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Franz Tamayo, el insigne poeta boliviano

Víctor Montoya


Escribir una apretada síntesis sobre una de las figuras más descollantes de la literatura boliviana parece fácil, pero resulta una tarea difícil, debido a su personalidad polifacética y a la complejidad de su prolífica obra que, hasta el día de hoy, sigue siendo motivo de interpretaciones y controversias.

Sobre la vida y la obra de Franz Tamayo se han escrito sendos libros, pero ninguno logra atraparlo en su verdadera dimensión, que es la de un genio alzándose como una cumbre en medio de la planicie intelectual de su medio, donde algunos lo consideran un simple mortal de carne y hueso, con virtudes y defectos; en tanto otros lo mantienen en un pedestal, convirtiéndolo en un mito y hasta en un tabú.
 
A tiempo de dedicarle esta líneas, quiero dejar constancia de que la obra de Tamayo es una de las joyas mejor pulidas en el cofre literario de un país que, a pesar de la desidia y los cercos de silencio que soportó durante siglos, aprendió a distinguir las luces de la genialidad en medio de las tinieblas. Asimismo, por razones didácticas y sentido común, he optado por dividir su trayectoria en tres facetas: la familia, el político y el poeta.


La familia

Franz Tamayo nació en la ciudad de La Paz el 28 de febrero de 1879 -en pleno conflicto internacional con Chile-, y murió en la misma ciudad el 29 de julio de 1956. Fue el primogénito del abogado, político y diplomático Isaac Tamayo Sanjinés, quien, después del desastre de la Guerra del Pacífico, partió rumbo a Europa con sus propios recursos, como lo haría años más tarde, estableciéndose en París con su familia durante la revolución federalista de 1899.

Según sus biógrafos, Isaac Tamayo Sanjinés sirvió al gobierno de Hilarión Daza y llegó a ser Prefecto de La Paz y Ministro de Hacienda del presidente conservador Aniceto Arce. Aunque fue un estudioso entroncado en el gamonalismo, tuvo certeros atisbos sobre el problema del indio, al que consideraba, a pesar de las corrientes racistas y anti-indigenistas profesadas por las clases dominantes de la época, el núcleo fundamental de la nación boliviana. Su obra sociológica “Habla Melgarejo” (1914), firmado con el seudónimo Thajmara, explaya la tesis fundamental de que el tirano fue el producto de la sociedad boliviana, de todos sus vicios y no un hecho accidental.

Franz Tamayo asimiló desde su infancia las ideas y experiencias de su padre, el mismo que, consciente de la aguda inteligencia y la enorme capacidad asimilativa de su primogénito, le procuró una educación privada de humanidades, con asignaturas que incluían lecciones de piano, alemán, inglés y francés.

De su madre, doña Felicidad Solares, se sabe poco y lo poco que se sabe es que fue una mujer de sangre indígena y dedicada íntegramente a la crianza de sus siete hijos. Mas por el amor y la admiración con que Franz Tamayo se refiere a ella, se deduce que, a través de sus sentimientos maternales y hablándole en la dulce lengua de sus antepasados, le transmitió la sensibilidad para captar las vibraciones de la naturaleza, la belleza del paisaje altiplánico, la nobleza de una raza injustamente menospreciada por los colonialistas; pero, ante todo, con ella aprendió a sentir orgullo por su abolengo aymara y a no tener desdén por los valores culturales de sus ancestros. No en vano, en un furibundo documento de respuesta a Fernando Diez de Medina, apuntó: “Por la línea materna en mi raza y en mi sangre no hay birlochaje -muchacha proveniente del cruce de la chola y el criollo, y que ya cambió la pollera por el vestido occidental- (...) En mi madre por ningún lado aparece el mestizo, el híbrido ni la mula (...) En mis venas y gracias a mi madre, no hay una gota de birlochaje putrefacto”(1).  

La infancia de Franz Tamayo, que transcurrió entre la casa solariega de la ciudad y las propiedades rurales de su padre, estaba marcada por el amor de sus progenitores y la grata compañía de sus hermanos, con quienes compartía los juegos y las fantasías propias de su edad. En su adolescencia entró en contacto con las culturas, las lenguas y los escritores del Viejo Mundo. Uno de los que mejor supo tocar sus fibras íntimas fue Víctor Hugo, cuyas obras leía en francés y con pasión inusitada.

