Vida
en la pobreza
Hans Christian Andersen (Odense, 1805-Copenhague, 1875) nació
en el seno de una familia humilde, cuyo ámbito estaba signado
por la suciedad y la pobreza, la promiscuidad y la prostitución.
Su abuelo paterno era loco y su abuelo materno mitómano patológico.
El niño Hans Christian sentía pavor cada vez que veía
a su abuelo
paterno deambulando por las calles de Odense. En su autobiografía,
"El cuento de mi vida", apuntó que sólo
una vez le dirigió la palabra, y que su abuelo, en estado de
delirio, le contestó con palabras ininteligibles, como refiriéndose
al vacío.
Su abuela materna ejerció la prostitución y tuvo tres
hijas para tres maridos. Las tres experimentaron una infancia llena
de sobresaltos y sobrevivieron a pan y agua. La mayor empezó
vendiendo su cuerpo y acabó siendo propietaria de un burdel
en Copenhague. La otra fue Anne Marie, la madre de Hans Christian.
Los primeros testimonios refieren que su madre fue abnegada e indulgente
con sus hijos, cumplidora con los quehaceres domésticos y que
su pequeña familia era una de las más prósperas
del barrio; en tanto otros testimonios revelan que fue mujer de vida
alegre, que tuvo una hija fuera del matrimonio, que doblaba en edad
a su marido y era adicta al alcohol.
Su padre, Hans Andersen, era zapatero remendón y persona racional,
quien creía más en la bondad humana que en los milagros
de la divinidad. No fue esposo ideal pero sí un padre ejemplar.
Durante el día, mientras estaquillaba suelas, estimulaba la
fantasía de su pequeño hijo con relatos de la tradición
oral, y en las noches de insomnio, sentado al borde de la cama, leía
en voz alta los cuentos adaptados de "Las mil y una noches",
antes de que Hans Christian se entregara a merced del sueño,
con las maravillosas aventuras de Simbad, el marino.
Algunas veces jugaba solo en el cuarto y otras se marchaba al campo
a contemplar la naturaleza, pues era un niño de carácter
tímido y retraído. Pasaba más tiempo con sus
títeres que con sus amigos, aunque ya entonces intuía
que un día llegaría a ser famoso, si no era como cantor,
al menos como actor o escritor. Nunca puso en duda su talento artístico.
La prueba está en que siendo muy niño se construyó
un pequeño teatro, donde hacía de actor y espectador,
valiéndose del soliloquio y la imaginación.
Cuando murió su padre a la edad de 34 años, y era velado
en la cocina en medio de un silencio sepulcral, recuerda que su madre,
una mujer inculta y supersticiosa, le señaló la garganta
de su padre y dijo: "Allí están las huellas de
las uñas del demonio que vino a llevárselo". Esa
escena diabólica lo acosó a lo largo de su vida, y,
mientras más viejo se hacía, era mayor el temor que
sentía a perder el juicio de la razón como su abuelo.
Hans Christian terminó la escuela de pobres con pésimos
resultados en lectura, escritura y matemáticas. De modo que
su madre, quien contrajo segundas nupcias con otro zapatero remendón,
no se hizo más ilusiones que hacer de su hijo un buen sastre,
pues si aprendió a coser ropas para sus títeres, cómo
no podía confeccionar trajes para las personas mayores. Así,
al asomar al umbral de la adolescencia, trabajó en una fábrica
textil, alternando ese oficio con el canto, hasta que cierto día
escuchó la voz del capataz, quien, refiriéndose a su
actitud afeminada, le dijo: "Tú no eres un hombre, sino
una virgen", una expresión que desató la risa de
sus compañeros y la furia de Hans Christian, quien abandonó
el trabajo sin mayores explicaciones.
En Odense asistió a algunas representaciones teatrales, las
cuales lo motivaron a probar su vida como actor. Además, el
timbre de su voz, su fantasía para improvisar los diálogos
y sus movimientos espontáneos, eran recursos a su favor. Él
mismo reconoció después que todo lo que oía en
sus cantares, en la declamación de sus versos y en los monólogos,
lo indujeron a pensar que había nacido para el teatro; allí
se haría famoso con un poco de ingenio y otro poco de paciencia.
Cuando murió su madre de delírium tremes en un asilo
de su ciudad natal, Hans Christian se vio obligado a sobrevivir solo.
