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Waldo Rojas

Deber de la palabra

Deber de urbanidad. Santiago de Chile: Lom ediciones, 2001.


por Marcelo Pellegrini
University of California, Berkeley


Waldo Rojas (Chile, 1944) pertenece, por fecha de nacimiento y opciones estéticas, a la generación de poetas chilenos del '60. Este dato no sólo es significativo desde el punto de vista de la historiografía literaria, sino que, además, nos entrega luces sobre el "ambiente" cultural e histórico del Chile de esos años. Por un lado, los jóvenes poetas de esa época heredaron, leyeron y reordenaron el vasto jardín de la poesía escrita por sus compatriotas más viejos (Neruda, Mistral, Huidobro y un largo etcétera). Por otro, nacieron a la vida literaria justo antes de la gran agitación social de fines de los '60 y comienzos de los '70, que culminará con el ominoso advenimiento de la dictadura militar de Pinochet en 1973. El resto es historia más o menos conocida: el exilio para muchos y el silenciamiento interior para tantos otros.

El caso de Waldo Rojas se resolvió dentro de la primera opción, ya que en 1974 debió salir de Chile para llegar a París, ciudad en la que todavía vive junto a su esposa y donde trabaja como profesor de historia (Université de Paris I, Panthéon-Sorbonne). En poco tiempo más, nuestro poeta habrá estado más años en Francia que en Chile; a pesar de los cambios vitales e intelectuales que ello implica, tengo la certeza de que su obra sigue perteneciendo a la tradición chilena e hispanoamericana desde una postura de intereses, búsquedas y, por supuesto, de lenguaje. Rojas no sólo no ha abandonado el castellano como vehículo de expresión para su obra, sino que ha buscado con el paso de los años permanecer cercano a la poesía de su país y del continente, haciéndola dialogar, claro está, con las otras tradiciones que tan bien conoce, particularmente la francesa y la italiana. Prueba de todo esto son sus excelentes ensayos, reunidos en Poesía y cultura poética en Chile (Ed. Universidad de Santiago, 2001); la impecable prosa de esos textos dibuja un itinerario de exploración crítica que va desde Alonso de Ercilla hasta las obras de Gonzalo Millán y Raúl Zurita, pasando por la lectura de los llamados "grandes" (en particular Huidobro), de los maestros inmediatamente anteriores a la generación del '60 (Lihn) y, claro, por la necesaria reflexión sobre la propia escritura. Pocos poetas chilenos en el exilio han podido mantener con tal rigor y entrega el contacto con su tradición.


Deber de urbanidad
es el hasta ahora último jalonamiento de la palabra poética de Waldo Rojas. Son 15 poemas de los cuales sólo dos ("In terra franciae", p. 7 y "Hotel de la Gare", p. 33) habían sido publicados antes en libro. El "deber" urbano de Rojas es el saldo de una deuda vital con la ciudad de París, su casa de tantos años; su palabra ha sido naturalmente llevada a la necesidad de dar cuenta de un territorio citadino que desde hace mucho le es familiar y cuya fisonomía se ha compenetrado con su obra en medidas mensurables sólo para él. De ahí que no tengamos en este libro una especie de guía poético-turística de la Ciudad Luz; lo que hay, en cambio, es una íntima descripción de aspectos más ocultos relativos a ese párrafo del planeta, y, sobre todo, una constante reflexión sobre el tiempo, especialmente sus encarnaciones e inmediatas difuminaciones. París, más que ser un sitio donde muchos iconos culturales de Occidente nacen o toman forma, es el lugar de los encuentros entre la luz y la sombra, el tiempo y su paso implacable, el aire y la piedra. Los signos visibles de la ciudad (monumentos, edificios, puentes) se transfiguran en la forma de estos poemas, pasando a ser una necesaria respuesta al imperio de la realidad:

...................................... chasquidos de tiempo
en los recodos de la infiltración nocturna.

("Belvedere", p. 9)

Esa respuesta a la "Realidad Dada", como gusta decir nuestro autor, nunca es gratuita ni fácil, y creo que conviene extenderse un poco sobre la misma.

