DE
LA ESFERA MARAVILLOSA
(Fragmento de "En Voz de Borges", Editorial OFFSET, Novedades,
1985, rescatado de revista "Vogue", México, 1981)
Por Waldemar Verdugo.
"PUESTO QUE NO
SOMOS INMORTALES TODO LO QUE DECIMOS ACERCA DE LA MUERTE HA DE SER,
NECESARIAMENTE, PROFÉTICO."
(Borges)
Jorge Luis Borges en su obra literaria intuye,
y cree como Shakespeare, que la mujer y el hombre son un sueño
y que de ese ensoñar como un reflejo se desprende la vida,
que es una obra de arte. Lucrecio hace varios siglos predicó
que desde donde uno está, parte el universo. Porque el ser
humano, siendo un punto de contacto entre dos mundos, el material
y el espiritual, por lo mismo contiene a ambos mundos y es en sí
principio y final, Infierno y Paraíso. Borges cita en su cuento
El Simurgh y el Aguila a Plotino (Eneadas, V, 8.4.): "Todo,
en el cielo inteligible; está en todas partes. Cualquier cosa
es todas las cosas. El sol es todas las estrellas y cada estrella
es todas las estrellas y el sol". En su relato La inmortalidad,
dice: "Si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos
en el centro del tiempo. Si el Universo es infinito, el Universo es
una esfera cuya circunferencia está en todas partes y el centro
en ninguna. ¿Por qué no decir que este momento tiene
tras de sí un pasado infinito, un ayer infinito, y por qué
no pensar que este pasado pasa también por este presente?.
En cualquier momento estamos en el centro de una línea infinita,
y en cualquier lugar del centro infinito estamos en el centro del
espacio, ya que el espacio y el tiempo son infinitos".
La lucidez con que Borges exploró la incertidumbre de la vida
humana enfrentada ante la eternidad, le merece un lugar propio junto
a Homero y Milton, los otros dos sabios ilustres que, como él,
también fueron ciegos. La perpleja búsqueda de la luz
del viejo Borges concluyó el 14 de junio de 1986, días
antes de cumplir 87 años, cuando develó en Ginebra la
incógnita de la muerte. Se fue a la hora cuando aún
no hay colores. Fue el mejor amigo de sus amigos y creía que
-como Europa- algún día Latinoamérica será
una patria común: "pues han de desaparecer definitivamente
las fronteras". No se consideró muy importante, intuía
que la gloria de un poeta depende de la excitación o la apatía
de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba
en la soledad de sus bibliotecas. Pensaba que las ideas no son eternas
como el mármol, sino inmortales como el bosque o el río.
Fue uno de los escritores más revolucionarios del siglo XX;
se
burló de las religiones imperantes y de casi todas las naciones,
de la idea de patria y de Dios, y se rió a carcajadas del yo,
a cuyo culto se dedicó este siglo. Para él, Judas fue
el verdadero redentor, porque se hizo traidor solo para que el cielo
pudiera cumplir su profecía. Dijo que el género humano
se divide en románticos e imbéciles, y declaró
conocer ambos lados. Lector infatigable, consideraba que nada más
extraordinario le había ocurrido que los libros conocidos:
"Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a
mi me enorgullecen las que he leído".
Empezó, como todos los artistas, siendo un genio. Luego se
resignó a ser Borges. Esperó siempre la muerte, pero
en verdad nunca estuvo en sus planes: "Tengo ochenta y siete
años y nunca he muerto, por ende, no estoy acostumbrado a hacer
algo que nunca he hecho". En los tiempos que vendrán,
cuando alguien que aún no ha nacido se acerque al siglo XX
a través de su obra literaria, lo hará sabiendo que
toca a un mago mayor del arte ("Caramba -hubiera dicho-. ¿Le
parece?. ¿Y si se dan cuenta que soy un impostor?").
Borges logró conjeturar, para rememorar su verbo favorito,
la Biblioteca de Babel, donde, entre millones de otros libros, yace
oculto el tomo infinito, eterno, el libro de arena que leyó
y pudo describirnos; porque cada vez que leemos una página
suya, esa página es otra, es siempre una nueva voz la que aparece.
He aquí su magia: transformación en cada relectura.
Su obra es una forma de prisma, tal como era esa esfera de Pascal
cuyo centro estaba en todas partes y su circunferencia en ninguna.
