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Cuentos de la Mina, de Víctor Montoya

Benigno Delmiro Coto (*)

 

La literatura que se ocupa de las minas y de los mineros puede incluirse dentro de la llamada literatura social, aunque entraña alguna dificultad determinar con precisión sus propiedades y agrupar de manera coherente el conjunto de sus obras. Se aprecian múltiples dimensiones en esta literatura que se alza vigorosa en defensa de los menesterosos y desheredados por la fortuna y que hunde sus raíces en el pasado histórico medieval.

Mientras la conquista de los mares ha seducido desde siempre la imaginación de escritores y escritoras, y han sido siempre bien tratados marinos -y hasta piratas- por el bondadoso dios Nereo: capaz de cambiar de forma, poseer el don de la profecía y de estar siempre a disposición de los héroes; la conquista del subsuelo, por el contrario, jamás ha tenido tanta suerte en el reparto de las divinidades. Se ha topado con un espacio presidido por un dios bien distinto: el temible Plutón, dueño de los tesoros subterráneos y de las almas de los muertos.

A pesar de tantas adversidades, las minas, aparte de constituirse en el motor del desarrollo económico del último siglo y medio, han generado un arte literario que contribuirá a que, en el futuro, permanezca en la memoria de forma indeleble un colectivo de trabajadores, hombres, mujeres y niños, que han protagonizado una de las páginas más hermosas (y a menudo dolorosas) de la historia reciente. Una historia que no estaría completa si no comprende sus esfuerzos, sus víctimas, sus actos de solidaridad, su compañerismo, su conciencia militante alternativa y sus modos de organizar la lucha reivindicativa. Unas páginas del pasado, teñidas del color de cada mineral, a la que los jóvenes tendrán que recurrir para activar sus enseñanzas si se quieren defender como trabajadores y trabajadoras en un mundo asentado en presupuestos radicalmente injustos y atravesado por desigualdades de viejo y de nuevo cuño.

La literatura minera ha asumido en todas partes del mundo, entre otras, dos funciones primordiales ante la sociedad. De un lado, se ha encargado de dar cuenta de la evolución de la realidad social en cada etapa histórica del proceso industrializador. De otro, ha generado en cada país una muy particular mitología. Y ello ha sido así porque la extracción de minerales del fondo de la tierra se apresta más que ningún otro oficio a las simbolizaciones: se lucha contra la piedra (lo imperecedero) y contra el fuego (la destrucción regeneradora), el aire está plagado de gases traicioneros (que actúan como fantasmas) y el agua provoca torrentes insospechados y destructivos; es decir, la magia de los cuatro elementos constitutivos de la tierra se reencarna en variadas figuraciones simbólicas encargadas de evitar que le esquilmen las riquezas milenarias tan celosamente guardadas.

Se pueden distinguir, entre los variados modos de contar, tres grandes modelos: el argumental (el llamado cuento de nunca acabar, que puede ejemplificarse con Lázaro de Tormes: alguien dispuesto a contarnos los detalles significativos de su vida para justificar el estado de su ambigua situación matrimonial en el presente), el informativo (explica lo que pasó: como cuando aquel hoplita ateniense, llamado Filípides, corrió 42,195 kilómetros para comunicar el resultado del combate mantenido en Marathon contra los persas, y pudo cumplir su objetivo, justo antes de caer exhausto y exhalar su última palabra: ¡Victoria!), y la tercera forma de narrar es la responsable de explicar el trasfondo, lo que se mueve por debajo de la superficie, el por qué de las cosas: ésta es la emprendida en estos Cuentos de la mina.

Ya desde el primer relato, "¿Por qué el diablo se llamó Tío?", se introduce a los lectores en un universo mítico regido por claves simbólicas de significado profundo y protagonizado por unos personajes a horcajadas entre lo real y lo mágico-maravilloso. Este recurso a lo sobrenatural se justifica plenamente en las palabras de uno de los personajes más deslumbrantes del libro, el Timbrero:

Cuando el ser humano se encuentra abrumado por la impotencia y cercado por las adversidades -decía-, recurre a las fuerzas sobrenaturales, pidiendo la realización de un milagro. Estos momentos de impotencia e irrealidad, dan origen a las artes ocultas de brujos y hechiceros, quienes no hacen otra cosa que aliarse con el demonio para contrariar la voluntad de Dios...

