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Amor
en La Higuera
Víctor
Montoya
Cuando el Che llegó a La Higuera, amarrado
a un helicóptero militar, tenía la pierna herida por una bala y
un aspecto de guerrillero inmortal.
A la mañana siguiente, cuando
fui a cumplir con mi deber de profesora, me enfrenté a una realidad que
no me dejaría ya vivir en paz. El Che estaba sentado en una banca, dentro
de la escuelita, y, al verme, me bromeó:
-¿Qué hace
una jovencita tan bonita en este pueblo?
No le contesté. Estaba cohibida
y no tenía experiencia de tratar con gente desconocida.
Apenas lo
sacaron para tomar fotos, sus ojos me buscaron entre el tumulto para guiñarme.
Fue la primera vez que le devolví la mirada, pero algo avergonzada, aunque
por dentro sentía una enorme alegría, como quien encuentra el amor
de su vida mientras menos se lo espera.
En el pueblo reinaba un clima tenso
y la gente hablaba del mensaje del Presidente, quien dijo por la radio que los
barbudos eran invasores extranjeros, que se llevarían a punta de cañón
a los más jóvenes, que violarían a las mujeres y que nos
matarían a todos. No sabía si creer en las palabras del Presidente.
Estaba enamorada y el corazón empezó a latirme con más fuerza.
Nunca vi a un hombre tan hermoso. Parecía uno de esos personajes que se
niegan a afeitarse y cortarse el pelo para parecerse a los héroes de las
películas. Así como estaba, con sus ropas rotosas y polvorientas,
tenía la apariencia de Cristo, la sonrisa dulce y la mirada tierna.
Esa
noche no dormí tranquila. Escuché las voces de los soldados y oficiales,
quienes parecían festejar su triunfo entre gritos y bebidas. Después,
entrada ya la noche, escuché unos disparos que hicieron estremecerme en
la cama.
Al día siguiente de su asesinato, ya en Vallegrande, lo
vi tendido en el banco de la lavandería; tenía los ojos irradiando
la misma luz que me penetró como un dardo en el pecho. Me puse triste y
lloré por dentro, pues no quería que los militares se dieran cuenta
de mis sentimientos.
Al abandonar la lavandería, abriéndome
paso entre el grupo de soldados, fotógrafos y curiosos, un intenso amor
empezó a crecer dentro de mí, mientras una voz misteriosa me gritaba
desde el fondo del alma: Ese era el hombre que, como ramilletes de flores,
entregó su amor y sus ideales a los enamorados de la libertad.
Desde
entonces han pasado muchos años y todavía escucho esa voz, que de
seguro era la voz del Che, quien en la palabra y la historia se convirtió
en poesía rebelde.
Otra hubiera sido mi vida si no lo hubieran matado
ese día. Hasta ahora escucho esos disparos zumbándome en la cabeza
y hay noches que no me dejan dormir... Cómo quisiera encontrarlo otra vez,
para entregarle mi amor sin pedirle nada a cambio, ahora y en la hora de mi muerte.