Franz Tamayo retornó a Bolivia en 1904, pero se ausentó nuevamente gracias al sostén económico de su padre, quien lo mandó a estudiar en La Sorbona de París. En Londres conoció a la joven francesa Blanca Bouyon, con la que contrajo matrimonio sin el previo consentimiento paterno. Tras vivir un tiempo en Europa, la pareja se trasladó a Bolivia, donde convivió algunos años más, combinando el ambiente urbano con el rural, hasta que la unión se rompió de manera inevitable, debido, en parte, a desavenencias culturales. Las dos hijas del matrimonio, Blanca y Anita, fallecieron a temprana edad. El amor que Tamayo sentía por la francesa, según algunos, inspiró el célebre poema “Balada de Claribel”, una auténtica joya de la lírica hispanoamericana.
 
Tiempo después, al cumplir los treinta años de edad, Tamayo conoció a Luisa Galindo, una mujer de singular belleza y carácter afable, que le cautivó el corazón y le alivió el dolor sentimental de su matrimonio anterior. Y, a pesar de la oposición de su madre y sus hermanos, Tamayo, en una actitud que denotaba su rebeldía juvenil, formalizó su relación con Galindo, sin necesidad de acudir al registro civil ni a la iglesia católica. Así, y por varias décadas, empezaron a compartir los instantes más felices junto a sus hijos, pero también las adversidades que la actividad pública le deparó al insigne poeta y pensador fecundo, quien acabó siendo admirado por unos y criticado por otros, sobre todo, por quienes en los corredores del poder político se declaraban sus adversarios ideológicos. Vivió en una casona de La Paz y en su hacienda de Yaurichambi -situada cerca del majestuoso Illampu y el lago Titicaca-, que adquirió en 1910 y donde creó gran parte de su producción literaria.


El político

De Franz Tamayo, personaje de tendencias liberales en la cultura y la política, se sabe que terminó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional Ayacucho de La Paz, que obtuvo su título de abogado en un examen de excepción rendido en la Universidad Mayor de San Andrés y que durante su estadía en Europa cursó estudios de filosofía, literatura y ciencias políticas, aparte de que aprendió el griego y el latín.

A partir de 1910, compaginó su vocación literaria con su participación activa en la política. Fundó, junto con otros jóvenes intelectuales, el Partido Radical en 1911, que tuvo existencia efímera por la falta de experiencia y solidez organizativa. Su pasión por los problemas nacionales y sus deseos de terminar con el “bandidismo gubernativo”, lo llevaron a desempeñar numerosas tareas en la administración pública: Presidente de la Cámara de Diputado, Delegado de Bolivia ante la Liga de las Naciones para presentar y debatir los reclamos marítimos, Asesor Jurídico del Ministro de Relaciones Exteriores y Canciller de la República.

Tanto sus simpatizantes como sus adversarios lo recordaban siempre protagonizando memorables discusiones con el también poeta Ricardo Jaimes Freyre en el parlamento y con otros representantes del Partido Republicano de Saavedra. Sus poses y su retórica, capaces de deleitar, persuadir y conmover, lo destacaban como a un orador consumado y polemista temible. Claro que detrás de la actitud del político estaban los conocimientos y la inteligencia de un hombre que supo ganarse el respeto a fuerza de medir sus argumentos con la mediocridad de sus contrincantes.

Franz Tamayo desarrolló una amplia labor como periodista. Fue fundador de “El Fígaro” (1913), “El Hombre Libre” (1917) y director del matutino “El Diario”. Asimismo, ejerció la cátedra de sociología en la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz y colaboró con varias publicaciones nacionales y con el “Amauta” del peruano José Carlos Mariátegui, entre otras.

