CUENTOS DE ATACAMA
Por Waldemar Verdugo.
Los narradores de cuentos que acompañan las caravanas que cruzan el desierto de Atacama, las tierras más áridas conocidas, tienen raíces antiguas. Se sabe que en todas las caravanas que cruzan los desiertos de la Tierra, estos narradores (de quienes también deriva el oficio de cuenta cuentos) comparten su conocimiento desde los primeros tiempos. Sus cuentos no los escriben en papel y sólo los trasmiten de manera oral, pudiendo quien quiera anotarlos aunque siempre parecen nuevos, porque son cuentos inventados durante mucho tiempo utilizando las historias como vehículo de comunicación entre las caravanas que cruzan las zonas desérticas.
Éticamente, estos narradores de Atacama plantean en sus cuentos que la solución de los problemas del mundo está en servir bien las profesiones y los oficios. Hoy como siempre, afirman que si cada uno se dedicara nada más a servir su oficio, se acabarían los problemas sociales del mundo. Este sólo pensamiento les hace universales, aunque ellos, en su entorno, son muy rurales; en sus cuentos hay alusiones constantes a la intimidad de la verdad, encerrando conceptos que insinúan protección, abrigo, el calor de la lana, que es muy útil en los desiertos fríos nocturnales chilenos. Los narradores del desierto forman una cofradía mítica que agrupa a los llamados iguales entre sí: para ellos cada situación es única, lo que los hace compatibles con la vida en general, por lo cual son generalmente bien dispuestos a entretener al público de la caravana, manteniendo su atención a pura voz, que es la oral la forma más antigua de transmitir el cuento. Creen que no existe ni el tiempo ni la muerte y que las cosas cambian según los estados de ánimo. Sostienen que el amor humano puede elevar a quien sea a la calidad de transmisor del conocimiento. La verdad, el cumplimiento de lo confiado y la actividad local son sus características. La mentira les es contraria, por eso en sus cuentos no predican mal ni intencional ni inadvertidamente. Su mundo está regido por el servicio, por eso las personas responsables creen en sus relatos. Su formación se basa en la experiencia (el que comprueba, sabe) y no en argumentos filosóficos. Muchos de ellos permanecen dormidos ante lo que se hace de día -o sea, la lucha cotidiana por la existencia- y vigilan mientras otros duermen. Esto es lo que ha hecho común en las caravanas que cruzan el desierto de Atacama el que algunos narradores trabajen además de guardias nocturnos, pudiendo acompañarles en su vigilia todos quienes desean oír sus cuentos.
Una de las funciones de los narradores es mantener despierta la atención en los demás; los que viven hoy representan a todos los que vivieron y a los que vivirán, pues su concepto del tiempo es una interrelación, una continuidad. Para ellos todo es único e irrepetible. Conocerlos es algo que ocurre a una persona que cruza el desierto y no algo que se premedite. Dicen ellos que el cuerpo no es diferente del alma porque ambos forman el Ser. Creen que sus cuentos a viva voz, los sonidos de la plegaria, el rezo y la oración tiene una forma, y ocupan un lugar en el espacio Todo lo que posee un nombre tiene forma y el pensamiento es una acción. Dondequiera que están, se ven amables porque se comportan como un amante, por ser para ellos mucho más decisivo el efecto que la causa, porque el efecto es variado y la causa solo una. Por esto también afirman que el trabajo en sí es más importante que su objetivo. Dentro del cosmos, su función es ser ellos mismos y a través de su comportamiento proyectar su significado, por eso no existe división entre la personalidad pública y privada de un narrador de cuentos, ya que ellos no pronuncian a solas palabras que no pueden repetir ante mil personas.
