Mauricio Wacquez
murió lejos, aunque no solo. Para los lectores nacionales su nombre ha
sido encumbrado a la categoria de “interesante personaje literario”,
olvidando sus escritos y enfatizando el mito del rebelde. El que fuera
un prosista admirable, un cazador prófugo de una moral recóndita y,
más curioso aún, un chileno culto capaz de decir cosas imperdonables en un
pais de escritores de piernas juntas, no merece que lo disculpen por
haber sido él mismo a pesar de los otros. Se encuentra algún consuelo
en sus palabras desafiantes: ‘‘Soy un hedonista innato y la libido es
la emoción sexual que nos da el impulso para vivir y traspasar la
barrera de los estúpidos, de los demagogos, de los que tienen las
armas y nos amenazan. Nada hay en el mundo que me pueda apartar de la
prosecución del placer y me he dado permiso para todo”.
Wacquez fue ante
todo un tipo que encarnó la contradicción, y lo hizo sin culpa y
deliberadamente. Era superlativo, avasallador, un tanto histerico,
vociferante, fiero, delicado, insolente, impulsivo y riguroso. Su
opción por la literatura no le dio otra respiración que los tropiezos
de una suerte marcada por la premisa de Blake, según la cual el camino
del exceso es el mismo de la sabiduria. Sin embargo, esta máxima no le
impidió abandonar su decisión de ser un estilista (uno de los pocos en
nuestra historia literaria) que se impuso la tarea de alumbrar las
partes más sórdidas de la condición humana, con sus victimas y
victimarios, y a la vez iluminar el amor, sus ecos, intensidades y
riesgos. Todo lo hizo con una pericia formal y con una mirada
inconfundiblemente eséptica frente a las verdades finales y las
ideologias totalitarias.
Nació en Colchagua, donde vivió una
infancia idílica que recordaría incansablemente; estudió filosofía en
el Pedagógico de Santiago y en la Sorbonne, especializándose en el
lenguaje de San Anselmo. Hizo clases hasta el año 72 en la Universidad
de Chile, y cansado del apremiante medio nacional, se radicó
definitivamente en Calaceite, Barcelona. Tradujo a Flaubert, a Julian
Green, a Cocteau y a otros por devoción y para ganarse la vida.
Además, redactó a pedido toda clase de textos. Su visión de la
historia de Chile y su concepto de los generos literarios lo Ilevaron
a escribir sin apuro ni ansiedad con inextinguible delicadeza y
pasión.
En 1975 publicó Paréntesis (Barral Editores),
una obra en que las voces de cuatro personajes se yuxtaponen musitando
las pequeñeces de la vida y los avatares del amor y sus recovecos.
Seis años despues, en Bruguera, apareció la que sería hasta la fecha
su obra más arriesgada y quizá la mejor de todas, Frente a un
hombre armado (1981). En ella, Wacquez descuartizó, con una prosa
a la vez tersa y exuberante en sus recursos, los vericuetos de la
violencia, la sexualidad y el impulso del poder. Definió este libro,
subtitulado “Cacerias de 1848”, como “una reflexión brutal acerca de
lo biológico: el poder es celular y no podemos escapar a ello. Es el
modo de ser de lo vivo. Dominar y ser dominado, poseer y ser poseído
son categorías dialécticas constitutivas de nuestra condición”. Antes
habian aparecido el volumen de cuentos Cinco y una ficciones
(1963) y la malograda novela Toda la luz del medio día (1965).
Posteriormente publicaría el delicado conjunto de relatos
Excesos (1971) y su última producción en vida sería Ella o
el sueño de nadie (1986),narración que pasó sin mayor pena ni
gloria. Wacquez tambien se dedicó al ensayo, destacando entre sus
publicaciones una introducción a la obra de Sartre.