Todo responde a motivaciones enraizadas en una tradición antiquísima y bien arraigada que obliga a respetar leyes jamás escritas, pero que están grabadas a sangre y fuego en la memoria de los mineros. Y quien se encarga, allá abajo, entre las tinieblas, de mantener el orden establecido, de defenderlo y de repartir a su libre arbitrio los tesoros subterráneos no es el aguerrido Plutón de la mitología grecolatina, ni siquiera el más endeble Silfax (aquel viejo penitente que aparecía en Las Indias Negras -1877-, de Julio Verne) sino el Tío: una contrafigura de las deidades presentes en todas las religiones. El Tío es el auténtico protagonista del mundo minero aquí expuesto y su presencia directa o presentida figura en todas las páginas de este libro. Por eso conviene adelantar algo sobre su idiosincrasia:

No soy un diablo traído en las carabelas de los conquistadores, sino la deidad sagrada y mitológica de los urus, entre quienes cuidé de los animales silvestres desde los albores del Mundo, hasta que cierto día, al enterarme de que los hombres me dieron la espalda para adorar a otro dios más luminoso y poderoso, opté por vengarme de la traición acumulando el fuego volcánico de las montañas, en cuyas entrañas atronaron voces más fuertes que los truenos (...) De dios protector de los urus y los rebaños silvestres, me he convertido en el Supay protector y benefactor de los mineros, quienes, merced a sus supersticiones y creencias pagano-religiosas, me confunden con Lucifer y con la deidad protectora de las riquezas de la mina, donde me tratan con temor, cariño y respeto. ("El último pijcheo").

Así como del legendario mítico de Asturias (España) forman parte personajes como las xanas, las sirenas, el cuélebre, los moros, el nuberu, el trasgu, el diañu burlón, el busgosu, el hombre lobo y otros más, cuyas leyendas y sucedidos se han transmitido durante siglos, contados las más de las veces al calor y lumbre del hogar campesino, centro de la vida familiar hasta tiempos muy recientes; alrededor de las vetas del estaño de las minas bolivianas no se encuentra el Tío solo: por allí también deambula una constelación de personajes de una originalidad sorprendente y de gran valor simbólico, que poco tienen que ver con los personajes de carne y hueso mortal, acuñados en la literatura minera europea, tales como Etienne Lantier (en Germinal, de Emilio Zola), Daniel (en Daniel, de Joaquín Dicenta), Teresa (en Teresa, de Leopoldo Alas "Clarín"), "el Mellao" (en El vencido, de Manuel Andújar), Laureano Mahojo (en Tiempo perdido, de Bruno Arpaia), los Plutón y Joyana (en La aldea perdida, de Armando Palacio Valdés) o el mismísimo Manuel Ventura (en Laberinto del pecado, de Víctor Montoya). En la órbita minera giran unos seres prodigiosos: la Chinasupay o la Vieja (una muy particular Perséfone: esposa del Tío y celosa hasta el punto de que, por defender su amor y territorio, era capaz de hacer desaparecer las vetas y causar estragos y no resistía la presencia de palliris disfrazadas de mineros), el qhencha Condori (que irremediablemente acarreaba la desgracia), la K'achachola (quien, luego de ofrecerle la ilusión de su cuerpo al charanguero Florencio Nina, lo exprimió hasta el último aliento), el Timbrero (que empezó siendo el minero encargado del ascensor de la mina para convertirse luego en un ser prodigioso que hacía milagros con sólo hablar y tocar a la gente con las manos), la chola uncieña (la enamorada del diablo que permanece para siempre esculpida en el perfil de un cerro y emite quejidos, cual sirena ante el paso de Odiseo, que sobresaltan a los arrieros temerosos), el hijo del Tío (es un niño que el Tío hizo concebir a la hija de un minero en un día de tormenta y ahora, transformado en duendecillo, se aparece algunas veces en forma de gato negro, perro blanco o gallo rojo o en forma de demonio), un monstruo (de dos cabezas, cuatro piernas y cuatro brazos que habita en el paraje más profundo y alejado de la mina concebido después se que el Tío forzara a la hija de un minero), el Juku (entra todas las noches en la mina a robar el mineral del diablo hasta que se le aparece la Viuda, que no es otra cosa que una reencarnación del Tío, para violarlo y destrozarlo), el Chiru-Chiru (era el apodo de un famoso ladrón que asaltaba a las familias ricas para después repartir el botín entre los pobres, pero no por caridad sino por el interés de que lo protegieran en caso de peligro) y la Virgen del Socavón (es la deidad que sirve para equilibrar, desde el lado bueno, la balanza que, en lado opuesto, ocupa el Tío: ambos han pactado estar juntos en la fiesta del Carnaval).