Ellos insinúan que la interior es la forma más alta de percibir la realidad; en verdad, son gentes, hombres y mujeres, que han trabajado en todo tiempo en la zona más inhóspita y no confunden lo decorativo con lo específico ni lo literal con lo simbólico. Por ser hombres y mujeres que viven en caravanas, sin un lugar fijo, afirman que sin cambio y sin continuidad, azar, devenir e integridad no hay narración. Son iguales por definición y responsables solo ante sí mismos de sus narraciones. En general permanecen escondidos, en lugar más recóndito aún que los estudiantes de la Escuela de los Machis en el sur. Se dice que quien entiende y cruza el desierto se acerca a un narrador: aquel cuya alma estaba ya embebida en el vino antes de que en la tierra brotaran las uvas; aquel cuyos conocimientos le llegan por vía humana, es decir por maestros. Ellos dicen que existen dos maneras de saber: la conversación origina conclusiones que impulsan a admitir, pero no causa certidumbre ni despeja dudas para que la mente descanse en la verdad, lo que sólo la experiencia otorga. Los narradores de cuentos del desierto de Atacama son cada uno diferente en sus técnicas de contar las historias, pero comparten la creencia de que la experiencia interior no es una parte de la vida, sino la vida misma. Su práctica la realizan viviendo la realidad, a la que nombran construcción, por analogía de algo que está siendo construido entre muchos. La cuestión de la clave de su existencia es tan profunda que en verdad sólo la entiende quien sabe oir. Así, aquí sólo me limitaré a narrar algunos cuentos que dicen estos narradores que van en las caravanas que cruzan los desiertos del norte de Chile. Es una breve reseña que rescato de mi propia experiencia cruzando el desierto, entrando en territorio oral. No son cuentos para instruir ni para pasar el rato: son para familiarizarse, que no otro es el espíritu que guía las caravanas.
PRINCIPIO DE LAS CARAVANAS DE ATACAMA:
Lo primero es saber que lo que creemos que es la verdad,
no lo es en absoluto.
DE LA HISTORIA DE ATACAMA
Apresado por los conquistadores españoles, un gran sabio y mártir del oasis de Caldera, convicto de apostasía y herejía, no dio pruebas de dolor cuando le cortaron las manos. Permaneció impasible cuando los españoles y las huestes indígenas peruanas que los acompañaban desde el norte le arrojaron piedras, que le abrieron grandes heridas.
Sin embargo, cuando uno de los maestros del oasis que se había doblegado al extranjero, se acercó a él y lo golpeó con una tierna flor del desierto, nuestro sabio gritó como si lo estuvieran torturando. Procediendo así para demostrar que nada de lo que hicieran quienes estaban equivocados podía dañarlo. Pero el más ligero roce de alguien que sabía, y aún así se doblegaba, era más doloroso que cualquier golpe o mutación.
Algunos de estos legendarios sabios del desierto que resistieron, aunque fueron impotentes ante los castigos, son recordados por historias como esta.
EL GRAN CURANDERO DEL DESIERTO
Un hombre del oasis de Caldera consultó al gran curandero del desierto porque su esposa no podía concebir. La mujer estaba excesivamente gorda; el curandero la examinó, le tomó el pulso y dictaminó:
-No puedo tratar su esterilidad porque he descubierto que de todas maneras morirá dentro de cuarenta días.
Después de escuchar tal afirmación la mujer quedó tan preocupada que no pudo comer durante los cuarenta días siguientes. Pero no murió en el plazo señalado. Volvió el esposo a consultar al sabio quien le dijo:
-Sí, lo sabía: ahora será fecundada.
El esposo preguntó de qué manera había sucedido este cambio y el curandero respondió:
-La exagerada obesidad de tu esposa interfería en su fertilidad. Sabía que lo único que la haría olvidar la comida sería el temor a la muerte. Por lo tanto, ya está curada.
Otro día, un hombre que vivía en condiciones suficientemente holgadas en Santiago la capital, fue al norte y en el oasis de Caldera buscó al curandero que tenía reputación de poseer todo el conocimiento médico, y le dijo:
-Respetado sabio, no tengo problemas materiales en la gran ciudad, sin embargo no soy feliz. Siempre estoy descontento; durante años he buscado una respuesta a mis pensamientos interiores y de tener una relación correcta con el mundo. Por favor, aconséjame para curarme de mi infelicidad.
El curandero respondió:
-Mi amigo, lo que está escondido para algunos está oculto para otros. El remedio para tu enfermedad no es ordinario. Debes recorrer los oasis del desierto hasta llegar a aquél donde vive el hombre más feliz de Chile. Tan pronto lo encuentres, deberás pedirle su camisa y ponértela.
El hombre de la ciudad, desde ese momento y sin descanso comenzó a recorrer los oasis de las tierras más secas del planeta buscando hombres felices. Uno después de otro los interrogaba y todos contestaron:
-Sí, soy feliz. Pero hay otro que lo es más.