El 11 de noviembre de 1934, en plena Guerra del Chaco, fue elegido Presidente de Bolivia por imposición de Daniel Salamanca. Y si no asumió el cargo, a punto de ser investido, fue debido a un golpe militar que anuló la elección considerándola ilegítima. De todos modos, aquí surgen las preguntas obligadas: ¿Qué hubiera hecho el poeta desde la silla presidencial? ¿Hubiera acabado con la oligarquía minero-feudal, que por entonces ostentaba el poder político y económico del país? ¿Hubiera proclamado la justicia social para los desposeídos? La incógnita de esa historia no se llegará a saber nunca, aunque por todos es conocido que Tamayo no fue pobre sino un señor. “Un gran señor feudal, dueño de haciendas y de indios”, como irónicamente lo definió Tristán Marof. Más Todavía: “Tamayo fue un burgués liberal (...) Un señor de sombrero de copa, un conservador de los privilegios de su casta y de su país”(2).

Franz Tamayo, a pesar de las críticas insensatas y los comentarios malintencionados, ha sido uno de los propulsores del nacionalismo boliviano que, años más tarde, se vio reflejado en la revolución de 1952; un proceso que impulsó la nacionalización de las minas, el voto universal y la reforma agraria, pero sin resolver plenamente las tareas democráticas burguesas pendientes.
 
El político en Tamayo se frustró mucho antes de que empezaran las reformas de la revolución nacionalista presidida por Víctor Paz Estenssoro. Nadie sabe exactamente cuáles fueron las causas que motivaron su alejamiento de la vida pública. Probablemente se debió a la desilusión que sintió por los políticos de turno o al fracasó en su intento por forjar un país con una visión que se extendía más allá de la mente chata de sus contemporáneos, quienes tenían la impresión de que Tamayo, acostumbrado a sentir el dolor metafísico ante los enigmas del mundo y sus asuntos, contemplaba la realidad montado sobre las nubes, como todo genio que no siempre encuentra la compresión entre el resto de los mortales.

La prueba de su genialidad aparece citada en el “Diccionario de la Literatura Boliviana”, donde se refiere la siguiente anécdota: “En 1954, el Departamento ‘This I’ Belive’, de una empresa norteamericana de revista y radio, invitó a un grupo selecto de intelectuales y científicos, entre ellos a Einstein y Tamayo, para explicar en forma sintética su pensamiento filosófico. Así, a comienzos de 1955, ‘El Diario’ de La Paz registró en sus páginas este acontecimiento, relievando la participación de Tamayo. Frente a los hechos de entonces, exponía una concepción vitalista, manifestando que la inteligencia y la acción del hombre se perdían ‘en un mar de síntomas y detalles, en el fondo secundarios, pero por otra parte indispensables para la polémica conducción de la vida. Pocos se abstenían del vértigo de la luna’ -decía-, ‘porque abstenerse del todo es también imposible (el APEKHOU griego). Pocos tienen la fuerza de alcanzar un plano superior al plano superficial en que todos vivimos y luchamos, y alcanzar un plano superior de mejor verdad y mayor realidad (una cosa triste: hasta en la verdad hay gradaciones)”(3).

Apartado del compromiso político, y ante la necesidad de seguir transmitiendo su erudición a través de los versos, se recluyó en su casa vetusta y colonial de la calle Loayza y, como su padre, se entregó a la soledad, rechazando los compromisos sociales y el trato con la gente. Se cuenta que en las postrimerías de su vida, pasaba los días sólo en compañía de sus seres más allegados, dedicado a la meditación filosófica, a su quehacer literario y a tocar las notas de Chopin en el piano; un instrumento que amó desde niño y a través del cual aprendió a amar la música clásica.

Franz Tamayo, por mucho que haya muerto en la soledad, quedó para siempre en el corazón palpitante de un pueblo que, en honor a la verdad, sabe reconocer y defender a los hombres cuyas mentes iluminadas son el mayor orgullo de una nación en busca de su propio destino. Tamayo fue el poeta más grande de Bolivia, un defensor de la raza aymara, un estadista honesto y un ejemplo para las generaciones de ayer y de siempre. Su incursión en la política, casi en desmedro de su creación literaria, no impidió que su gran legado de intelectual trascendiera como una luz brillante en la tierra que tanto ocupó su tiempo y su talento.