Quizás por eso decidió morir en Ginebra, porque en Buenos
Aires ya estaba del todo. Fue un hombre extremadamente cordial. Si
alguien comenzaba a celebrar sus escritos; Borges lo interrumpía
y trataba de convencer que no valían nada, porque consideraba
que el éxito o el fracaso de sus textos poco importaba, era
algo ajeno al autor mismo.
Tenía el encanto del buen humor. En cuanto se decidía
a hablar le brotaban ingeniosas ocurrencias, ante notables o desconocidos.
Mientras escribo esto lo recuerdo diciendo chistes en un Café
de la Galería del Este, frente a su departamento en la calle
Maipú de Buenos Aires, donde lo acompañé a veces.
Al llegar, invariablemente alguien le preguntaba: "¿Cómo
va su vista?". Y él respondía: "Muy mal, gracias".
Cierto día, alguien que pasaba le gritó: "¡Adiós
maestro!", él, volviéndose, dijo "Vaya, vaya,
esta persona me debe haber confundido con algún director de
orquesta".
Nunca se preocupaba por enterarse de quién era su auditorio,
simplemente, a quien estuviera acompañándolo lo hacía
sentirse cómodo, por eso se convirtió en un personaje
tan popular y suele aparecer fotografiado con niños que venden
diarios lo mismo que con deportistas y actrices de moda en su época,
o del brazo de la persona que le traía el café. Que
se sepa, sólo despreciaba a los políticos: "porque
utilizan los sentimientos de las personas y manipulan". En el
Café del Este le eran especialmente adictos los escritores
jóvenes, y gente de teatro. Allí veía a Marilina
Ross, que había terminado de filmar "La Raulito",
bellísima, solía llevar una gran capa negra. En una
época estaba en Buenos Aires Nuria Espert, la vimos haciendo
"Yerma": estuvo una mañana a ver a Borges y tuve
la suerte de acompañarlo a la función; a Borges le pareció
fantástico oír decir a García Lorca desde lo
alto, con los personajes descolgándose por una red colosal.
Yo estaba enamorado de Soledad Silveyra y, privadamente, Borges me
hacía bromas al respecto. En la vida real ella se llamaba María
Inés. La situación nos acongojaba y Borges compartía
plenamente la historia: ella preparaba una canasta con comida y nos
íbamos los tres varias horas a sentarnos en alguna orilla del
río por las riberas de Buenos Aires. A él nunca dejaban
de causarle gracia las experiencias humanas. Si alguna vez nos aconsejó,
entonces, fue a ser discretos y a tomarlo todo con un gran sentido
del humor. A María Inés, luego, no la vi nunca más
en mi vida; pero, sé, que cada vez que escuche hablar de Borges
también escuchará en la distancia el rumor de un gran
amor que como todos los grandes amores tuvo que terminar un día...
El departamento donde vivía entonces era minúsculo y
formaba, en realidad, parte de todo un piso que estaba en la calle
Lavalle, en un segundo piso, junto al cine Lavalle y con mi ventana
justo enfrente del enorme letrero de neón del Select que llenaba
mi habitación de luces de colores intermitentes; era un departamento
de incontables habitaciones que una viuda y su hija, bailarina del
teatro Colón, arrendaban por cuartos a jóvenes y estudiantes
principalmente provenientes de Uruguay, de donde ellas venían.
Entre quienes residían allí, vivía Estrella María,
recién llegada de Montevideo para estudiar canto en el Conservatorio
de Buenos Aires y que en el tiempo libre daba rienda suelta al único
deseo de su corazón: ser cantante de tangos, que era lo que,
en verdad, la había traído a la ciudad. Cierto día,
amanecí mal de la garganta y le pedí llamar al viejo
Borges excusándome de ir a buscarle, según habíamos
convenido. Para mi tremenda sorpresa, a media mañana, Estrellita
entró a mi habitación con Borges del brazo: había
venido a dejarme unas naranjas que traía religiosamente en
una bolsita de papel café; mandó a comprar pizza, él
se sirvió té y Estrellita le cantó a "capella"
los tangos que más amaba: Sur, El último café,
Don Juan, Desencuentro (que a Borges causaba mucha gracia cuando
dice eso de "qué desencuentro, si hasta Dios está
llorando")... cuando ella, que comenzaba su carrera con muchos
sacrificios, días después, trabajó en un lugar
que había en calle Corrientes, el "Bambú",
fuimos una noche a verla con Borges; era un cafetín y todos
estaban encantados con la presencia ya mítica entonces del
escritor. Años después, cuando Estrellita debutó
finalmente con Edmundo Rivero en el "Viejo Almacén",
me escribió regocijada contándome que en primera fila
ubicado estaba el escritor con un grupo de amigos, aunque, en verdad,
no fuera asiduo a las tanguerías. Lo cierto es que todo el
mundo llegó a identificarse con Borges: en Estados Unidos era
ovacionado en cada una de sus charlas por los mismos estudiantes que
en Harvard quemaban edificios y ultrajaban a los otros profesores
durante los magnos eventos de los años sesentas. Los jóvenes
terroristas se encantaron con él, con su personalidad impredecible.
