Se podría decir que la
reedición de "Frente a un hombre armado", del escritor chileno Mauricio
Wacquez, fallecido en 2000, tiene los efectos de una primera edición
para una novela de vida fugaz en las librerías chilenas durante los años
ochenta.
Frente a un hombre armado, frente a Juan de Warni,
frente al chevalier, el aventurero, frente a Mauricio Wacquez y
su pluma poderosa, cargada de la cultura como munición, del ejercicio
estético, de la curiosidad, del riesgo, de la explosiva mezcla de
pasión, inteligencia y conocimiento. Como
si nuestra herencia cultural fuera impulsada a través de una gruesa
tubería en pulsos vertiginosos, donde los ensambles rechinan y amenazan
con descuajar la linealidad del acostumbrado curso del pensamiento
occidental. Wacquez se monta sobre la roca culminante de sus lecturas y
su pasión por la vida y desde ahí clama a un cielo ciego, encapotado y
terco. Se halla solitario en ese peñón y desafía el viento que su
insolencia despierta, como una bestia herida que ha ascendido hasta el
desolado promontorio para descargar su furor.
Ciencia y
belleza
En la novela lo hace disfrazado como el hijo de una
familia próspera, cercana a la nobleza, envuelta en la más correcta
civilidad. Gente de lustre e impecables costumbres. Es precisamente ahí,
en el centro de la aristocracia rural de la Europa del siglo XIX, en
medio de un arreglo plácido y sofisticado, aparentemente libre de
tensiones, donde Wacquez libera las fuerzas de su memoria, donde la
bestia escarba la carroña barrida bajo el colchón de la molicie.
Wacquez lo hace con las artes que su tradición cultural le
ha brindado, una prosa fina y precisa, brillante, erudita. A pesar de
ser una novela escrita hace ya veinticinco años, su lenguaje no resulta
anacrónico; por el contrario, llega al momento actual a renovar nuestro
lenguaje, a renovar el poder de sus armas. Sorprende, por ejemplo, el
conocimiento acabado de los temas más diversos como la cacería, los
procedimientos de guerra, la aviación, la botánica, el paisaje chileno,
el protocolo, la equitación, la vitivinicultura y diversos procesos
científicos. Cada uno de estos tópicos es abordado con la soltura de un
entendido, pero, y he aquí lo sorprendente, con un lenguaje sometido al
mismo ejercicio de belleza verbal que impera en toda la novela.
Demuestra, por tanto, que el conocimiento técnico y científico puede ser
bellamente difundido. En cierto modo vuelve a los clásicos griegos y
romanos que aspiraban a conocer el mundo sin abandonar la poesía.
Mauricio Wacquez desafía el quiebre entre ciencia y humanismo que trajo
la ilustración y afirma la evidente convergencia de ambos en el ideal
estético.
Su prosa también inunda de posibilidades el erotismo. Un erotismo
cargado de cultura, de verbo, de historia. Como si nos ofreciera una
multitud de formas para cargar nuestra sexualidad con las más diversas
fuentes vitales, el sexo se convierte en una culminación del hecho de
ser humano, en todo el ámbito de sus deseos, de hitos biográficos, de
lecturas, de nuestra realidad heredada y adquirida, de nuestros
mitos.
La vida de Juan de Warni, nuestro protagonista, culmina en el acto
sexual. La bestia grita de indignación y de placer. Se retuerce herida
por el arma que la penetra y la somete. Vocifera, pero no garabatos y
obscenidades como cabría esperar; de su boca brota, en cambio, una
síntesis de la memoria. Allí están el padre, la madre, el amante de su
madre, el hombre que ama, y está él y otro él, y su deseo de poder y las
fantasías de esa memoria que ya no es más un pozo estático desde donde
extraer recuerdos para recrearlos, sino un plasma dinámico que se
reinventa, que engaña, que se mueve en el tiempo y la identidad. Todo lo
anterior converge en el acto sexual para convertirlo en una suma del
hombre; y lo más admirable es que lo consigue a través de un lenguaje
límpido sin el más mínimo asomo de vulgaridad o cursilería.
Los actos sexuales en los que participa Juan de Warni, reales o
imaginados, donde es Juan y Alexandre, Juan y Juan, el príncipe y Lolo
le Fou, el príncipe y su madre, son caminos hacia la cima del
promontorio y dan curso respectivamente a la clave biográfica, la clave
psicológica, la clave del poder, a la clave edípica. Incluso, pareciera
que la novela en su totalidad intenta exacerbar el placer del lector,
ofreciéndose y luego ocultándose, mostrándose primero como un hombre que
se entrega desnudo, de cara al paredón, para que los lectores, el
pelotón, lo vejemos en serie antes de ajusticiarlo, para luego girar y
revelarse como un hombre armado pronto a disparar contra nosotros.
