Waldo Rojas (Chile, 1944) pertenece,
por fecha de nacimiento y opciones estéticas, a la generación
de poetas chilenos del '60. Este dato no sólo es significativo
desde el punto de vista de la historiografía literaria, sino
que, además, nos entrega luces sobre el "ambiente"
cultural e histórico del Chile de esos años. Por un
lado, los jóvenes poetas de esa época heredaron, leyeron
y reordenaron el vasto jardín de la poesía escrita por
sus compatriotas más viejos (Neruda, Mistral, Huidobro y un
largo etcétera). Por otro, nacieron a la vida literaria justo
antes de la gran agitación social de fines de los '60 y comienzos
de los '70, que culminará con el ominoso advenimiento de la
dictadura militar de Pinochet en 1973. El resto es historia más
o menos conocida: el exilio para muchos y el silenciamiento interior
para tantos otros.
El caso de Waldo Rojas se resolvió dentro de la primera opción,
ya que en 1974 debió
salir de Chile para llegar a París, ciudad en la que todavía
vive junto a su esposa y donde trabaja como profesor de historia (Université
de Paris I, Panthéon-Sorbonne). En poco tiempo más,
nuestro poeta habrá estado más años en Francia
que en Chile; a pesar de los cambios vitales e intelectuales que ello
implica, tengo la certeza de que su obra sigue perteneciendo a la
tradición chilena e hispanoamericana desde una postura de intereses,
búsquedas y, por supuesto, de lenguaje. Rojas no sólo
no ha abandonado el castellano como vehículo de expresión
para su obra, sino que ha buscado con el paso de los años permanecer
cercano a la poesía de su país y del continente, haciéndola
dialogar, claro está, con las otras tradiciones que tan bien
conoce, particularmente la francesa y la italiana. Prueba de todo
esto son sus excelentes ensayos, reunidos en Poesía y cultura
poética en Chile (Ed. Universidad de Santiago, 2001); la
impecable prosa de esos textos dibuja un itinerario de exploración
crítica que va desde Alonso de Ercilla hasta las obras de Gonzalo
Millán y Raúl
Zurita, pasando por la lectura de los llamados "grandes"
(en particular Huidobro), de los maestros inmediatamente anteriores
a la generación del '60 (Lihn)
y, claro, por la necesaria reflexión sobre la propia escritura.
Pocos poetas chilenos en el exilio han podido mantener con tal rigor
y entrega el contacto con su tradición.
Deber de urbanidad es el hasta ahora último jalonamiento
de la palabra poética de Waldo Rojas. Son 15 poemas de los
cuales sólo dos ("In terra franciae", p. 7 y "Hotel
de la Gare", p. 33) habían sido publicados antes en libro.
El "deber" urbano de Rojas es el saldo de una deuda vital
con la ciudad de París, su casa de tantos años; su palabra
ha sido naturalmente llevada a la necesidad de dar cuenta de un territorio
citadino que desde hace mucho le es familiar y cuya fisonomía
se ha compenetrado con su obra en medidas mensurables sólo
para él. De ahí que no tengamos en este libro una especie
de guía poético-turística de la Ciudad Luz; lo
que hay, en cambio, es una íntima descripción de aspectos
más ocultos relativos a ese párrafo del planeta, y,
sobre todo, una constante reflexión sobre el tiempo, especialmente
sus encarnaciones e inmediatas difuminaciones. París, más
que ser un sitio donde muchos iconos culturales de Occidente nacen
o toman forma, es el lugar de los encuentros entre la luz y la sombra,
el tiempo y su paso implacable, el aire y la piedra. Los signos visibles
de la ciudad (monumentos, edificios, puentes) se transfiguran en la
forma de estos poemas, pasando a ser una necesaria respuesta al imperio
de la realidad:
......................................
chasquidos de tiempo
en los recodos de la infiltración nocturna.
("Belvedere", p. 9)
Esa respuesta a la "Realidad Dada", como gusta decir nuestro
autor, nunca es gratuita ni fácil, y creo que conviene extenderse
un poco sobre la misma.