¿Cómo explicar que los fanáticos se pusieran
de pie para aplaudir a un hombre que representaba todo lo contrario
de Marx, Mao o Mc-Luhan, que adoraban?. Si alguna vez se ha visto
unida a la masa estudiantil de la Universidad de New York, fue cuando
pidieron que se bautizara con el nombre de Borges su Biblioteca central.
En verdad, desató fuertes pasiones. Los estructuralistas se
le rendían. Como Borges había declarado que un poeta
es un simple agente de la actividad del lenguaje, que en realidad
un poema se hace solo pues es una estructura combinada por una tradición
de palabras, y en la dedicatoria de su Obra Poética
había escrito: "Si las páginas de este libro consienten
algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía
de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren;
es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector
de estos ejercicios y yo su redactor". Entonces, los estructuralistas
se derretían. Para quienes creían en el budismo, Borges
era budista; ¿no decía acaso que la persona se disuelve
en un mundo sin tiempo?. Para los que caminan en el sendero del Tao,
Borges era taoísta. "¿Hay allí al costado
una luz? -solía preguntar-, ¿es una luz amarilla?".
En su Elogio de la sombra escribió: "El proceso
del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir
cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa
un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya
roto. Nadie merece tal milagro". Y era taoísta, no siendo
al ser; ¿acaso no fue él quien popularizó aquel
antiguo texto de Chuang-Tsze a propósito del hombre que sueña
ser una mariposa y que, al despertar, no sabe si soñó
ser una mariposa o si es ahora una mariposa que sueña ser un
hombre?. Para quienes creían en Confucio o seguían el
Zen u otras religiones orientales, Borges era otro gurú. Los
del New Age lo aman. Para los aristócratas, pertenecía
a su clase y era uno más de ellos (aunque Borges era un hombre
pobre que ganaba lo justo para vivir).
Los comunistas también, en un momento, lo llegaron a saludar
como uno de los suyos, y contaron con su firma para presionar intentando
aclarar la suerte de los desaparecidos bajo regímenes totalitarios
argentinos, además ¿acaso no corroía con sus
ironías el orden burgués?. Algunos dictadores y gobiernos
militares lo reverenciaron oficialmente, aunque él dijera que
"los militares no son educados para pensar sino para obedecer".
Cuando se le cuestionó en su país que hubiera ido a
comer cierta vez con el general Raúl Videla, y luego en Chile
que aceptara una medalla del general Augusto Pinochet, Borges respondió,
en ambos casos, que había aceptado "para no quedar como
un desatento: Por cortesía. Por supuesto que suponer que un
gobierno de militares pueda ser eficaz, es tan absurdo como suponer
que pueda ser eficaz un gobierno de buzos".
También los anarquistas estaban convencidos que Borges era
uno de los suyos, debía serlo pues era un hombre al que agobiaba
la soledad y que se decía perdido en un universo absurdo, una
especie de minotauro desorientado en su propio laberinto. Para los
freudianos era uno de ellos, ¿acaso no elaboraba como nadie
los sueños?. Otro alto autor argentino, Ernesto Sábato,
llega a dirigirse a él así: "A usted, heresiarca
del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos
bibliotecarios hipostáticos, mezcla de Asia Menor y Palermo,
de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro. A usted
Borges, ante todo, lo veo como un gran poeta. Y luego: arbitrario,
genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado,
temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil,
inmortal..." Quienes lo conocimos sabemos que el pueblo lo amó
y en las calle le hablaban como se habla a un antiguo conocido; primero
por su imagen de Quijote ciego amable con quien sea, actitud que terminó
por convertirlo en una leyenda, y la leyenda es patrimonio de todos.