Después de viajar de un oasis a otro, lo que le tomó mucho tiempo, llegó al lugar donde todos decían que vive el hombre más feliz del mundo, que era, para su sorpresa el mismo oasis de Caldera; donde bastó que se acercara para oír la risa alegre de un hombre envuelto en su manta de lana sentado a la sombra de una gran roca tallada que anuncia el oasis.
-¿Eres el hombre más feliz de Chile, como se dice en todos los oasis? -le preguntó.
-Claro que lo soy -dijo el hombre sentado.
-Mi nombre es fulano; mi condición es tal y cual. Y mi remedio, prescrito por el gran curandero de este lugar, es ponerme tu camisa. Por favor, véndeme tu camisa; te daré a cambio lo que quieras de lo que tengo.
El hombre más feliz lo miró fijamente y luego rió. Rió y rió. Cuando se calmó un poco, el hombre desdichado, un tanto sorprendido por esta reacción tan poco seria, le dijo:
-Estás loco para reírte de un pedido tan serio. He vivido siempre en la gran ciudad y dejé todo para buscarte y acabar con mi desdicha. ¿Estás loco?
-Quizás -respondió el hombre más feliz-. Pero si te hubieras molestado en mirar, habrías visto que no poseo camisa. Sólo tengo mi manta para enfrentar el frío de la noche del Atacama.
-Entonces, ¿qué debo hacer ahora?
-Ahora quedarás curado. El luchar para tener algo inalcanzable proporciona el ejercicio para lograr algo necesario más cercano; como cuando un hombre reúne todas sus fuerzas para saltar un arroyo como si fuera más ancho de lo que es y siempre consigue llegar al otro lado.
Entonces, el hombre más feliz se quitó su manta que le cubría también parte del rostro, y el hombre inquieto vio que era el mismo gran curandero que lo había aconsejado.
-Pero, ¿por qué no me dijiste todo esto hace tanto tiempo, cuando vine a verte? -preguntó el hombre, desconcertado.
-Porque entonces no estabas maduro para comprender. Necesitabas ciertas experiencias, y tenías que recibirlas de tal manera que asegurara que las habías de vivir. Una mula que usa una biblioteca como establo no aprende a leer y escribir. El hilo no se ennoblece por pasar a través de las perlas. ¿Por qué buscas la felicidad fuera, cuando la tienes dentro de ti mismo? La felicidad es un manantial interior. Para ser feliz no necesitas camisa.
Otro día, un escritor narrador y en las caravanas fue a ver a este gran curandero en el Oasis de Caldera, y le dijo:
-Tengo toda case de síntomas terribles. Me siento infeliz y desasosegado, mi cabello, mis brazos y mis piernas están como si los hubiesen torturados.
El médico le preguntó:
-¿Es verdad que hace meses no has cruzado el desierto trabajando con tus narraciones?
-Eso es cierto -contestó el hombre-. Sólo me he dedicado a escribir y a nadie he contado nada.
-Muy bien -dijo el médico-. Ten la amabilidad de recitar algunos cuentos de los que has escrito.
El narrador así lo hizo y, ante la insistencia del médico, dijo una y otra vez sus textos. Entonces el médico diagnosticó:
-Ponte de pie pues ya estás curado. Si bien habías trabajado, no te decidías a entregar tu fruto final; es necesario apartarse una vez realizada la obra. Lo que tenías en tu interior había afectado tu físico. Ahora que ya lo has liberado, has vuelto a estar bien. Ya puedes integrarte a las caravanas a trabajar.
EL OASIS DEL PROFETA SOTO ROMERO
Cierta vez un anciano extranjero errante buscador de la verdad cruzaba los desiertos del norte de Chile, cuando encontró el nombre del Profeta Soto Romero tallado en ciertas rocas marcadas que había visto en sueños, lo que consideró una señal de que el fin de su búsqueda había llegado, marcas que siguió mucho tiempo mientras leía cuanto se refería a su asunto y que lo llevaron finalmente al Oasis del Profeta en Antofagasta.
Sin conocer a nadie, estaba cerca de la casa de piedra del Profeta, que también era el templo del oasis, cuando vio al hombre amable a quien le dijo:
- Amigo, llévame ante el Profeta Soto Romero.