La figura del Tío se define como deidad omnipresente y omnipotente. Con él se inicia el libro ("¿Por qué el diablo se llamó Tío?") vinculado a la figura del demonio que seduce a una mujer con el fin de conseguir de ella un hijo. El poder eclesiástico, como fuerza mágico-religiosa antitética, impide su nacimiento y quema en la hoguera tanto a la madre inocente como al hijo tan deseado por la bestia. Ésta reacciona y se venga de los mineros arrasando todas sus pertenencias. El monstruo no ceja en su empeño hasta que los mineros ceden y firman con él un pacto que incluye su dominio absoluto sobre yacimientos y minerales. Desde entonces, el diablo se reencarna en el Tío y exige acatamiento en forma de rituales (a base de ofrecimientos de hojas de coca, cigarros y botellas de aguardiente) y subordinación absoluta a sus designios. Y alrededor del Tío concluye el libro ("El último pijcheo") con otro relato que reproduce la despedida histórica entre el último minero y este Plutón de las profundidades. El Tío nos alecciona sobre su genealogía (relacionada con las creencias de los urus), su gresca con el dios Inti, el envío contra los humanos de las cuatro plagas (serpiente, lagarto gigante, hormigas voraces y sapo) que tuvo que contrarrestar la ñusta Anti-Wara y su posterior conversión en el Supay protector de los mineros. Éstos, gracias al poder de la superstición, que mezcla elementos paganos propios de la cultura ancestral con otros procedentes de la tradición religiosa de raíz cristiana, lo confunden con Lucifer y lo tratan con una mezcla de temor, cariño y respeto. Le llaman Tío:

Desde cuando los primeros mineros entraron en mi humeante cueva, horadando las rocas como topos humanos. Aquí me encontraron transformado en roca de la roca, en polvo del polvo y en barro del barro. Pero como ellos tenían miedo a la oscuridad y el silencio, y cargaban ya en su mente las imágenes demoníacas que les inculcaron los hombres blancos, reconstruyeron mi imagen en cuarzo y barro mineralizado, dándome formas desproporcionadas y terroríficas. Me pusieron ojos de cristal, cachos de macho cabrío, orejas largas, nariz horrible, dientes sobrenaturales y un enorme pene para penetrar las rocas y reventar las vetas. A mí, que era bello y sumiso como la vicuña, me hicieron feo y feroz como el diablo del infierno. Me bautizaron con el nombre de Tío y empezaron a rendirme tributos y pleitesía. (...) Me rinden tributo porque soy el amo y señor de los recintos de la oscuridad y de las riquezas minerales que encierra el subsuelo. Soy uno de los espíritus masculinos de la fertilidad que fecunda a la Pachamama. Puedo ser dadivoso con quienes me rinden pleitesía con sumisión y respeto, y puedo ser cruel con quienes me ignoran y no cumplen sus obligaciones conmigo. Así, cuando tengo hambre, si no me ofrendan sangre de llamas, corderos y gallos sacrificados, siempre me trago a uno de los mineros para saciar mi hambre y me bebo su sangre para aplacar mi sed. ("El último pijcheo").