Luego, ¿no dignificó, acaso, la milonga, los orilleros
y el conventillo?. Para otros fue un idealista, un humanista, un iconoclasta,
un mitómano o más verdad que nadie. Los judíos,
halagados por su interés en la ciencia cabalística,
exaltaban un remoto antepasado rabino en su árbol genealógico.
Sin embargo, él mismo no podía formular lo que encerraba
en su espíritu: era todos y ninguno al mismo tiempo. Había
un Borges que escribía y otro que se dejaba escribir. Lo cierto
es que si pudo soñar una letra mágica, la Aleph, imaginársela,
es porque en sí mismo existía "un lugar donde están,
sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los
ángulos".
Para excitar sus recuerdos de Beatriz Elena Viterbo, una mujer única,
alta, frágil, deliciosa, muerta el 30 de abril de 1929, Borges
visitaba todos los años, el día del triste aniversario,
la casa donde ella vivió en compañía de su padre
y de su primo hermano, Carlos Argentino Daneri. Es una costumbre que
perdura hasta 1943, en que, demolida la casa con profundo pesar de
Carlos Argentino (dolor aliviado seguramente por la obtención
del segundo Premio Nacional de Literatura), el amigo evocador de Beatriz
teme no poder librarse en lo sucesivo de la angustiosa obsesión
de acudir siempre, con inútil afán, al lugar en donde
estuvo el inmueble, sobre todo porque allí fue donde conoció
la aleph. Pero la resignación y el olvido realizaron su obra
corrosiva y la tranquilidad hubo de volver a su espíritu, no
obstante que eran tardes, aquellas de sus 30 de abril conmemorativos,
plenas de íntimas sensaciones y de retratos: Beatriz con antifaz
en un carnaval, Beatriz el día de su boda con Alberto Alessandri,
Beatriz en una cena en el Club Hípico, Beatriz poco después
de su divorcio...Carlos Argentino Daneri, "rosado, considerable,
canoso, de labios finos", era, en rigor, un espíritu trivial,
aunque apasionado; gesticulaba mucho y hacía versos, teniendo
entre sus trabajos poéticos asuntos de gran envergadura, como
aquel poema que titulaba La Tierra, en que describía
el planeta embutiendo en el texto frecuentísimas muestras de
su extensa cultura, "prestigiando" a la par su inspiración
épico-lírica y el sentido universal de su obra: "Tal
vez estaba loco", llegó a creer el fiel amigo de Beatriz,
por un cierto 30 de abril, en que Carlos Argentino lo dejó
encerrado en el oscuro sótano de la casa y en una postura incómoda,
para que observase cierta rara maravilla. Cuando Argentino cerró
la trampa, Borges -sumido en las tinieblas- pensó, súbitamente
aterrado, que acaso el poeta tenía el propósito de dejarle
morir en aquel subterráneo, para lo cual, antes de bajarlo,
lo había preparado razonablemente, narcotizándolo con
una copa de coñac del país. Pero pronto se tranquilizó,
al ver, en efecto, y tal como se lo describía Carlos, el prodigio:
era una pequeña esfera de dos o tres centímetros, tornasolada,
de increíble luminosidad, llena de espectáculos vertiginosos,
continente de todo el espacio cósmico, en la que cada cosa
podía verse desde todos los puntos del universo. Borges vio
allí la poética unidad de cuanto en el mundo existe:
el mar, el alba, la tarde, las muchachas de América; Londres
en forma de laberinto roto, las baldosas de un patio remoto en su
memoria, vapor de agua, un campo de magueyes, convexos desiertos,
una mujer inolvidable, un poniente en Querétaro, tigres, sombras
oblicuas, espejos, una playa del mar Caspio, cartas obscenas que Beatriz
había escrito a Carlos Argentino, dos lobos amándose
en un amanecer, la circulación de su propia sangre; en fin,
en la esfera vio al inconcebible universo.
Cuando el espectador de tan pasmosa magia acierta a levantarse, oye
a Argentino que bromeaba ubicado en el punto mas alto del subterráneo,
y le preguntaba si hubo visto bien todo, en colores: "Si",
responde Borges; dice que estaba realmente formidable todo y le agradece
la hospitalidad de su subterráneo. Pero le aconseja que aproveche
que van a demoler la casa para alejarse de la gran urbe y marcharse
al campo, "ya que todos dicen que el campo rehace la salud".
Respecto a la esfera maravillosa, se negó en absoluto a discutir.
La Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo: no puede ser articulada
pero es la raíz, el principio, de todo lo articulado. Incluye
a todas las otras letras. Suma toda posible comunicación humana,
toda expresión del universo, es la vida misma. Los cabalistas
dicen que encierra en su forma todo lo que se ve y todo lo que no
se ve. Es tan poderosa su fuerza que cuando Dios entrega los Mandamientos,
la aleph de Anokhi, "yo", la concluye demasiado abrumadora
para el pueblo, y debe Moisés, por la inspiración divina,
dictar los preceptos en una estructuración humana del lenguaje
de Dios. De lo que deducen que las letras no sólo sirven como
medio de comunicación sino que también son energía
pura, cuya mayor intensidad se da, por lo tanto, en la aleph. En el
Zohar o Libro del Esplendor, un tratado de filosofía cabalística
de autor desconocido que se cree fue escrito entre el siglo III y
el IV de nuestra era, se lee que las letras que responden a la forma
gráfica de la aleph se refieren a los elementos fuego, agua
y aire. En la misma introducción de esta obra, a la cual los
místicos otorgan calidad de sagrada, se narra una lucha entre
todas las letras para obtener el honor de ser la primera letra; finalmente
ocupa este sitio la aleph, pues esta encierra "el secreto de
arriba y de abajo y todos los misterios de la fe dependen de ella.
Por eso es su valor uno. Y todo es aleph. Mientras esta letra flotaba
por los aires, mil cien mundos se dividieron para ser contenidos en
ella. Y las otras letras fueron modeladas a partir de ella y ella
se coronó con una corona formada por todos los mundos".
Alguna vez pregunté a Borges por el diseño gráfico
con que él ubicaría una aleph y dijo que esta letra
tenía la forma de un hombre suspendido en el aire, con sus
brazos extendidos: uno apuntando a las estrellas y el otro a la Tierra.
El solía comentar que su cuento El Aleph era "nada más
que una historia de amor, escrita como excusa para nombrar a Beatriz
Elena Viterbo", una mujer que realmente existió en su
vida y a la que él amó sin esperanza: "Tuve que
escribir de ella para matar su recuerdo. O su recuerdo me iba a matar
a mi". En efecto, quien lee el cuento, la primera información
que recibe es la de la muerte de Beatriz, circunstancia que se transmuta
en una senda de conocimiento que va del amor quebrado a una revelación
superior; de la angustiosa soledad en que Borges queda luego de ser
rechazado florece un aprendizaje espiritual: "Su desprecio me
hirió de un modo intenso y profundo, pero ciertamente efímero:
no podemos seguir amando a una persona que evidentemente no nos ama.
A lo más es posible llegar a admirarla sobre la base de que
esa mujer no nos ama porque uno se da cuenta de que no es digno de
ser amado, pero seguirla amando sería una forma de suicidio.
Yo creo que desde el momento en que una mujer deseada nos ha rechazado,
en adelante empieza a producirse en la vida un fenómeno que
es muy doloroso, pero que va borrando la herida y también el
sentimiento; y uno debe tratar de pensar que efectivamente están
borrándose". Esto es, el vacío que la ausencia
de ella deja en Borges, no hace sino confirmar un sin sentido más
amplio: el mundo ahora es un espectro, una serie de sustituciones
y parodias pues para él todo había perdido significado,
todo en su vida comienza a flaquear, incluyendo su memoria, que le
flaquea hasta el punto de que va olvidando los rasgos de Beatriz Elena
Viterbo...
Entre lo que aprendió Borges curioseando en la esfera maravillosa
conoció a un "gólem". De acuerdo a los libros
antiguos, el vocablo "gólem" (que acentuamos para
dar énfasis a la pronunciación, aunque la grafía
más antigua no lleva acento pintado), voz que nos llega especialmente
por el folklore judío, significa algo amorfo, una sustancia
indeterminada, en estado de embrión. El gólem más
popular de nuestra época es Frankenstein, que se nos hizo familiar
a partir del cine, que recrea, primero, la novela famosa de Mary Shelley,
y luego nos entrega una larga lista de variaciones que, hasta ahora,
se hacen del tema. Frankenstein es la historia de un cuerpo hecho
a partir de restos de otros cuerpos, mas fluido eléctrico;
y plantea un problema de enorme significación ética.