Se sostiene en una idea que ha marcado permanentemente a la obra y al pensamiento de Rojas, a saber, la distancia a veces insuperable entre la realidad y la poesía; esta disyunción, cuyos orígenes se remontan quizás al primer Romanticismo, toma especial forma a la hora de considerar el papel que al lenguaje le cabe en la misma. Por un lado, tenemos las palabras de todos los días, los lenguajes sumisos frente al oleaje del mundo. Por otro, la lengua que al poeta le toca construir y habitar, siempre ajena a las servidumbres de ese mundo y siempre refractaria al mismo. La inevitable consecuencia de esta idea se nos da bajo los signos de un conflicto irreductible: la consideración heterodoxa del lenguaje, entidad que muchas veces ha sido pensada para adscribirse a los designios de la "doxa". Las palabras del poema, por lo tanto, siempre irán en dirección contraria al uso común y corriente de las mismas, estableciendo los términos de una elisión permanente entre unas y otras. El poema en sí pasa a ser una entidad diferenciada en alto grado con respecto al mundo, guardando de esa manera en su interior las repercusiones estéticas que a los lectores cabe explorar. Nuestro autor conoce muy bien los pormenores de esta querella, y tanto su poesía como sus reflexiones críticas así lo muestran. Bastará con dar dos ejemplos: en uno de sus poemas, publicado originalmente en El puente oculto (1981), titulado "De rerum natura", nos encontramos con estos decidores versos:

Cosas de la naturaleza que hablaron para nadie,
nuevamente resulta que enmudecen, para vergüenza mía,
con una mudez cuánto más clara.
(Cito por Poesía continua (antología),
Ed. Universidad de Santiago, 1995, p. 39)

En otro texto, esta vez en prosa, al referirse nuestro poeta a la obra del cineasta chileno Raúl Ruiz, no sin antes recordar el espíritu que los animaba en los '60, nos dice que en esos años, a guisa de definición de sus convicciones estéticas, buscaron un nombre "provocador y jolgorioso": realismo púdico. Y continúa Rojas: "El principio activo del realista púdico consiste en considerar la noción de realidad no ya como lo dado, como lo des-cubierto absoluto, sublunar e impávido, sino como un sistema de ocultamientos: la naturaleza gusta de ocultarse. Todo el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas o sociales, se daban por añadidura". ("Raúl Ruiz: imágenes de paso", en Poesía y cultura poética en Chile, p. 19). Las citas tanto del poema como del texto sobre Ruiz nos ilustran de manera insuperable los términos en los que la realidad y el arte acuden a su mutuo desencuentro. En ese sentido, el ocultamiento es, para nuestro autor, palabra clave, ya que define para sí mismo y para su obra la manera en que el poeta se aproxima al mundo exterior, que, apenas asido, se desvanece y esconde.

Valga la digresión anterior para volver, bajo su prisma, a la lectura de Deber de urbanidad. El poema "Belvédère", segundo de la colección y citado en parte líneas atrás, adelanta para el resto de las composiciones del conjunto una de las visiones que más se repiten a lo largo del mismo: la fugacidad de las cosas: en este texto en particular, la ciudad es una "Babel unánime acogida a su enjoyamiento fugitivo". Pero la fugacidad suprema, como ya se insinuó antes, es el irreparable paso del tiempo, que intenta tomar forma en edificios, monumentos y, sobre todo, en el agua del río que cruza la ciudad. Ya lo dijo el gran poeta ruso Joseph Brodsky: el agua es la más privilegiada manera que el tiempo tiene de encarnar y hacerse desconcertante presencia que huye. Deber de urbanidad se adhiere a este principio, y, gracias a él, París es ya parte del "cortejo/de las ciudades abolidas" ("Belvédère", p. 9) que "zarpa una vez más a tiempo huyendo lejos / de su efigie de cadalso" ("Fluctuat...", p. 39).