Se sostiene en una idea que ha marcado permanentemente a la obra
y al pensamiento de Rojas, a saber, la distancia a veces insuperable
entre la realidad y la poesía; esta disyunción, cuyos
orígenes se remontan quizás al primer Romanticismo,
toma especial forma a la hora de considerar el papel que al lenguaje
le cabe en la misma. Por un lado, tenemos las palabras de todos los
días, los
lenguajes sumisos frente al oleaje del mundo. Por otro, la lengua
que al poeta le toca construir y habitar, siempre ajena a las servidumbres
de ese mundo y siempre refractaria al mismo. La inevitable consecuencia
de esta idea se nos da bajo los signos de un conflicto irreductible:
la consideración heterodoxa del lenguaje, entidad que muchas
veces ha sido pensada para adscribirse a los designios de la "doxa".
Las palabras del poema, por lo tanto, siempre irán en dirección
contraria al uso común y corriente de las mismas, estableciendo
los términos de una elisión permanente entre unas y
otras. El poema en sí pasa a ser una entidad diferenciada en
alto grado con respecto al mundo, guardando de esa manera en su interior
las repercusiones estéticas que a los lectores cabe explorar.
Nuestro autor conoce muy bien los pormenores de esta querella, y tanto
su poesía como sus reflexiones críticas así lo
muestran. Bastará con dar dos ejemplos: en uno de sus poemas,
publicado originalmente en El puente oculto (1981), titulado
"De rerum natura", nos encontramos con estos decidores versos:
Cosas de la naturaleza que hablaron para nadie,
nuevamente resulta que enmudecen, para vergüenza mía,
con una mudez cuánto más clara.
(Cito por Poesía continua (antología),
Ed. Universidad de Santiago, 1995, p. 39)
En otro texto, esta vez en prosa, al referirse nuestro poeta a la
obra del cineasta chileno Raúl Ruiz, no sin antes recordar
el espíritu que los animaba en los '60, nos dice que en esos
años, a guisa de definición de sus convicciones estéticas,
buscaron un nombre "provocador y jolgorioso": realismo
púdico. Y continúa Rojas: "El principio activo
del realista púdico consiste en considerar la noción
de realidad no ya como lo dado, como lo des-cubierto absoluto, sublunar
e impávido, sino como un sistema de ocultamientos: la naturaleza
gusta de ocultarse. Todo
el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas
o sociales, se daban por añadidura". ("Raúl
Ruiz: imágenes de paso", en Poesía y cultura
poética en Chile, p. 19). Las citas tanto del poema como
del texto sobre Ruiz nos ilustran de manera insuperable los términos
en los que la realidad y el arte acuden a su mutuo desencuentro. En
ese sentido, el ocultamiento es, para nuestro autor, palabra clave,
ya que define para sí mismo y para su obra la manera en que
el poeta se aproxima al mundo exterior, que, apenas asido, se desvanece
y esconde.
Valga la digresión anterior para volver, bajo su prisma, a
la lectura de Deber de urbanidad. El poema "Belvédère",
segundo de la colección y citado en parte líneas atrás,
adelanta para el resto de las composiciones del conjunto una de las
visiones que más se repiten a lo largo del mismo: la fugacidad
de las cosas: en este texto en particular, la ciudad es una "Babel
unánime acogida a su enjoyamiento fugitivo". Pero la fugacidad
suprema, como ya se insinuó antes, es el irreparable paso del
tiempo, que intenta tomar forma en edificios, monumentos y, sobre
todo, en el agua del río que cruza la ciudad. Ya lo dijo el
gran poeta ruso Joseph Brodsky: el agua es la más privilegiada
manera que el tiempo tiene de encarnar y hacerse desconcertante presencia
que huye. Deber de urbanidad se adhiere a este principio, y,
gracias a él, París es ya parte del "cortejo/de
las ciudades abolidas" ("Belvédère",
p. 9) que "zarpa una vez más a tiempo huyendo lejos /
de su efigie de cadalso" ("Fluctuat...", p. 39).