En cuanto al contenido, me concentraré en uno de los motivos
principales de la novela: "la angustia de no ser quien se debe ser" o
"el deseo de ser otro". Desde el "limbo de nebulosas y bochornos" que es
la infancia, crece a la vida un niño cuyas inclinaciones repentinamente
vislumbradas en la sonrisa de Alexandre, el ayudante de caza, ponen en
juego su futuro: "Estuve
a punto de comprometer fatalmente lo que mi
abuelo, mi padre y yo mismo esperábamos de mí. ¿Qué tenía ese mundo para
que las cosas se dispusieran al revés de lo que se me pedía? ¿Qué
proceso monstruoso, enfermedad o demencia hizo presa de mí, precisamente
en el momento en que yo debía cobrar todas las presas?". La
desintegración del futuro señalado lo hace caer enfermo: "Tendido en una
silla de reposo, en el fondo más oscuro de mi habitación, repasaba los
detalles de mi pasado, buscando la trizadura, el accidente que me había
convertido en ese personaje irreconocible. Por eso concebí el proyecto
de esta crónica, para averiguar en los pliegues menos visibles de mi
vida las razones que me arrojaron fuera de la órbita trazada".
Héroe cocinero de
1848
La mayoría de las personas que han debido enfrentar la revelación de
su homosexualidad cuando niños se ha hecho esta pregunta. En rigor,
quien se haya enfrentado en su intimidad con una "diferencia" que
ciertamente acarreará el rechazo de los suyos ha exigido una respuesta a
esta cruel interrogante. La reacción del protagonista es brutal. Su
mente enfebrecida no le deja escapatoria: es un fraude para sí mismo y
para los demás. Brutal es también el pasaje cuando sale de su
aislamiento en Perier, la casa familiar, ya de dieciocho años y se
marcha a París. Durante las revueltas de 1848, toma parte en la defensa
de un club de la nobleza asaltado por una turba, al cual lo han invitado
sus primos. Dispara con precisión de avezado cazador a la línea de
avance; sin embargo, llegado un instante, al caer en cuenta que el
asalto tendrá éxito de cualquier forma, cambia de atuendo con un
cocinero, lo mata y bajo su nueva identidad llama a los sirvientes del
club a la rebelión.
Se juega la vida, seguramente lo matarán, la proximidad de la muerte
lo llena de placer, por fin se librará de sí mismo. Sin embargo, los
empleados lo siguen, matan al mayordomo y degüellan a cada uno de los
nobles, incluso a sus parientes. Él es ungido por los exaltados como el
héroe de la jornada. Y en medio de tales vicisitudes, el personaje
reflexiona: "El ayer estaba al frente y me miraba con recelo. Yo ya no
era ése, sino el diseño de un futuro irrepresentable, cualquiera y
todos, aunque nunca más ese que me miraba con recelo. El antiguo y
torturado despojo que agonizó en una silla de enfermo había desaparecido
por un acto tan momentáneo como la muerte o como ese vacío blanco que
separa el orgasmo del primer juicio coherente".
La peripecia imaginada por el autor para liberar a nuestro
protagonista del lastre de su pasado se transforma en una lección de
vida. Es una muerte figurada, donde el Juan que debía ser y no podía
ser, muere para sí mismo y para los demás e inicia una nueva vida desde
la nada, desde el infinito de posibilidades.
Desde este exilio, o mejor dicho, desde esta nueva patria, Juan nos
hereda un nuevo código de vida para seguir adelante, aquel que se hace
imprescindible cuando nos vemos enfrentados a un futuro desanclado del
pasado: "De esta manera, la patria, las orillas, la lengua, no han sido
más que momentos de las tantas patrias, lenguas y orillas que he vivido.
No quiero decir que haya pretendido nunca abandonar el lugar de
nacimiento. La prueba está en que hoy lo necesito y lo busco. Pero, al
fin, ese lugar no se abandona jamás si por un territorio entendemos un
recinto no mayor que un jardín, que un corazón o que una inteligencia.
El verdadero exilio es la ausencia de claridad, la incuria, la
estupidez. Para mí, la patria ha sido muchas veces un rostro, una
melodía, una llanura de olivos ventilada por el aire lleno de celajes.
También, y sobre todo, ha sido un agua". El libro está lleno de
hallazgos inteligentes y bellos. He debido vencer la tentación de
transcribir largos pasajes del libro para ilustrar la profundidad y la
elegancia de Wacquez al reflexionar acerca de la "diferencia", sus
causas y sus resultados. No hay recetas, sino una intimidante lucidez
que a veces hiere y otras conforta. Sin duda, será mejor que los
lectores tomen el libro en sus manos y descubran los pasajes que a cada
uno le resulten significativos. En una frase, en un párrafo, puede estar
la clave para iniciar una íntima reflexión.
Subamos al promontorio desolado junto a Wacquez y desde ahí gritemos
nuestra indignación. Invoquemos una nueva esperanza. La rabia y el
descaro presentes en este libro nos darán la fuerza para avanzar hacia
un nuevo arreglo social que mitigue el padecimiento de tantos que en
este preciso instante sufren solitarios, arrinconados, invadidos de
temor a sus padres, a sus hermanos, e incluso a sí mismos.
MAURICIO WACQUEZ: "Frente a un hombre
armado"
Editorial Sudamericana, 2003, 207
páginas.