A Mauricio
Wacquez le debemos el merito de su agudeza para encontrar un
intersticio profundo y original por el que observar la memoria y sus
inmediaciones, asumiendo a ambas con la franqueza de un irracionalista
perseverante. Y aunque la muerte es simple e irrefutable, su recuerdo
no nos abandonará fácilmente, puesto que en unos meses Editorial
Sudamericana publicará la primera parte de su Trilogia de la
oscuridad. Bajo el titulo Epifania de una sombra, los lectores se
enfrentarán al desafío que impone una volumen escrito con el
convencimiento de que “la palabra siempre ha tenido más peso que lo
real. Para mi importa más la vida dicha que la vivida. La novela es
una autobiografía en dos sentidos. Primero porque alude a la biografia
de su autor y luego porque ella misma se transforma en biografia, en
existencia literaria vivida, irreversible como todo conocimiento”. E.
T.
Wacquez por los otros:
“En el amor todo monólogo se niega a si mismo, como por
razones paralelas, todo diálogo es de alguna manera un monólogo en
otra dimensión del ser; en el amor, hablar es crear espejos, entrar en
ese juego de facetas hialinas que se devuelven las imágenes desde un
torbellino de ceniza y falenas”.
“Para cosas así parece tener la
clave Mauricio Wacquez, y clave significa tambien llave, es decir
apertura y regreso; ¿quien ama aquí, quíen es espejo o Irene o ese que
va a Ilegar, o ese que es ésa? ¿Quién lee, quién habla, quíen escribe
en este juego de látigos sonrientes?”
Julio Cortázar, en el prefacio a una edición francesa de
Excesos.
“Toda realidad, en
Paréntesis, menos la realidad -o la irrealidad- del amor, está
suprimida. Los personajes actúan despojados de toda característica,
preocupación, idea, atributo, filiación, contexto, que no sean
aquellos que se relacionan con el amor. Uno conoce a los cuatro seres
que se desplazan por el tablero tan estrictamente definido donde se
juega Parentesis, sólo en cuanto a sus diferentes posiciones,
en un momento o en otro, en relación con el amor (...). Lo curioso -y
lo positivo a mi entender- de esta meditación siempre dramática y
Iúcida, es que ella, igual que los personajes, no está comprometida
con nada, ni con la moral ni con la sociología, y existe sólo en
cuanto ella misma, ajena incluso a la psicología. Jamás la voz del
autor, como tal o disfrazada de la voz de alguno de los cuatro
personajes, se pregunta que es el amor, si es válido, si es real, si
es lícito, si se puede escribir hoy novelas como estas, que, como las
novelas de Virginia Woolf, más parece un poema -y no puedo dejar de
pensar en el poema a seis voces que es Las olas”.
]osé Donoso, en el prólogo a Paréntesis (edición
de Barral, 1975).
“En la módica
prosa chilena, donde, digamos, se destacan Federico Gana, Neruda,
Manuel Rojas, Alone, Luis Oyarzún, el aporte de Wacquez no sólo
representa un enriquecimiento del belle canto sinó que, además,
un ingreso del contenido en la interioridad del fraseo, acercándose
así a esa forma ordinaria del lenguaje, como dice el diccionario, al
secreto latido de la poesía”.
Germán
Marín, en la revista Textos (Guadalajara, Mexico, 1975).
“Este chileno
radicado en Barcelona, miembro de la que podria llamarse generación
del 60, no sólo ha husmeado el tono elegante de Scott Fitzgerald o el
vitalismo muscular de Kerouak, sino que también conoce a fondo al
Marques de Sade, y tiene, por añadidura, una formación filosófica que
le permite comprender los dilemas ideológicos del mundo moderno. El
resultado literario es bastante desconcertante, de una audacia erótica
desusada en nuestras latitudes ( sin el “destape español” es dificil
que el libro se pudiera publicar en nuestra lengua), y de una fuerza
de lenguaje, un ritmo y una pasión verbal poco frecuentes en las
novelas castellanas”.
Jorge Edwards, en
una crónica titulada “Camino del exceso”, escrita en 1981 tras la
aparición de Frente a un hombre armado.