Porque si para los textos religiosos que narran el origen del hombre,
el Hacedor puede ser Dios o varios dioses, ahora el que hace es un
hombre dotado de determinada inteligencia, con ciertas cualidades
en general más inclinadas al campo de la ciencia. Es de enorme
significación que ahora el Hacedor sea un hombre y no un dios.
Esto, pensando que la creación de vida es o debiera ser privilegio
de Dios, considerándose, hasta ahora, un acto de soberbia pretender
crear la vida recurriendo a medios artificiosos. Hoy, el gólem
puede emparentarse con la figura de un robot cibernético, o
con la memoria que despertamos cada vez que encendemos el computador.
En que los conceptos de imagen y semejanza no comprenden necesariamente
similitudes externas, de fisonomía: muchas veces incluyen únicamente
igualdad de facultades. Es así que la mayoría de los
gólems cibernéticos carece de un aspecto físico
similar a nosotros, que los creamos. En nuestros computadores reproducimos,
aumentadas en potencia, ciertas facultades humanas, como, además
de la memoria, nuestra capacidad combinatoria de la mente, pero raramente
se ha ensayado a la máquina con forma de hombre. Más
bien se intenta cada vez más la miniaturización para,
francamente, un día hacer mejor nuestro cuerpo, más
perfecto, a partir de adaptar la máquina a nosotros, no adaptarnos
nosotros a la máquina, a lo que seguramente llevaría
el camino contrario.
Sin embargo, gólems con nuestra forma humana se han hecho a
manera experimental, con fines específicos, en que se da énfasis
a la perfección de sus brazos, por ejemplo, si se quiere para
explotarlos manualmente. Por supuesto que la vida artificial, en el
momento en que se encuentra la ciencia, está en un punto de
encuentro entre la cibernética y la biología.
Autores contemporáneos llegan a hablar de nuevas especies que
existen dentro de las computadoras y cuyo ADN es digital. En todo
caso, la posibilidad cierta de la ciencia hoy día hace posible
la realidad del gólem, más allá de las leyendas
que han rodeado desde antes al vocablo.
Sólo digamos que si Adán, el primer hombre de la tradición
hebrea, fue constituido de barro y un soplo por Dios, en nuestra América,
entre los mayas los dioses crearon a los primeros seres humanos con
lodo, y luego con madera, pero no quedan satisfechos, y deciden aplicar
lo que había en cantidad: el maíz. Así, finalmente
amasados con maíz, la sustancia primordial del universo en
las culturas mesoamericanas, sólo entonces los gólems
cobran vida. En Chile, de acuerdo a nuestra tradición del Sur,
Llituche es la pareja a la que se atribuye el origen de la humanidad.
Llituche significa "gente que comenzó". El mito dice
que comenzamos de un compuesto basado en las propiedades de unas doce
hierbas medicinales, imposibles de identificar actualmente por no
haberse conservado el nombre vulgar de las mismas. Sin embargo, en
recuerdo de entonces, quedó viviendo entre nosotros un Espíritu
benefactor, el Ngumalillahuen, que protege la vida de las personas
sin que se lo llame, encarnado en las numerosas hierbas medicinales.
Son gólems hechos a imagen y semejanza de nuestros sueños.
En la novela Der Golem de Gustav Meyrink que menciona Borges, el gólem
es vivificado por invocaciones divinas. Horacio Quiroga en El hombre
artificial crea su gólem animado por la energía
que produce el sufrimiento de indigentes que son torturados. La relación
entre el creador y su criatura también ha obedecido a diversas
perspectivas, determinadas por el éxito o fracaso de los fines
perseguidos por el hacedor al fabricar la obra. Generalmente el gólem
se rebela contra el que le infundió vida. En Las ruinas
circulares, para Borges el creador es un hombre dotado de ciertos
poderes: un mago; la materia del gólem es "aquella incoherente
y vertiginosa de que se componen los sueños", animada
por invocaciones divinas y el fuego. La invocación como motivo
frecuente en la obra de Borges, canta a la omnipotencia de las palabras,
que no son símbolos arbitrarios sino parte vital de lo que
definen. En su poema propiamente llamado El Gólem, en el primer
cuarteto Borges remite a uno de los diálogos de Platón,
el Cratilo, en el cual se discute si el vínculo que existe
entre las palabras y las cosas es arbitrario o motivado. Afirmando
