Jaroslav
Seifert, poeta por excelencia
Víctor
Montoya
El poeta checo Jaroslav Seifert (1901-1986), nació
en un barrio obrero de Praga. Siendo aún adolescente quiso
ser pintor, pero acabó siendo ganado por la musa de la poesía,
por la dulce melodía de su idioma y por la facilidad de expresión
que le deparaba la
palabra escrita.
Apenas publicó su primer libro, "Ciudad en lágrimas"
(1921), fue considerado por la crítica literaria como el pionero
del nuevo arte proletario, ya que su poesía, además
de reflejar las vivencias de su juventud, reflejaba las influencias
de la revolución rusa y las concepciones filosóficas
del marxismo.
Cuando la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura,
en 1984, el poeta praguense era relativamente conocido en Escandinavia,
razón por la cual la televisión sueca transmitió
un reportaje desde su casa, para ponernos en contacto con una personalidad
atractiva, de conmovedora vitalidad y amor desmesurado por el mundo
y sus habitantes. Jaroslav Seifert apareció sentado en su escritorio,
rodeado de cuadros y libros de autores checos, pues Seifert era un
poeta nacionalista por excelencia, cuyas obras estaban inspiradas
en su propia tierra y, sobre todo, en Praga, ciudad a la que le rindió
pleitesía por medio de sus versos.
Durante el reportaje, Seifert se mantuvo sentado, con las muletas
al alcance de las manos y contestando las preguntas con voz dulce:
"No estoy sorprendido por el premio", les dijo a
los periodistas. Hacía ya cuatro años que había
sido propuesto junto al escritor norteamericano Arthur Miller, al
poeta francés Louis Aragón y Roman Jakobson. Como fuere,
y lejos de falsas modestias, el premio era un gran estímulo
para promocionar la literatura checa a nivel internacional y para
empezar a traducir, junto a su nombre, a otros escritores que permanecían
en el anonimato.
Jaroslav Seifert ha dedicado gran parte de su vida a leer y escribir
poesía, consciente de que su pueblo gustó desde siempre
de este género literario, incluso en los momentos más
trágicos de la guerra. "Yo creo -dijo-, que
la poesía tiene un enorme significado para un pueblo, y mientras
más pequeño es éste, la poesía tiene aún
mayor significado".
Este poeta que alcanzó los 84 años de edad, que amaba
la vida y odiaba la muerte, jugó con los estilos a lo largo
de su carrera literaria. Hasta la Segunda Guerra Mundial escribió
versos con métrica y rima, pero luego de un largo periodo de
enfermedades, empezó a cultivar el verso libre, exento de retórica
y patetismo, bajo las influencias de Apollinaire, Verlaine y otros
poetas del modernismo francés. Así, a este periodo corresponden
sus mejores poemarios: "Concierto en la isla" (1965),
"El cometa Halley" (1967), "La fundición
de las campanas" (1967), "La columna de la peste"
(1977) y "Ser poeta" (1983).
El paraíso poético de Seifert está impregnado
de flores y música, de mujeres y calles. Sus versos son un
ramo de rosas y violetas, un canto a Mozart y Bach. Las mujeres y
Praga no sólo son personajes centrales y temas perpetuos en
su poesía, sino también metáforas de lo mejor
que pueda dar la vida. Junto a las mujeres inmaculadas, de labios
que desgranan versos y ojos que iluminan las tinieblas, se levanta
majestuosa su ciudad natal, con callejas estrechas y plazas barrocas,
con lagos donde se oye el graznido de las gaviotas y canales donde
se descomponen las luces que se descuelgan de los faroles.
Seifert, para unos, era el poeta del proletariado, el escritor que
desde sus primeros tanteos literarios se unió al grupo "Devètsil",
que consideraba que el arte debía estar al servicio del Estado.
En tanto para otros, Seifert era simplemente el poeta del amor, de
la melodía y la belleza estética del poema; ante esta
disyuntiva, claro está, no quedaba más que una tercera
alternativa: Seifert era, indudablemente, el poeta del amor, pero
sus críticas contra el sistema político de entonces
las expresó de manera alegórica en sus poesías,
a pesar de estar consciente de que con versos no se derrumban sistemas
de gobierno.
Este poeta exquisito jamás formó parte de una escuela
ni teoría que tratara la forma de cómo aproximarse a
la poesía y cómo interpretarla, y menos aún de
las teorías del "estructuralismo de la escuela de Praga",
que nació a finales de los años veinte del siglo pasado
en un círculo lingüístico inspirado en el formalismo
ruso.
En un congreso de escritores celebrado en 1956, manifestó
que los poetas son la conciencia nacional, desde el instante en que
trabajan con la palabra escrita y porque tienen mucho más que
ver con la realidad que los músicos o pintores. En 1968 firmó
el "Manifiesto de las 2000 palabras" y, nueve años
después, fue el primero en pronunciarse en defensa de los escritores
perseguidos y encarcelados, y el primero en firmar "Carta
77".