El poeta

El modernismo en la poesía boliviana irrumpió con figuras como Manuel María Pinto, Ricardo Jaimes Freyre (con su ya famosa “Castalia Bárbara”), Gregorio Reynolds y, el mayor de todos, Franz Tamayo; una verdadera revelación que sacudió los cimientos de la versificación castellana junto a casos geniales como Rubén Darío y Leopoldo Lugones.

Los críticos aseveran que algunas de sus obras, aun perteneciendo al género dramático, se han analizado siempre como piezas líricas, debido a su gran carga poética tanto en la forma como en el contenido. De ahí que “La Prometheida” (1917), al lado de “Scherzos” (1932), “Scopas” (1939) y “Epigramas griegos” (1945), es una de las creaciones donde más resplandece el talento poético de Tamayo, no sólo porque representa una grandiosa tragedia humana, con personajes de la mitología greco-romana, sino también porque constituye una sinfonía lírica en la cual la musicalidad del idioma encuentra su más alta expresión, unida a una sinestesia, cuya imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, está determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente, como una suerte de disco cromático en el cual las palabras expresan la diversidad de los colores. “Tamayo pretende hablar con los sonidos de las palabras que emplea, y en ello estriba buena parte de su originalidad”. Por ejemplo, el canto de Melifrón “es de una armonía imitativa de tan certeros efectos que demuestra cómo se puede expresar, con el sonido de las palabras antes que con el sentido de éstas, largamente, la melancólica voz de un ruiseñor en el preciso momento en que va a producirse la muerte de la protagonista”(4).

Así como su poesía destaca por la cadencia de las palabras y la armonía musical, destaca también por las transgresiones literarias y su deslumbrante dominio del idioma que le permite, además de desnudar su alma de manera sabia y profunda, ensayar nuevos giros idiomáticos y técnicas literarias sin precedentes.

Como todo hombre universal, con un vasto bagaje cultural y una hipersensibilidad a toda prueba, cultivó la mayoría de los géneros y en todos ellos fue innovador y creativo. Sus libros, escritos en verso y en prosa, abordan temas con un alto valor ético y estético. En ellos revela la fuerza de su inteligencia, su amplio conocimiento de las ciencias filosóficas y las artes en general. Algunos lo consideran el poeta boliviano por excelencia, mientras otros lo tratan como al vate iberoamericano digno de ser conocido, leído y difundido más allá de sus fronteras nacionales. Nadie pone en duda que fue supremo artífice del arte de versificar con la precisión de un orfebre.

El crítico literario Nicolás Fernández Naranjo, con respeto y admiración ante una obra y un autor de proyecciones universales, afirma en su comentario: “Tamayo es un poeta de extraordinaria dimensión artística. Su conocimiento de la lengua castellana asombra; nos deja atónitos su maestría y culto de la perfección. Formado en la escuela de Goethe, habría ‘preferido una revolución a un desorden’; no se hallan ripios, lugares comunes ni ‘rellenos’, ni tampoco prosaísmos en su obra poética (...) Los metros favoritos de Tamayo fueron el endecasílabo y el heptasílabo. Sus rimas son ricas, magistrales. Sensorialmente, era colorista: hay en sus versos derroche de sensaciones de color. Sentía atractivo y cultivaba a la perfección las figuras: las aliteraciones, las ‘derivaciones’, las onomatopeyas; en el retruécano no tiene rival; sus metáforas son igualmente ricas, inesperadas, asombrosas (…) Leyendo sus versos, se nota el trabajo de síntesis: sentía predilección por las fórmulas lapidarías, los pensamientos más densos expresados en pocas palabras”(5).

Por otra parte, es preciso señalar que el poeta andino, aunque empapado de una sabiduría greco-latina, no dejó de rendirle homenaje a su ascendencia escribiendo, a veces con un dejo de melancolía y pesimismo, versos que reflejan el espíritu de los habitantes del kollasuyo y la geografía física de una nación enclavada entre las cumbres nevadas de la cordillera andina, sin acceso al litoral, rodeado de llanuras y de selvas.