A los 14 años, sin otra propiedad que su prodigiosa fantasía,
abandonó su casa en Odense y se mudó a Copenhague, esperanzado
en trabajar en algún grupo de teatro. Pero ni bien llegó
a la capital, nadie quiso saber de él ni de sus proyectos.
Pasó hambre y frío en un gueto, compartiendo su suerte
con los más necesitados, hasta que en 1822 conoció a
Jonas Collin, quien, convencido del talento de su amigo, decidió
ayudarlo en su cometido. Para empezar, le consiguió una beca
en la escuela latina de Slagelse, considerando su deficiente destreza
en la lectura y escritura.
El joven Hans Christian, golpeado por el mundo capitalino, en trance
de bailarín, cantor y actor, se instruyó gracias al
respaldo económico de su benefactor. Venció los exámenes
de bachillerato a los 23 años y asumió en serio su vocación
literaria. Escribió poemas, entretuvo a los niños narrándoles
cuentos y, en sus horas libres, recortó siluetas de libros
y revistas, para luego pegarlas en unos cuadernos, junto a versos
y cuentos breves.
Escritor
de los niños
Hans Christian Andersen modernizó el cuento popular a partir
de su mundo existencial y la realidad cotidiana. Él, como todo
gran escritor, concedió vida a todo lo que imaginaba, como
un niño concede vida a sus juguetes.
En los albores de su vocación literaria, sus cuentos comenzaban
de la manera clásica: "Érase una vez... había
una vez... hace muchos años...". Pero después,
cuando encontró su propio estilo, usó frases vinculadas
con la naturaleza: "...¡Qué frío hacía!
Nevaba y comenzaba a oscurecer... ¡Qué hermoso estaba
el campo! Era verano...".
En la extensa producción de Andersen no se encuentran cuentos
que hagan reír, sino cuentos que plantean la crueldad y la
ternura de un modo sutil. Ahí tenemos "El patito feo",
cuyo tema, que refleja el fuero interno de su autor, es una suerte
de alegoría autobiográfica. Los cuentos de Andersen
son tristes, a veces demasiado tristes, pero el hondo lirismo de su
prosa, más su capacidad para recrear atmósferas de gran
intensidad poética, tornan mansamente suave ese dolor que,
así depurado, culmina casi siempre en un final feliz, como
suelen terminar los cuentos infantiles.
Para Andersen fue difícil separar la leyenda de la historia
y la realidad de la fantasía. Él recreó estéticamente
los cuentos populares escuchados en su infancia, en las cámaras
de tejer, las cosechas de campiña y los barrios del pobrerío.
No se limitó a transcribir los cuentos de la tradición
oral al estilo de Charles Perrault y los hermanos Grimm, sino que
les dio un tratamiento literario para atrapar la atención de
los lectores.
Es digno destacar que, durante mucho tiempo, Andersen estuvo influenciado
no sólo por Perrault y los Grimm, sino también por los
hermanos Orsted, cuyos trabajos en el campo de las ciencias naturales
le sirvieron para asimilar los conceptos: "Det gode, det skönne
og det sade" (Lo bueno, lo bello y lo feo).
El mito, la leyenda y la historia, son materias primas que Andersen
transformó en verdaderas joyas literarias. La estructura de
sus cuentos es simple y su eje temático gira en torno a las
clásicas contradicciones humanas. "Nadie como él
supo penetrar en ese calidoscopio misterioso que es el mundo de los
seres y las cosas. Aborda una temática múltiple de la
condición humana: el amor, el dolor, la necesidad, el orgullo,
el egoísmo, la crueldad, el dualismo; en fin, llega a plantear
hasta la problemática del bien y del mal con todos sus recovecos"
(Elizagaray, M-A., 1975, p. 90).
El
joven Andersen recogió sus mejores cuentos en el folleto "Eventyr
i fartalte för barns" (Cuentos para los niños). Y,
a partir de entonces, no dejó de publicar otros que serían
traducidos a diversos idiomas e ilustrados por artistas de reconocida
trayectoria, como es el caso de Wilhem Petersen y Lorens Frolich.