El hombre amable lo guió hacia el interior del templo pétreo, lleno de gente angustiada. El Sucesor estaba sentado al frente de la asamblea en el salón principal, cuando el anciano errante se acercó a él creyendo que era el profeta y exclamó:
-¡Oh Sabio, Profeta Soto Romero, Elegido de Dios, un buscador de tu luz llega a ti luego de andar una vida!
Al oír la mención al Profeta, todos comenzaron a llorar desconsoladamente, incluso el Sucesor. El anciano errante no sabía qué hacer y dijo:
-Soy extranjero y desconozco los ritos necesarios para dirigirse a ti, Oh Profeta. Es verdad que he leído tus enseñanzas contenidas en los cuatro mil pergaminos en que explicas el origen, causa y desarrollo de las cosas, pero no sé referirme a ti. ¿He dicho algo inconveniente? ¿Debo permanecer callado? ¿O es esta la observación de algún ritual? ¿Por qué lloráis? Si es una ceremonia de este oasis del desierto, tierra sagrada que piso, la desconocía y no existe en los otros desiertos de la tierra...
El hombre amable dijo:
-No lloramos por nada que tu hayas hecho, pero debes oír, infortunado, que hace solo una semana que el Profeta dejó la tierra. Cuando oímos su nombre el pesar se apoderó nuevamente de nuestros corazones.
Al oír esto, el anciano errante extranjero desgarró sus ropas, cayó al suelo arrodillado de angustia y lanzó gritos al cielo. Cuando ya se había recuperado un poco, dijo:
-Hacedme un favor. Por lo menos dejadme ver una prenda del Profeta para tocar su ropa, ya que no podré verlo a él y mi vida de búsqueda ha sido inútil.
El hombre amable le contestó:
-Solo la mujer del Profeta custodia cada una de sus prendas; pero no creo que permita que nadie se acerque a las cosas del Profeta. Sin embargo, te acompañaré y tocaremos a su puerta.
Y así lo hicieron, cruzando las salas interiores ante la curiosidad de la Asamblea, mientras el Sucesor se retiraba a orar. En cuanto tocaron a la puerta de la viuda del Profeta, esta les abrió y explicaron su deseo. Ella contestó:
-Ciertamente mi Señor el Profeta Luis Antonio Soto Romero habló con verdad, como siempre, cuando dijo, poco antes de morir: "Un extranjero buscador de la verdad que ha cruzado la tierra y que me ama y es un buen hombre vendrá a tocar la puerta. No me verá. Dale, de parte mía, con toda mi consideración, este manto en mi nombre, y trátalo con gentileza dándole la bienvenida".
El anciano buscador errante se puso el manto y pidió que lo llevasen a la tumba del Profeta, en el campo de sal del oasis de Antofagasta. Y fue allí donde exhaló su último suspiro.
TRES CUENTOS DEL SUCESOR
UNO
Un día, en el oasis de Antofagasta, un rudo arriero de los que atraviesan el desierto y cruzan la cordillera con su rebaño de animales, se acercó al Sucesor del Profeta y comenzó a insultarlo y a su padre y a su madre.
El Sucesor dijo: -Hombre, ¿cuál es tu problema?
Pero el arriero, sin escucharlo, continuó vociferando y maldiciendo con todas sus fuerzas. Entonces, el Sucesor, dándole unas monedas, ordenó que le sirvieran comida y agua fresca y dijo:
-Perdona arriero, pero contra tu odio sólo puedo bendecirte, y darte todo lo que puede ofrecerte; y si tuviera algo más te lo daría sin reserva.
Cuando el arriero oyó estas palabras y vio el gesto se sintió vencido y exclamó a viva voz:
-Doy testimonio de que en verdad eres el Sucesor del Profeta, nuestro amado. Había llegado hasta aquí y me detuve para comprobar si concordaban tu linaje y tu naturaleza.
DOS
Un día el Sucesor estaba trabajando como jardinero en un oasis de frutas y su patrón le pidió algunos mangos. El jardinero trajo varios, pero todos estaban verdes. Su patrón le dijo:
-¿Has trabajado aquí durante tres temporadas y aún no sabes cuáles son los mangos maduros?