El Tío está presente con mayor o menor protagonismo en la mayoría de los cuentos, y se prescinde de él en el titulado "La K'achachola". En éste, una mujer hermosa y elegante, cuya imagen recordaba a la venerada Virgen del Socavón, se le apareció al charanguero Florencio Nina el día en que éste se internó en el interior de la explotación dispuesto a acabar con su vida, ya que no soportaba el rechazo de su enamorada. La K'achachola le ofreció la ilusión de su cuerpo y le condujo hasta un abismo donde despeñó al galanteador despechado. Si se presta atención a la sustancia del contenido, destacan cuentos como "El Lamero": un hombre, que en el pasado cometió un crimen pasional, es el obrero más respetado en la empresa. Después del Tío y la Chinasupay, es la persona más importante de la mina porque se encarga de detectar las vetas de estaño y colocar los cartuchos de dinamita en el punto exacto donde más mella hagan en la roca. El día de su muerte desoyó los consejos de su compañera: ésta le rogaba que no acudiese al trabajo porque había tenido en sueños el presagio de su muerte. A pesar de atesorar tanta experiencia y sabiduría en el oficio, se precipitó al vacío de forma inesperada, dando tumbos entre los riscos afilados de la roca, cuando preparaba, como tantas otras veces, el tiro de la dinamita. Tal vez la razón última de su accidente estribase en la poca condescendencia que mostraba tanto con los demás compañeros como con el Tío, distraído, como iba siempre, en sus remordimientos. Cuando se trata de un personaje femenino, sobresale Soledad Chungara, una palliri que recogía los trozos de roca mineraliza en los desmontes. Era tan hermosa que el Tío se enamoró al instante de ella y le concedió la mejor veta de estaño si accedía a venderle su alma. Pero, una vez convertida en la mujer más rica de la región, pensó en librarse del pesado compromiso y trató en vano de escabullirse. Cuando, presa del pánico, huía aceleradamente, su automóvil se despeñó por un barranco. Y es que de la presencia del Tío no se libra nadie, ni siquiera el narrador cuando, por las vueltas del destino, recale en Suecia:

Cuando desperté del sueño, el cuerpo empapado en sudor y los ojos navegando entre lágrimas, tuve la extraña sensación de que el Tío, quien me asustó queriendo sin quererlo, se instaló en mi vida desde el primer día en que lo vi en la mina de Siglo XX, sentado en su trono cual soberano de las tinieblas y dueño absoluto de las riquezas minerales. Y, aunque tenía ganas de maldecir mi suerte por haberlo conocido y traído a Suecia, me quedé callado en siete lenguas y traté de mantener la calma, pues sabía que el Tío, con o sin mi consentimiento, estaba dispuesto a seguirme de cerca, muy de cerca, en las buenas y en las malas, hasta la hora de mi muerte.

Cuando un minero conversa con el Tío, en lo que se supone es la despedida definitiva, éste le replica con orgullo:

¿No te das cuenta que estás poseído, carajo? ¿Que estoy encarnado en tu cuerpo, que formo parte de tu sangre y de tus huesos?...

Al parecer, hasta el suspiro final del último minero boliviano perdurará el aliento y la imagen del Tío y no cejará en ocupar su espacio en los sueños de cada noche.

El motivo del accidente minero se reitera también en otros cuentos como "El Timbrero" y "El Juku y la Viuda". En "El Timbrero" se desploma el ascensor de la mina sin que el encargado de su manejo pueda evitarlo (aquí recuerda a la pieza teatral Daniel -1907- de Joaquín Dicenta, que culminaba con el desprendimiento de la jaula con los patronos dentro, o a la novela La espuma -1891- de Armando Palacio Valdés, donde el accidente presentido se quedó en un simple susto). Como consecuencia, fallecen diez mineros y se salva inexplicablemente el responsable del ascensor. En el informe del accidente se declara que todo fue debido a un fallo técnico, pero "el Timbrero" no es capaz de reponerse de su complejo de culpa. Cuando ya nada ni nadie pueden sacarlo del marasmo que lo anula psicológicamente, un día, después de un sueño reparador y misterioso, sale a la pampa y un rayo lo mata y resucita al mismo tiempo. Desde entonces, adquiere unas dotes prodigiosas de carácter físico y adivinatorio que lo hacen famoso en la comunidad. Empero no es capaz de hallar un remedio eficaz para vencer la esterilidad de su esposa. Ésta desconfía de él y lo abandona. Pierde así el interés para todos aquellos que tanto le admiraron y acaba siendo víctima de las asechanzas de otro hechicero, tras el que se escondían los familiares de los mineros aplastados por el ascensor de la mina (que jamás creyeron en su inocencia). En "El Juku y la Viuda", un minero entra por las noches a los yacimientos y roba el mineral. En un momento de descanso, el Juku es acometido por un sueño profundo en el que se le aparece la Viuda y lo invita a disfrutar de su cuerpo. Cuando cree estar acariciándola, ésta prorrumpe en sonoras carcajadas que asustan al ladrón y lo devuelven al estado consciente. Allí quien realmente se encuentra es el Tío que lo viola y lo revienta por dentro. Detrás de cada accidente siempre hay algún compromiso incumplido con el vengativo Tío. Tanto Florencio Nina como el Lamero o el Timbrero son mineros gobernados por unas energías psíquicas profundas que orientan sus comportamientos hacia fines misteriosos siempre situados fuera de su control.