Estaba convencido de que había una profundidad y grandeza en el espíritu aymara y en los enigmas telúricos del altiplano. Por eso mismo, con una dicción impecable y una intuición natural para el manejo del lenguaje figurativo, en su poesía elevó un canto sinfónico a las virtudes y costumbres de su raza, a las imponentes montañas, a las pampas yermas y, por último, a la belleza de un país mágico y secreto, que Tamayo supo interpretar por medio de su inteligencia innata y sus metáforas, como quien posee una personalidad prodigiosa que deja estelas por doquier.
 
Si bien es cierto que su búsqueda de un lenguaje efectivo, basado en las lenguas clásicas y modernas, lo convirtió en un innovador del arte poético, es cierto también que el manejo excesivo de un vocabulario rebuscado, lleno de neologismos y voces extrañas, lo convirtió en un poeta casi impenetrable para la mayoría de los lectores, pues, paradójicamente, siendo uno de los poetas bolivianos más renombrados, es uno de los menos leídos.

El hermetismo de Tamayo, de manera consciente o inconsciente, ha contribuido a que su poesía sea poco conocida en el continente americano y casi desconocida internacionalmente. Sus obras no han circulado debidamente, ni siquiera en las bibliotecas públicas ni académicas. Y, claro está, menos entre los lectores que por razones económicas no tienen acceso a la literatura en general, y menos aún a los libros de poesía; un género apreciado apenas por un reducido círculo de lectores acostumbrados a pasarse los libros de mano en mano, de reunión en reunión, de tertulia en tertulia.

Sin embargo, valga reconocer que la limitada difusión de la poesía de Tamayo obedece, por otro lado, a factores socioeconómicos, históricos e incluso geográficos. Según Mariano Baptista Gumucio, por citar un caso, el desconocimiento de Tamayo “tiene que ver con el encierro físico y espiritual en que se halla Bolivia y con el menosprecio que los poderes públicos y los empresarios del nuevo riquismo vacunado sólidamente contra cualquier expresión del espíritu, manifiestan hacia la cultura. Para las gentes obnubiladas con el nuevo becerro de oro del desarrollo bien poco importa que la obra de autores como Tamayo, sea divulgada en el exterior. Si no hay una sola reedición de sus libros de poemas y hasta ahora no se ha recopilado sus ensayos y artículos dispersos en diarios y revistas, ¿cómo podemos imaginar que se le conozca fuera del país”(6)

De sus trabajos en prosa es necesario citar “Horacio y el arte lírico” (1915), “Proverbios sobre la vida, el arte y la ciencia” (2 vols. 1905-1924) y, como no podía faltar, su polémica “Creación de la pedagogía nacional” (1910), conformada por una serie de 55 editoriales publicadas en “El Diario” de La Paz, y que, contrariamente a lo planteado por Alcides Arguedas en “Pueblo enfermo”, aborda con lucidez aspectos de la educación boliviana desde una perspectiva indigenista y nacional; se trata de un auténtico ensayo filosófico que, por su trascendencia y por el impacto que tuvo -y sigue teniendo-, merece un análisis profundo y una nota aparte.

 

(1) Cita tomada de: Baptista Gumucio, Mariano: “Yo fui el orgullo. Vida y pensamiento de Franz Tamayo”, Ed. Los Amigos del Libro, La Paz-Cochabamba, 1983, p. 40.

(2) Marof, Tristán: “Ensayos y críticas”, Ed. Juventud, La Paz, 1961, p. 161.

(3) Cáceres Romero, Adolfo: “Diccionario de la Literatura Boliviana”, Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba-La Paz, 1997, p. 235.

(4) Castañón Barrientos, Carlos: “Literatura de Bolivia”, Ediciones Signo, La Paz, 1990, p. 105.

(5) Fernández Naranjo, Nicolás – Gómez de Fernández, Dora: “Los géneros literarios”, ed. Juventud, La Paz, 1973, p. 80.

(6) Baptista Gumucio, Mariano: “Yo fui el orgullo. Vida y pensamiento de Franz Tamayo”, Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba-La Paz, 1983, pp. 21-22.

 

 

 

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