Todo en este libro es pábulo para la contemplación
del paso de las horas y de los días. Cuando el poeta o la voz
de los textos describe la indeleble marca de Notre-Dame o de la torre
Eiffel, podemos adivinar también, como en un incesante juego
de refracciones, el paso de los siglos:
Torres brotadas de un impulso trunco, izadas desde el lodo
de la ciénaga
hasta el despuntar del día y su esplendor en los vitrales.
(...)
Tu voz no volverá a arder en ofrenda mientras
a despecho de tu devoción movediza por las márgenes
el río haga más denso su deambular de aceite y
sombras.
("N.-D.", pp. 11-12)
(...)
La Torre se despierta al desafuero de la regencia lacónica
del Río,
esa prosodia irreversible que relees buscando apoyo en
el tabernáculo oportuno de los Puentes.
("Tour Eiffel", p. 19)
La nieve, otra de las formas del agua, implanta en las calles de
la ciudad una fiesta de la presencia en tránsito de desvanecimiento:
(...)
Pregona con obtuso tañido
el inicio de la fiesta inmóvil.
Derrame de exhuberancia equívoca,
viene a mudar en arrebato de espacio
la crisálida del tiempo.
("Primera nieve", p. 17)
Hay aquí también una inquietante marca de la naturaleza
en una de sus formas predilectas de ocultamiento: la muerte. El poema
"La travesía", que tiene como subtítulo "Mediodía
de domingo en el cementerio de Père Lachaise", está
puesto en la página bajo el mecanismo de las comillas, como
si el texto mismo fuera una cita o la transcripción de una
voz que, tal vez, viene de ultratumba. No sólo una naturaleza
otra se hace aquí presente, sino que, además, podemos
escuchar su voz:
"(...)
Por entre el laberinto de las criptas
bajo la fronda y el señuelo o la licencia de los trinos,
escucha conmigo el tribunal bullicioso y tajante de los mirlos
por encima del respiro en suspenso de estos nombres de cuerpos
ya improbables disueltos en la cifra de una brevedad estanca:
..........................................
signos tallados sobre las lápidas prolijas
..........................................
cual señas de un comercio inútil".
(P.35)
El pago del deber de urbanidad por parte de la palabra es un permanente
diálogo con el viaje que la ciudad emprende al encuentro de
sí misma envuelta en la "crisálida del tiempo".
Waldo Rojas conoce los placeres y los estragos de esa ruta, y ha querido
darnos su propio testimonio, tal y como otros, algún día,
también lo harán. Porque es en la enseña del
río donde, finalmente, se esconde la columna vertebral de esa
erosión implacable y escurridiza:
El Río retribuye con moneda deslucida
su reclinamiento de madrépora reversa sobre
la afluencia opaca.
Con la venia de los Puentes y como a remolque
del olvido de una promesa desmedida
adhiere el cauce turbio a la deriva estable
de los muelles.
("...nec mergitur", p. 41)
de
"Deber de Urbanidad"
In terra franciae
Ah, estas Viejas piedras que parecían
dar cita
a todo el mundo a mis espaldas.
Ajenas como el sueño de otro, ahora ruedan
a mi lado el rodar de un tiempo apenas día,
apenas noches,
.......................... río
embancado.
Pretenden, pétreas, rodar fuera del alcance
de mi olvido,
a la hora de ese musgo espeso que cría
mi memoria inmóvil.
Belvédère
Señorío de los ojos sobre la muchedumbre
de los techos,
como si el crepúsculo reconciliara un patrimonio disperso
y la fragmentación duradera de la altura.
Babél unánime acogida a su enjoyamiento fugitivo,
nubes de ultrajes violáceos allegan la brasa y el incienso
a
la tangente quebradiza del pérfil urbano,
........................... atributos
de coronamiento
o vestigios devastados en la huella del cortejo de las
ciudades abolidas.
Campanadas latentes se desatan consumando al punto
su inminencia estanca,
y el ramalazo numeroso de vuelos de murciélagos rebana
en sus mandobles la quietud de la mirada:
chasquidos de tiempo
en los recodos de la infiltración nocturna.