El jardinero respondió:
-Me empleaste para cuidar las frutas y no para probarlas. ¿Cómo puedo saber cuáles son más dulces?
Fue entonces cuando ese patrón del oasis de frutas supo que tenía contratado como jardinero al Sucesor del Profeta.
TRES
Se cuenta que el Profeta les dijo una vez a sus discípulos:
-Deposité toda mi confianza en Dios y crucé el desierto de norte a sur y de este a oeste con sólo una pequeña moneda en el bolsillo. Fui como peregrino al templo interior de los Andes por el camino dorado de Caldera, fui y regresé y aún tengo la moneda.
El Sucesor, que entonces era un jovencito, se levantó y le dijo al Profeta:
-Si llevabas una moneda en el bolsillo, ¿cómo puedes decir que confiabas totalmente en Dios?
-No tengo nada que argumentar -dijo el Profeta-, pues este joven tiene razón. Cuando se confía en el mundo oculto a los ojos no hay lugar para ninguna pequeña provisión, por pequeña que sea.
UNA HISTORIA DEL REY DEL NORTE
Un día llegó un mosquito a la corte del rey del Norte.
-Gran rey, la paz sea contigo -dijo en alta voz-. Vengo a suplicarte que rectifiques las injusticias con que tu corte me hace objeto diariamente.
A lo que el rey replicó:
-Haz constar tus quejas y serás ciertamente escuchado.
Dijo entonces el mosquito:
-Ilustre y digno monarca, mi queja es contra el viento. Cada vez que salgo al aire libre, llega el viento y, con un soplo, me lanza muy lejos. Por consiguiente carezco de esperanza para alcanzar los lugares que creo son para todos los que viven en tus dominios.
Habló el rey:
-De conformidad con los principios de justicia generalmente aplicados; no puede aceptarse queja alguna si no se encuentra presente la parte acusada para contestar los cargos. Ordeno que se llame al viento para que exponga sus puntos de vista.
Llamado el viento, una suave brisa fue heraldo de su presencia, después se hizo más fuerte. Entonces el mosquito gritó:
-¡Oh, gran rey, retiro mi queja, porque el aire me está obligando a volar en círculos y, antes de que el viento llegue realmente, yo habré sido arrastrado muy lejos.
Así fue como las condiciones exigidas tanto como por el demandante como por la corte fueron consideradas imposibles para la causa de la justicia en el reino del Norte.
EL PUMA TATUADO
Había una vez un hombre que quería que le tatuaran un puma en la espalda. Fue a ver a un artista del tatuaje en el oasis de Taltal y le expuso lo que quería, contratando sus servicios.
Pero tan pronto sintió los primeros pinchazos, comenzó a gemir y quejarse:
-Me estás matando, ¿qué parte del puma dibujas?
-En este momento estoy haciendo la cola -dijo el artista tatuador.
-Entonces no la hagamos -aulló el hombre.
Así que el artista empezó nuevamente. Y otra vez el cliente no pudo soportar los pinchazos.
-¿Qué parte del puma estas haciendo ahora? -gritó-, pues no puedo soportar el dolor.
-Ahora -dijo el artista- hago la oreja del puma.
-Tengamos un puma sin oreja, jadeó su paciente.
Así es que el tatuador comenzó de nuevo. No acababa de entrar la aguja en la piel cuando la víctima se torció nuevamente: -¿Qué parte del puma es esta vez?
-Es el estómago -contestó cansado el artista.
-No quiero un puma con estómago -dijo el hombre.
Entonces el artista tatuador tiró su aguja y dijo: -¿Un puma sin cabeza, sin cola, sin estómago? ¿Quién podría dibujar semejante cosa? Ni siquiera Dios lo hizo.
Y se negó a continuar.
LOS DOS HERMANOS
En el oasis de Quillagua vivían dos hermanos que juntos cultivaban la tierra plena de vida encerrada entre milenarios algarrobos, chañares y ricos terrenos de cultivo surgidos en medio de la pampa salitrera. Como sus mayores, ellos cultivaban el mango, ese fruto pequeño, fragante y de sabor delicioso que nace en el oasis, y siempre compartían las cosechas.
