en
la historia literaria.
* Benigno Delmiro Coto (Asturias,
España, 1952). Doctor en Filología. Catedrático
de Lengua y Literatura en el Instituto de Enseñanza Secundaria
"Rosario de Acuña" de Gijón (Asturias. España).
Es especialista en literatura minera (La voz en el pozo. El trabajo
en las minas y su presencia en la literatura, Madrid: Akal, 1993 y
Literatura y minas en la España de los siglos XIX y XX, Gijón:Trea,
2003). Coordinador de talleres literarios e investigador en didáctica
de la escritura creativa (La escritura creativa en las aulas. En torno
a los talleres literarios, Barcelona: Graó, 2002).
E-mail: bdelmiro@palmera.pntic.mec.es
***
El Laberinto del pecado. Capítulo II (fragmento)
***
El Laberinto del pecado. Capítulo IV (fragmento)
NOTAS
(1) Víctor Montoya nació en La
Paz (Bolivia), en 1958. Su infancia y primera juventud discurrieron
en el pueblo minero de Siglo XX-Llallagua, al norte de Potosí, donde
se descubrió la veta de estaño más grande del mundo. En 1976 fue perseguido,
torturado y encarcelado. Permaneció en el campo de concentración de
Chonchocoro-Viacha hasta que, en 1977, fue liberado tras una campaña
de Amnistía Internacional. Desde entonces reside en Suecia donde se
dedica profesionalmente a la escritura.
(2) En Víctor Montoya, Cuentos de la mina (Dedicatoria),
p. 10.
(3) Víctor Montoya, El laberinto del pecado,
Malmö (Suecia), Luciérnaga, 1993,140 pp.
(4) Op. cit., p. 104.
(5) Recogedora de trozos de roca mineralizada
en los depósitos de estériles.
(6) Op. cit., p. 127
(7) Víctor Montoya, Cuentos de la mina,
Estocolmo, Luciérnaga, 2000,125 pp.
(8) Las minas de estaño se cerraron
definitivamente en Bolivia a partir de 1986, más precisamente en 1985,
después del decreto supremo 21060. Alrededor de la figura de este
diablo-Tío gira también el libro de Víctor Montoya, Fugas y socavones,
Editorial Ficticia, México, 2002, formado por una recapitulación de
relatos recogidos de la tradición oral minera.
(9) Op. cit., p. 107.