Entre 1835 y 1872 escribió 156 cuentos, casi todos destinados
a los niños. Al mismo tiempo, aparte de esta abundante colección
de cuentos, que son verdaderas obras maestras en su género,
publicó los libros: "Melodías del corazón",
"El improvisor", "El cuento de mi vida", "Líricas",
"Fantasías y bosquejos" y "Álbum sin
rostros". Todos ellos con un estilo claro y sencillo, al alcance
tanto de los niños como de los adultos.
Andersen escribió en sociolectos correspondientes al código
lingüístico restringido del proletariado y al código
elaborado de la aristocracia. Según sus biógrafos, en
el instante de escribir sus vivencias y contradicciones internas,
pensaba en el sociolecto que aprendió de su madre y escribía
en el sociolecto que se prestó de la aristocracia, un estilo
que influyó a varios escritores escandinavos, a August Strindberg
y Selma Logerlöf, entre otros.
Se dice con justa razón que Dinamarca produjo al fénix
de los escritores para niños, pues cada vez que Andersen escribía
cuentos, tenía presente al niño en su mente. Esto trasluce
una carta que le envió a Ingemann, en 1835, en la cual confesó
que escribía sus cuentos como si se los contara directamente
a los niños, aunque no gustaba tenerlos a su alrededor, probablemente,
porque él mismo fue un niño maltratado y desolado, que
recurrió a la fantasía para defenderse de su entorno.
Fama
y desventura
Hans Christian Andersen, en principio, escribió más
para satisfacer a Jonas Collin que a sus lectores, quizás por
eso escribió tantos cuentos dedicados a la familia Collin,
los mismos que no vacilaron en despreciarlo por su fealdad física;
desprecio que Andersen volcó con maestría en su cuento
"El patito feo", en el cual describe su propio destino,
ese destino cenicientesco de quien nace entre las clases más
bajas y vuela como un cisne hasta los salones de la aristocracia.
Nadie pensó, hasta 1830, que este hombre de nariz prominente
y curva, piernas largas, brazos delgados y pasitrote ridículo,
llegaría a ser un día el escritor más famoso
de la literatura infantil y el príncipe de los escritores para
niños. Elías Bredsdorff, uno de sus mayores biógrafos,
dice: "En términos modernos, Andersen era un hombre nacido
en el seno de un semiproletariado carente de toda conciencia de clase,
pero en su vida privada se elevó a la altura de la más
refinada aristocracia" (Zipes, J., 1984, p. 88).
Jamás dejó de sentir vergüenza de su origen de
clase. En junio de 1850, apuntó en su diario: un vagabundo
miserable estaba en el puerto. Sentí temor de que me reconociera,
temor de que me insultara y dijera que era un paria ascendido a una
casta superior (Enquist, P-O., 1984, p. 12). Mas el vagabundo no le
dirigió la palabra ni la mirada, pues aparentemente sabía
que ese hombre de sombrero alto, abrigo negro, bastón en mano,
tuvo siempre delirios de grandeza y la ciega ambición de vivir
en la opulencia.
Su fama, más que darle satisfacciones, le provocaba espasmos.
Estaba consciente de que ni el rey ni el Papa se escapaban de sus
escritos. Señores y vasallos leían sus cuentos en las
calles y las recámaras, mientras en él cundía
la soledad y la angustia; una actitud que, contrariamente a lo que
muchos se imaginan, no le impedía sentir ganas de compartir
su vida con una mujer, así sea por contados minutos.
En Francia compró el lecho de una prostituta turca, pero su
intención no llegó más allá de la conversación.
No le movió ni un pelo durante la noche, pero se enteró
por boca de ella cómo se iluminaba Constantinopla en el cumpleaños
de Mohamed. Y, tras oír esa historia, similar a los relatados
por Scheherazade en "Las mil y una noches", sintió
una huracanada de ternura y lástima en el corazón. La
situación de la prostituta le traía reminiscencias del
pasado, recordándole a su tía y su abuela, y le provocaba
una pena tan grande al saber que la prostituta, en cualquier instante
y lugar, se entregaría al primer postor.
Andersen estuvo varias veces enamorado, y las sensaciones de esos
amores platónicos formaron parte de sus cuentos. La última
mujer a quien ofreció su amor fue la cantante Jenny Lina, musa
que lo inspiró a escribir "El ruiseñor". Cuando
la cantante se enteró de las pretensiones del poeta, quien
vivía aquejado de su fealdad, le envió un espejo de
regalo. El poeta enamorado se miró la cara por todos los costados
y comprendió el significado del mensaje.