Un día, uno de los hermanos despertó durante la noche y pensó: "Mi hermano está casado y tiene hijos. A causa de esto tiene necesidades y gastos que yo no tengo. Iré y pondré algunas bolsas de mangos míos en su bodega; es lo menos que puedo hacer, y lo haré al amparo de la noche, no sea que a causa de su generosidad no quiera aceptarlo".
Así, cambió con sigilo varias bolsas llenas de mangos y regresó a la cama.
Poco después, esa misma noche, el otro hermano despertó y dijo: "No es justo que yo tenga la mitad de todos los mangos de nuestra tierra. Mi hermano, que es soltero, trabaja de sol a sol, y debe pagar por cada servicio pues carece de una mujer que lo atienda, no posee nada y por lo tanto trataré de compensarlo pasando algo de mis mangos a su bodega".
Y así lo hizo.
A la mañana siguiente, cada uno quedó sorprendido al ver que tenía el mismo número de bolsas en su bodega, y nunca pudieron comprender cómo, cada cosecha, el número de bolsas con mangos seguía siendo el mismo aún cuando, a escondidas, lo cambiaban.
UN NARRADOR Y EL ERMITAÑO
Una vez, cierto narrador pidió a Dios que le mostrara a uno de sus amigos y una voz le dijo:
“Ve hacia el Oasis de Vallenar y ahí encontrarás a uno que amo, uno de los escogidos que transita el sendero”.
El narrador fue y encontró en la entrada a Vallenar a un ermitaño vestido con harapos, plagado de toda suerte de insectos y sin poder moverse, miserable.
Y le dijo: -¿Puedo hacer algo por ti?
El ermitaño postrado contestó: -Emisario de Dios, tráeme un poco de agua, pues estoy sediento y me muero de sed.
Cuando el narrador regresó con el agua encontró muerto al hombre.
Fue a buscar ayuda para enterrar al harapiento y cuando regresó, junto a dos que lo acompañaron asegurando que el ermitaño era un hombre santo, vio que unos pumas del desierto habían devorado casi todo el cuerpo. El narrador estaba muy afligido y exclamó:
-¡Omnipotente y Omnisciente, conviertes en arena a los seres humanos! A algunos te los llevas al paraíso, otros son torturados, uno es feliz, otro es miserable. Esta es la paradoja que nadie puede comprender.
Entonces una voz interior habló al narrador y le dijo:
“Este hombre ermitaño había confiado en nosotros para aplacar su sed y luego retiró esa confianza. Para su sustento confió en un intermediario. Fue su culpa haber pedido ayuda de otro después de haber estado satisfecho con nosotros”.
LA RESPUESTA DEL ESCRITOR
Alguien se acercó a un escritor mendigo del desierto de Atacama que lloraba con grandísima amargura.
Le dijo:
-¿Por qué lloras?
El escritor contestó:
-Lloro para mover a piedad Su corazón, pues quiero volar.
El otro dijo:
-Se supone que como escritor debes ser inteligente. Pero tus palabras son absurdas, pues El no tiene corazón.
El escritor contestó:
-Eres tú quien se equivoca, pues El es el dueño de todos los corazones que existen. Sólo a través del corazón puedes llegar a El.
Dicho esto, el escritor se elevó por los aires.
EL CONSTRUCTOR ASTRÓLOGO
Un constructor de los que trabajan la piedra y el barro dando forma a las casas y templos donde se escribe la historia de los oasis en el desierto más árido, y que además era astrólogo, una noche leyó en las estrellas el día y la hora en que lo alcanzaría la muerte. Su sorpresa fue mayúscula.
Entonces construyó un círculo de rocas a su alrededor para impedir que entrara la muerte y pensar qué haría, impidiendo el acceso a quien lo deseara interrumpir en su reflexión. Mientras estaba adentro, sin embargo, no se lograba concentrar porque algunos iban a observarlo por ciertas grietas entre la juntura de las piedras. Por la luz, ubicó los pequeños espacios y los selló con firmeza. Al bloquear finalmente estas grietas de luz, casi sin darse cuenta se acabó el oxígeno y entonces le llegó la muerte el día y la hora fijada.
ESCRITORES QUE TALLAN SU LETRA EN LA PIEDRA
1
Un joven visitó a los escritores que trabajan la piedra en el desierto de Atacama; se acercó a uno de ellos y le dijo que estaba equivocado y muchas otra cosas.