En "El diablo de la envidia" se refieren de manera pormenorizada todos los componentes del Carnaval de Oruro que se baila por las principales calles de la ciudad hasta desembocar en el Santuario del Socavón. Una de sus danzas más famosas es la diablada, en la que los mineros se disfrazan de diablos y homenajean tanto a la Virgen como a la figura del Tío. Se escenifica la confrontación inevitable entre las potencias representativas del Bien y del Mal. El arcángel San Miguel se encarga de forzar la confesión de culpabilidad del diablo amarillo corroído por la envidia, poco antes de asestarle una justiciera estocada en el pecho. Al menos, una vez al año, y aunque sea en forma de ritual celebrado en la superficie, las fuerzas del Bien se imponen al Mal y triunfa la justicia.

Los Cuentos de la mina rinden tributo a las tradiciones orales que permitieron a los mineros bolivianos relacionarse entre sí, explicar conductas y sucesos, anclarse en un espacio social y cultural, dar cuenta de sus deseos más íntimos y desarrollar sus proyectos más queridos. Su objetivo primordial es preservar en la memoria colectiva las leyendas, los símbolos y los rituales que conforman la identidad sociocultural de un pueblo sometido a unas condiciones económicas de explotación rigurosa. Se trata de un ámbito impulsado por resortes afincados en el interior de la tierra y que utiliza las fórmulas discursivas del relato mítico: ¿por qué el cerro conserva la silueta de la chola uncieña y actúa como imán que atrae hacia sí a los hombres desprevenidos?, ¿cómo es posible que en las noches de luna llena pueda verse aún a la palliri Soledad Chungara vagando por el campamento minero, a pesar de que los policías la registraron como muerta en un accidente de tráfico?, ¿por qué se salvó solamente el Timbrero en el accidente que acabó con la vida de todos sus compañeros de jaula?, ¿dónde radica la causa de la enfermedad del abuelo del narrador?...

Las deidades de esta singular mitología se entremezclan con las vidas, los afanes, las pasiones, los miedos y los sueños de los mineros para servir de estandartes de su imaginario colectivo, de su pobreza, de su desvalimiento, de su arrojo, y, sobre todo, para denunciar al mundo entero la injusticia social cometida contra un grupo humano cuya desaparición fue fríamente calculada por las leyes del mercado internacional. Una organización económica multinacional insensible al hecho de que con la desaparición de los mineros del estaño se han extraviado también unas formas de comunicación interpersonal y de representación del mundo, una identidad sociocultural y, en fin, una manera de relacionarse con la vida y con la muerte que estos Cuentos de la mina tienen el mérito de dejar registrada para siempre en la historia literaria y en la historia de la humanidad. Una historia que debería atender también a lo que les sucede a los millones de seres sin historia, que son como estos mineros bolivianos: esos de los que pocas veces han salido en los periódicos e informativos y que, a todas horas del día y en todos los países del globo, se levantan a una orden del sol y van a sus puestos de trabajo a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna que sostiene a los que tanta bulla meten en la historia.

 

 

 


* Benigno Delmiro Coto (Asturias, España, 1952). Doctor en Filología. Catedrático de Lengua y Literatura en el Instituto de Enseñanza Secundaria "Rosario de Acuña" de Gijón (Asturias. España). Es especialista en literatura minera (La voz en el pozo. El trabajo en las minas y su presencia en la literatura, Madrid: Akal, 1993 y Literatura y minas en la España de los siglos XIX y XX, Gijón: Trea, 2003). Coordinador de talleres literarios e investigador en didáctica de la escritura creativa (La escritura creativa en las aulas. En torno a los talleres literarios, Barcelona: Graó, 2002). Ha sido coordinador de Cuentos de mujeres sobre la mina, Gijón, Colección: Máquina de las palabras, 2005, y del Concurso de Microrrelatos Mineros, Ediciones Madú S. A., 2005-06.

 

 

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Cuentos de la Mina, de Víctor Montoya.
Prólogo de Benigno Delmiro Coto.