Cuando el gobierno disolvió la Unión de Escritores
Checoslovacos en 1970, Seifert pasó a ser uno de los poetas
cuyos versos no se podían publicar libremente. Sin embargo,
su poesía, vapuleada por la censura, circulaba clandestinamente
en forma de folletos; unas veces, copiadas a máquina y, otras,
a pulso. Circunstancias en las que la poesía de Seifert se
convirtió en símbolo de protesta contra la censura de
prensa y la libertad de expresión.
Después de habérsele concedido el Premio Nobel de Literatura,
este autor praguense, a quien le pesaba más su vejez que sus
enfermedades, siguió creando y recreando su universo, convencido
de que sólo a través del idioma se encuentra la libertad
más elemental. Empero, la noche del 9 de enero de 1986, tras
sufrir un repentino ataque cardiaco, se alejó de este mundo
y de la vida que tanto amó. El día de sus funerales,
una muchedumbre acongojada acompañó su féretro
hasta su última morada. Desde entonces, muchas cosas han cambiado
en su tierra natal. Se dividió Checoslovaquia y se recobró
la democracia.
Jaroslav Seifert
Textos
Ante la puerta
de Matías
"Con la barbilla apoyada en las rodillas solía sentarme
ante la verja del castillo y miraba pelear a los gigantes, uno con
un palo, el otro con una daga, tenía tiempo de sobra, esperaba
el final de aquel combate. La guerra, por entonces, poco a poco retrocedía;
me sonaban las tripas, y había hambre. Pero ¿qué
le importa al cielo cuando llega la primavera?, en los tejados, los
palomos rondaban a las palomas, arrullándose ridículamente,
y suaves lloviznas rosas, azules, caían sobre Praga. Bajo el
funicular, sobre la hierba, las violetas sonreían a los zapatos,
y el vagón se caía entre las flores bajo el tejado,
donde sonaba el timbre. Y en ese momento la fuente antigua me salpicó
de agua, como con una gota de leche la mujer que amamanta, al darse
cuenta de que no miro amorosamente sólo al rostro del niño.
Por lo demás, la belleza de las mujeres abrió hasta
los ojos ciegos de Homero, pero ya era viejo. Luego me limité
a esperar pacientemente a que cayera el mazo y rugiera el cráneo,
a que el viento arrebatara el sombrero cardenalicio del pórtico
de palacio dónde se había posado una mariposa, a qué
las gárgolas vomitaran delante de mí las vedijas de
plata del cielo limpio, sobre el que no había ni una mancha,
y alguna uniera a mis pasos los ojos de su sonrisa. Esta es toda la
historia, no satisface, pero no hay asesinatos en ella, por lo menos
no muchos, y aún espero, y es que ni siquiera la daga, que
la mano sostiene en alto, se ha hundido en las costillas, que es lo
que anhela. "
Toda la belleza
del mundo
(fragmento)
" El profesor Marek tenía un lema para animarnos. Solía
decir que cualquier tonto puede aprender a dibujar. Entonces yo me
consolaba a mí mismo pensando que lo lograría también,
porque,
sobre todo, no me consideraba tonto. ¡Eso sí que no!
Sólo cuando hubiese aprendido a dibujar tendría ganada
la batalla. Con los colores sería más fácil.
Sí, pintaría.
De todas maneras, no llegué a ser pintor. Porque ocurrió
lo siguiente: en la cuarta o en la quinta clase, más o menos,
nos sugirió el profesor Marek que trajéramos de casa
los modelos con los que montaríamos en la clase el bodegón
propio. Mis compañeros de clase traían manzanas, naranjas,
limones, floreros con rosas, diversas cajitas y candeleros. Yo también
traje conmigo objetos para hacer una naturaleza muerta muy proletaria,
que armonizara con el barrio obrero de Zizkov: una botella de cerveza,
un vaso, una rebanada de pan y una salchicha envuelta en un papel
grasiento.
Monté el bodegón sobre la mesa de dibujo y esperé,
con los demás, a que el profesor diera su visto bueno. Cuando
se me acercó, me miró y soltó con violencia:
-Por Dios, Seifert, quite esa salchicha. ¡No permitiré
por nada del mundo que la pinte!
No tardé más que un par de segundos en comprender su
preocupación. Y me quedé estupefacto. En aquel momento
memorable decidí que sería mejor escribir versos. "
Jardín
de canal
He tenido que llegar a edad avanzada
para aprender a amar el silencio.
Conmueve a veces más que la música.
En el silencio aparecen señales emocionadas
y en las encrucijadas de la memoria
detectas nombres
que el tiempo pretendía ahogar.
Por la noche, en las copas de los árboles,
puedo oír hasta el corazón de los pájaros.
Y al caer el día, una vez, en el cementerio,
oí de lo hondo de una tumba
el crujir de un ataúd.
"Praga en el sueño",
Editorial Icaria, 1996