Destacado
exponente de la magnífica generación de poetas chilenos de l0s años
sesenta y ex miembro de una extravagante cofradía, el autor ofrece ahora
un poemario inspirado en la ciudad de Paris.
El poeta Waldo Rojas masticó durante cerca de veinte
años la idea de escribir un libro sobre París, ciudad en la que vive
desde 1974, pero un temor lo detenía: como experimentado habitante
del lugar, sabe que casi todos los turistas que pasan un fin de semana
por esa urbe se sienten capaces de poetizar a partir de ella.
Rojas -quien, además de ser un destacado exponente de la
magnífica generación de poetas chilenos de los años sesenta, fue uno de
los más notorios representantes de la bohemia santiaguina de esa época-
solucionó el problema acudiendo a su costumbre de eliminar toda
referencia circunstancial que pudiera encontrarse en sus
versos.
Siguiendo ese método, el hombre logró reunir y pulir algunos
poemas que tenía en reserva desde los años ochenta, hasta obtener
el material necesario para crear “Deber de urbanidad”, volumen que
acaba de ser editado por Lom y en el que ofrece una renovada versión
de su trabajo, que se caracteriza, entre otras cosas, por la elegante
precisión en el uso de las más sugerentes imágenes.
“La palabra ciudad, así como las palabras río y mar, está sobrecargada
de sentido, y la palabra París, a mi juicio, evoca una condensación
de todo lo que implica el concept0 moderno de ciudad. Y la poesía
es el único medio para manejar ese laberinto de significados en forma
luminosa”, reflexiona el autor de poemarios tan significativos como
“Deriva florentina”, “Príncipe de naipes” y “El puente oculto”.
-En el poema “Daguerrotipo con fondo de barricada”, usted se aleja
de quienes ven las ciudades como entes orgánicos, y las muestra
como escombros dependientes de los hombres. Por ejemplo, dice: “Escoria
o simiente de extramuros, las ciudades son/ el fruto de un deambular
cautiv0./ El tiempo las sueña redimibles por obra de sus ruinas”.
En ese fragmento está parte de la clave del libro, porque de lo que
se trata es de ese encuentro entre la materialidad del mundo urbano,
lo que eso significa para una sensibilidad, y de la presencia de los
seres humanos. Más que de ladrillos, las ciudades están
hechas de historia, de recuerdos, de sugerencias, de diálogos, de
encuentros y desencuentros, y a mí me interesa ese paralelo
constante.
-Hablando de esa
interacción entre ciudad y habitantes, usted aportó bastante acción a
Santiago en los años sesenta.
-Por supuesto: yo tenía toda una
vida de bohemia aquí, con amigos como el cineasta Raúl Ruiz, el escritor
German Marín y el actor Luis Alarcón.
-Entiendo que formaron
un grupo llamado La Cofradía de los Caballeros Antiguos, que, entre
otras cosas, exigía que sus integrantes no manejaran autos ni supieran
nadar.
-Eso último era una broma, porque Raúl Ruiz, como hijo de
capitán de navío, sabe nadar, y yo también soy muy buen nadador en el
mar. Eso si, Raúl, Germán y yo hemos respetado hasta hoy el rechazo al
automóvil, porque lo vemos como una forma de ostentación y de
inscripción en la economía de la sociedad.
-Usted alguna vez
escribió: "Jóvenes aún, lo éramos bajo una especie de precoz
escepticismo: ver para crear, beber para creer”. ¿Qué tan importante era
para ustedes el trago?
-Bueno, eso hay que verlo por el lado
festivo y dionisíaco. Nosotros privilegiábamos ese estado semisegundo,
de medio filo, en que las cosas se ven de otro modo y los sentimientos
alternan bien con la racionalidad, en una especie de lucidez del
corazón, que era la base de nuestra relación.
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Noticias / Jueves 10 de enero de 2002