Entonces el escritor se quitó un anillo del dedo y se lo dio, diciendo:
-Lleva esto al mercado del oasis de Paipote y trata de conseguir más de dos monedas por él.
Pero nadie le ofreció dos monedas y el joven regresó con el anillo.
-Ahora -dijo el escritor- llévalo a un joyero en el gran oasis de Copiapó, y pregúntale cuanto ofrece.
Así lo hizo el joven iniciando el viaje, que no es lejos.
El joyero ofreció cien monedas por la sortija.
El joven regresó muy impresionado.
Entonces el escritor le dijo:
-Tu conocimiento sobre las letras es tan grande como el de los mercaderes respecto a las joyas. Si quieres apreciarlas, talla la letra en la piedra.
2
Un poderoso monarca del desierto de Tarapacá gozaba de gran respeto por su talante. No obstante, un día se sintió confundido, convocó a los escritores de su comarca que tallaban la sabiduría en la piedra y les hablo así:
-Ignoro la razón, pero estoy confundido. Algo me impulsa a tener una piedra inscrita que estabilice mi estado. Debo poseerla para cambiar mi desdicha en felicidad. Al mismo tiempo. Si cuando me sintiera feliz la mirase, debe devolverme la tristeza, y si estoy triste debe devolverme la felicidad.
Después de profundas meditaciones y largas consultas a las estrellas los escritores llegaron a una feliz decisión sobre el texto de una piedra así. Y le entregaron al monarca una que llevaba la siguiente inscripción:
"También Esto Pasará".
3
Un día, dos escritores del grupo que tallaba la piedra en el desierto estaban discutiendo: Uno de ellos, que era un joven aprendiz entonces, se sentía muy frustrado y alegaba que había dejado un próspero negocio por las letras, pues su padre era un rico comerciante. Estaba arrepentido y blasfemaba; entonces el otro dijo:
-La vida de renunciamiento que tiene un escritor se ha desperdiciado en ti. Estar aquí lo conseguiste a un precio muy bajo y, por lo tanto no le das su valor.
El escritor joven lo miró con desprecio y le dijo:
-Dime, ¿qué precio pagaste tú por estar aquí?
El hombre viejo respondió: -Yo he dado mi reino a cambio, y aún así lo considero un precio bajo. Ahora estoy dispuesto a dar mi cabeza y mi alma si todo no es suficiente.
Así supo que con quien estaba hablando era con el hombre que había sido monarca del reino de Tudor, uno de los más ricos de que se tenga memoria hasta hoy en los desiertos de Chile.
SIN QUE EL FUEGO TE QUEME
(Un apunte al margen)
En el Oasis de Pueblo Hundido, una noche, de pronto, viví una experiencia mística. Nos habíamos reunido al aire libre en el plano arenisco frente al salón comunal del oasis, que anuncia cuando el desierto de Atacama se interna y cruza los Andes por el Paso del León Muerto. Es común que las caravanas en su trayecto visiten estos oasis del camino, que en el desierto de Chile no son pocos, y hoy conforman poblados pequeños que cuentan con luz eléctrica, agua potable y todos los adelantos accesibles a través de la comunicación satelital. Sin embargo, tienen sus propias costumbres ancestrales. Esa noche, acompañaban nuestra caravana las fuerzas vivas del oasis de Pueblo Hundido; estaban el alcalde y los concejales con sus esposas, el matrimonio de profesores de la escuelita y el médico con su mujer, la enfermera del modesto hospital y sus hijos; había mercaderes, el cura del templo y otros vecinos ilustres. Estuvimos escuchando primero canciones tradicionales chilenas, tonadas, cuecas, payas, norteñas, luego pequeñas piezas musicales en que se utilizan los más variados instrumentos, incluso algunos poco conocidos que dejaron de legado en la zona sus habitantes prehistóricos; era todo muy armónico. Bebíamos té negro o café con pisco, luego de la carne asada con pebre y pan amasado, sin hacer demasiado caso a la música. Fue entonces cuando la orquesta local se retiró y entraron los instrumentos de viento, las quenas, zampollas, flautas, que eran de todas las clases conocidas: grandes, pequeñas, de madera, de barro, conchas marinas... las tenían hombres que, en general, pasaban de los sesenta. Serían -creo yo- los más viejos del pequeño oasis en el desierto; gordos y pequeños unos; otros altos y delgados; pero todos con algo en común: un extraño sentido del ritmo, de la intensidad del sonido, del soplo, de la voz. Toda la sala comunal pareció de pronto quedarse hundida en aquellos sones. Sentí que todos nosotros -los que veníamos en la caravana, el alcalde y las personalidades, todos los allí presentes y yo mismo- comenzamos a vibrar, sin quererlo, como el viento que se eleva en el desierto y sube a la cordillera o baja al mar; sentí que los huesecillos de mis oídos comenzaron de algún modo a golpearme el cerebro, impidiéndome pensar y hasta comprender ninguna cosa que no fuera el sonido musical de los instrumentos de viento que lograban con sus labios los viejos, vestidos de mantas de lana cruda. En esos instantes fue cuando distinguí al hombre. Más que fijarme en él, llamó mi atención el revuelo que comenzó a armarse en torno suyo. Luego le vimos comenzar a bailar despacio, agitando los hombros, con la mirada perdida en las estrellas muy cercanas del cielo atacameño; seguía el ritmo de los instrumentos y la música del viento y no había nadie más a su alrededor, nada más que aquél sonido largo que atravesaba los tímpanos y tensaba la memoria como las cuerdas de un arco.