En el ocaso de su vida, su mayor temor era que lo enterraran vivo,
ya sea por enemistad o por descuido, por eso dejó recomendado
que, el día en que cerrara definitivamente los ojos, le cortaran
una vena para comprobar que estaba muerto y que no había peligro
de enterrarlo vivo.
¿Era
hijo de nobles?
El historiador Jens Jørgensen, rector de la escuela Slagelse
de Copenhague, institución en la cual cursó estudios
el célebre cuentista danés, publicó la biografía
"Hans Christian Andersen: una verdadera leyenda", que provocó
una serie de controversias en el ámbito literario de su país.
Según los datos que aporta Jørgensen, los padres de
Andersen no eran un zapatero y una fregona, como se ha afirmado tradicionalmente,
sino el príncipe Christian Fredrik y la baronesa finlandesa
Elise Ahlefeldt-Laurvig.
Sin embargo, a pesar de los argumentos esgrimidos por el autor de
la biografía, esta tesis ha sido silenciada por la crítica
especializada, lo que no impide que Jørgensen tenga algunas
pruebas a su favor y se haga varias preguntas: ¿Por qué
Andersen fue bautizado por un cura y no por el vicario como los demás
niños pobres de Odense? ¿Por qué era el único
niño de su clase que tenía privilegios en la escuela?
¿Por qué el hijo de un zapatero pobre podía ir
al castillo de Odense y jugar con el príncipe Frits, quien
posteriormente se constituyó en el rey Fredrik VII? ¿Por
qué fue becado a la escuela latina de Slagelse? ¿Por
qué fue nombrado oficial siendo aún estudiante en Kongens
Livkorps, un título militar que sólo se concedía
a los hijos de la nobleza?
Si bien es cierto que estas preguntas pueden tener innumerables respuestas,
también es cierto que los datos proporcionados en el libro
avalan el análisis del historiador Jørgensen, quien,
tras escarbar en documentos no oficiales, llegó a la conclusión
de que los verdaderos padres de Andersen fueron el príncipe
Christian Fredrik, de 18 años de edad, y la baronesa finlandesa
Elise Ahlefeldt-Laurvig, de 16 años de edad, quienes, luego
de mantener una relación prematura y secreta, tuvieron un hijo
que nació el 1 de abril de 1805, el mismo que, debido a las
concepciones morales de la época, fue entregado en calidad
de hijo adoptivo a una pareja de zapateros en Odense.
Aunque se cree que Andersen era hijo de cuna real, su obra fue inspirada
por la realidad que rodeó su vida. Como creció en medio
de la pobreza, la desolación y las necesidades materiales,
era sensible incluso a los dibujos o grabados que representaban niños
pobres, motivos que, además de tocarle las fibras íntimas,
constituyeron el argumento de varios de sus cuentos. Nunca pudo desprenderse
de su pasado y de los temas afines a la pobreza, incluso viviendo
en medio de la abundancia y siendo ya un escritor reconocido, no era
ajeno al sufrimiento de la gente. Por eso su cuento "La niña
de las cerillas", basado en la pobreza y la desolación
de un grabado, que le envió el redactor de un almanaque pidiéndole
que se inspirara en él, fue escrito en un ambiente de lujo
principesco en Copenhague.
Ya se sabe que Andersen intentó ser bailarín, cantor,
actor, dramaturgo y poeta. Pero fracasó porque su destino le
señaló otro camino. Él no podía llegar
a ser otra cosa que cuentista, un oficio en el cual se elevó
como un cisne de vuelo alto, desde cuando publicó su primer
volumen de cuentos para niños, en 1835. Desde entonces, gracias
a su talento y su dedicación, ha cautivado con sus cuentos
a millones de niños alrededor del mundo.
* * *
Bibliografía
Andersen, Hans Christian: Den fula Ankungen (Introducción
de Per Olof Enquist), Ed. Boxa, Lund, 1984.
Elizagaray, Marina Alga: En torno a la literatura
infantil, Ed. Unión de Escritores y Artistas de Cuba, La Habana,
1975.
Zipes, Jack: Saga och samhälle, Ed. Mannerheim
& Mannerheim, Bromma, 1984.