Todo en este libro es pábulo para la contemplación del paso de las horas y de los días. Cuando el poeta o la voz de los textos describe la indeleble marca de Notre-Dame o de la torre Eiffel, podemos adivinar también, como en un incesante juego de refracciones, el paso de los siglos:

Torres brotadas de un impulso trunco, izadas desde el lodo
de la ciénaga
hasta el despuntar del día y su esplendor en los vitrales.
(...)

Tu voz no volverá a arder en ofrenda mientras
a despecho de tu devoción movediza por las márgenes
el río haga más denso su deambular de aceite y sombras.
("N.-D.", pp. 11-12)
(...)

La Torre se despierta al desafuero de la regencia lacónica
del Río,
esa prosodia irreversible que relees buscando apoyo en
el tabernáculo oportuno de los Puentes.
("Tour Eiffel", p. 19)

La nieve, otra de las formas del agua, implanta en las calles de la ciudad una fiesta de la presencia en tránsito de desvanecimiento:

(...)
Pregona con obtuso tañido
el inicio de la fiesta inmóvil.
Derrame de exhuberancia equívoca,
viene a mudar en arrebato de espacio
la crisálida del tiempo.
("Primera nieve", p. 17)

Hay aquí también una inquietante marca de la naturaleza en una de sus formas predilectas de ocultamiento: la muerte. El poema "La travesía", que tiene como subtítulo "Mediodía de domingo en el cementerio de Père Lachaise", está puesto en la página bajo el mecanismo de las comillas, como si el texto mismo fuera una cita o la transcripción de una voz que, tal vez, viene de ultratumba. No sólo una naturaleza otra se hace aquí presente, sino que, además, podemos escuchar su voz:

"(...)
Por entre el laberinto de las criptas
bajo la fronda y el señuelo o la licencia de los trinos,
escucha conmigo el tribunal bullicioso y tajante de los mirlos
por encima del respiro en suspenso de estos nombres de cuerpos
ya improbables disueltos en la cifra de una brevedad estanca:
.......................................... signos tallados sobre las lápidas prolijas
.......................................... cual señas de un comercio inútil".
(P.35)

El pago del deber de urbanidad por parte de la palabra es un permanente diálogo con el viaje que la ciudad emprende al encuentro de sí misma envuelta en la "crisálida del tiempo". Waldo Rojas conoce los placeres y los estragos de esa ruta, y ha querido darnos su propio testimonio, tal y como otros, algún día, también lo harán. Porque es en la enseña del río donde, finalmente, se esconde la columna vertebral de esa erosión implacable y escurridiza:

El Río retribuye con moneda deslucida
su reclinamiento de madrépora reversa sobre
la afluencia opaca.
Con la venia de los Puentes y como a remolque
del olvido de una promesa desmedida
adhiere el cauce turbio a la deriva estable
de los muelles.
("...nec mergitur", p. 41)


 

de "Deber de Urbanidad"

 

In terra franciae

Ah, estas Viejas piedras que parecían dar cita
a todo el mundo a mis espaldas.
Ajenas como el sueño de otro, ahora ruedan
a mi lado el rodar de un tiempo apenas día,
apenas noches,
.......................... río embancado.
Pretenden, pétreas, rodar fuera del alcance
de mi olvido,
a la hora de ese musgo espeso que cría
mi memoria inmóvil.

 

Belvédère

Señorío de los ojos sobre la muchedumbre
de los techos,
como si el crepúsculo reconciliara un patrimonio disperso
y la fragmentación duradera de la altura.
Babél unánime acogida a su enjoyamiento fugitivo,
nubes de ultrajes violáceos allegan la brasa y el incienso a
la tangente quebradiza del pérfil urbano,
........................... atributos de coronamiento
o vestigios devastados en la huella del cortejo de las
ciudades abolidas.

Campanadas latentes se desatan consumando al punto
su inminencia estanca,
y el ramalazo numeroso de vuelos de murciélagos rebana
en sus mandobles la quietud de la mirada:
chasquidos de tiempo
en los recodos de la infiltración nocturna.



 

 

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Waldo Rojas: Deber de la palabra.
Por Marcelo Pellegrini
Fuente: revista La Calabaza del Diablo
Nº27, año 5, agosto de 2003.