El autor chileno realiza en "Deber de urbanidad"
una reverencial y humilde "toma de apuntes"
en la que sostiene la memoria.
En primer lugar, París es una ciudad fluctuante que se reescribe
constantemente a sí misma para no dejar de ser lo que es: una
sempiterna prosodia, el último bastión de la unidad
sagrada de un mundo que se desvanece. En segundo, Waldo Rojas
es un extraño que se pasea por ella, percibiendo
apenas el eco de ese murmullo litúrgico que es la reescritura
de París. El resultado: Deber de urbanidad, una obra
cargada con toda la inteligencia poética que dicta la historia
de un río y sus puentes-tabernáculos, la fantasmagoría
de sus torres y templos y la tramoya de su propio ceremonial parmenidiano.
Por eso allí, por ejemplo, las gaviotas no son gaviotas, sino
el poema sobre las gaviotas, y las piedras por las que transcurre
el agua del Sena, una multiplicidad de sílabas consonánticas
que no suenan como las piedras del Sena por el transcurrir del agua
del Sena, sino las piedras mismas del Sena en las que suena el agua
del Sena: canto simultáneamente epifánico y fúnebre
atrapado en su ininteligibilidad por un neófito, el que desde
un afuera irreductible lo registra por "deber de urbanidad"
tal y como lo escucha, pues es canto revelado, palabras de un lacónico
ritual cuyas claves se le escapan.
No estamos hablando de "escritura automática", sino
de una más reverencial y humilde "toma de apuntes",
con toda su opacidad, pero también con toda su honestidad y
esa última clarividencia de la fe, quizás un acto de
amor para aferrarse a la crepuscular lucidez de una modernidad que
ya es pura letanía, "rodar de un tiempo apenas día,/
apenas noche, río embancado". Así, la "toma
de apuntes" sostiene la memoria y finalmente reintegra la verdad
al ser: es recuperación y aprendizaje, fijación del
tiempo en su objetividad, palabras recogidas de una realidad que pasan
a ser la realidad misma. No designan: reemplazan, y, más aún,
se emplazan, y, más aún, se emplazan como devenir, actualidad
y trascendencia.
Desde esta perspectiva, Deber de urbanidad es un acto poético
perpetrado con absoluta eficacia, que le propina como tal una paliza
al lenguaje como comunicación y se erige en una victoria rotunda
del poema como objeto válido en sí mismo, portador de
todo el sentido que se escurre de las "lenguas amaestradas, adiestradas".
Aquí París no se refleja; aquí la ciudad se instala
como un eco de su fluir y refluir, es ella misma rehaciéndose
y desintegrándose en una "memoria inmóvil",
la del poeta, en una inteligencia que se sobrepone a la "impericia
del asombro". Aquí París huye de su patética
"efigie de cadalso" para reescribirse con su propia retórica
en sus "dos mitades arduamente mutuas" gracias a sus "puentes
tendidos entre la acechanza y los asedios". Y desde el fondo
de estas palabras, como desde un tabernáculo, surge también
el latido de lo humano y su indigencia, los susurros de una extranjería
que es siempre una "Ciudadanía de la muerte".
Difícilmente podrá encontrarse en Chile otro poemario
más transido de inteligencia poética que éste,
que debiera ser de lectura y análisis obligatorios para todos
los estudiantes de literatura. Mediante él no sólo se
pueden aprender las claves de un oficio y de un género, sino
también las secretas palpitaciones de un lenguaje al que el
mismo Waldo Rojas le exige teóricamente erigirse "en realidad
absoluta de lo humano; algo fundamental que sólo los poetas
dicen en su decir, que es un decir que se dicta a sí mismo,
no para comunicar, sino para hacer aparecer". Cabe celebrar esta
obra con la misma asombrada admiración que todavía hoy
produce Lobos y ovejas, de Manuel Silva Acevedo, es decir, como otro
hito de nuestra poderosa tradición poética.
Deber de urbanidad
Waldo Rojas
LOM Ediciones, Santiago, 2001
44 páginas.