-¡Quiere fuego! ¡Háganle espacio! -gritó alguien, no se quién. Pero inmediatamente, tres o cuatro se levantaron abriéndole camino hacia la hoguera que todos rodeábamos, y el hombre entró en los leños ardiendo sin dejar de bailar frenéticamente, agitando sus hombros y todo su cuerpo. Aquella danza dentro del fuego, lejos de quemarlo, le dio fuerzas. Sus piernas se volvieron más ágiles, sus ojos se abrieron de par en par mirando a las estrellas, mientras los labios de los viejos se afinaban en los instrumentos de viento. El danzante en el fuego se hizo ritmo y movimiento, viento y euforia. Por unos minutos dejó de ser humano para hacerse torbellino cósmico vencedor del fuego. El hombre se elevó de las llamas de fuego y bailaba levemente suspendido en el aire, luego bajaba y sus pies dispersaban millones de chispas de luz candente, volvía a ascender y sus movimientos eran gráciles sin dejar de ser fuertes y decididos mientras parecía brotar del fuego. Luego, en un transcurso de tiempo sin medida, se hizo pura vibración, en un remolino de gritos, de movimientos perdidos entre sudor y convulsión rítmica cada vez más agitada. Hasta que súbitamente se elevó en manera fenomenal y quedó suspendido en el aire varios segundos sobre el fuego. Yo lo vi. Los instrumentos callaron. Hubo un silencio espeso y el danzarín de un salto fenomenal salió de su espacio propio sobre las llamas de fuego y se detuvo con la música, con los ojos en blanco, como si se le hubiera escapado el aliento vital. Dos o tres hombres lo sostuvieron y el hombre cayó entre sus brazos como muerto, como ajeno, pero sin un mínimo rastro de su cuerpo o ropa quemada. Lo sentaron en una manta en la arena y batieron una hoja de palma en su rostro, rojo como el fuego que no lo había quemado. Poco a poco, con lentitud de siglos, el hombre volvió en sí. Los ojos se le revolvían inquietos, como asustados de ver gente en torno suyo; como tristes también, muy tristes -y aquí creo que estaba su secreto- por regresar de nuevo a esta dimensión humana. Aquel hombre había hecho un viaje a otra parte o, al menos, una parte de él se había desplazado y le había abandonado por unos momentos. Era como un borracho sin beber vino, porque jamás le vi beber ni siquiera un sorbo de pisco; estaba satisfecho sin haber comido; algo en él lo hacía parecer como un rey después de haber vencido, y vestía apenas de campesino del desierto. Este hombre se había pasado sin solución de continuidad del éxtasis a la catalepsia, sólo ayudado por la música del viento.
El intelecto se había vuelto un estorbo en el oasis de Puerto Hundido: no había respuestas. No había sentido común en lo que vimos; la lógica estaba ausente, y en su lugar reinaba la paradoja, la falta de sentido, el acto sustancialmente irracional de entrar en el fuego sin que el fuego te queme.
(c) Waldemar Verdugo Fuentes.