una de las respuestas posibles, la de que "el nombre es arquetipo
de la cosa", infiere que debe haber un significado verbal que
cifre la omnipotencia del Hacedor: el rabino Judá León,
el héroe del poema, se dedica a buscar esa misteriosa palabra
mediante el procedimiento de realizar distintas combinaciones de letras,
hasta que da con el nombre secreto de Dios y lo pronuncia frente a
un muñeco que él mismo había fabricado de un
modo precario. Tanto en el poema, escrito en 1958, como en el cuento
escrito 18 años antes, Borges sienta ciertas pautas: la creación
de un ser artificial por un hombre magnífico, la invocación
mágica para animarle, el carácter irreal del gólem
y la certeza de haber creado a un ser inferior. Quien habla en el
poema se refiere al gólem como a un simulacro, algo no originario,
lo que se manifiesta como copia deficiente, un remedo, una inútil
e imperfecta repetición; en latín, simulacro significa
representación figurada, imagen, copia; pero además
quiere decir fantasma, espectro, sombra; en el cuento, el mago teme
que su "hijo" descubra "su condición de mero
simulacro". En el poema, el gólem imita a su dios, que
es el rabino, ejecutando "idénticos ritos". La "salida
borgeana" la constituye la idea de que el creador es de la misma
condición que la criatura. En el cuento, al fin el Hacedor
es también un gólem, un ser imperfecto como su creación;
pagando en las últimas líneas la vanidad de creerse
otro siendo el mismo: "No ser un hombre, ser la proyección
del sueño de otro hombre ¡qué humillación
incomparable, qué vértigo!...Con alivio, con humillación,
con terror, comprendió que él también era una
apariencia, que otro estaba soñándolo". En el poema,
mientras el rabino Judá León contempla a su gólem
"con ternura y con algún horror", y se lamenta de
haber creado a un hijo deficiente, Dios lo observa, y piensa lo mismo
sobre su propia creación. Para algunos, el hombre es un gólem
de Dios, para otros, como Nietszche, Dios es un gólem de los
hombres. Preguntar a Borges con cuál de estas dos posturas
está de acuerdo no procede, no es pertinente, porque, para
él la filosofía es una rama de la literatura fantástica.
A Borges lo conocí en la calle, precisamente en la Galería
del Este que cruza desde Florida hasta Maipú, donde él
tenía su hogar. Hacía pocos días que yo había
llegado a vivir en Buenos Aires para estudiar en el Conservatorio
de Arte, tenía diecinueve años, era abril de 1973 y
no conocía a nadie. No lo sabía entonces, no podía
saberlo, pero viví cuatro años en Buenos Aires, y fue
un tiempo en que
me hice, sin duda, mejor. De las calles del centro de Buenos Aires
emana un perfume como el sándalo, y brotan edificios elevados
entre cúpulas y altillos, con patios donde crecen jazmineros,
y con su río a la derecha. Babilonia a la hora del crepúsculo
de la tarde con música de Piazzola, el Tigre cercano, Nazareno
Cruz y el lobo, los boliches, Evita sonriendo desde un afiche en las
calles. Perón e Isabelita. La pura efervescencia. Eso era Buenos
Aires. Una tarde, en el Café del Este, me pareció ver
un rostro conocido: era una mujer que sobresalía en el grupo
de personas que cruzaba los pasadizos que conforman el sitio, franqueado
por murallas de tiendas iluminadas, en la puerta de una de las cuales
ella se había detenido. Fui en esa dirección, llevado
quizás, ahora pienso, por el Hacedor de caminos; en todo caso
ni remotamente me podía imaginar que ella era María
Luisa Bombal, que los chilenos leemos desde niños. Entraba
en su vejez, el pelo bien negro cortado a lo paje, con más
energía de la que ella misma creía; traía del
brazo a un hombre ciego que guiaba con prontitud. Al pasar a su lado,
ella, notándome, con un leve ademán, ordenó que
me acercara:
-Ven y quédate con Georgie mientras entro y compro algo. Vuelvo
de inmediato -dijo ella-. Y, sin más, puso el brazo del hombre
ciego apoyado en mi propio brazo, desapareciendo por la puerta de
una tienda. Casi de inmediato, el anciano ciego ordenó que
ocupáramos una mesa propiamente tal en el café, y así
lo hicimos. Debo decir que entonces no supe que el amabilísimo
hombre ciego era Jorge Luis Borges, de quien no había leído
nada. Sólo lo recuerdo como a una persona esencialmente cálida
y bien predispuesto, de buen humor. Al igual que lo era ella, quien
no tardó demasiado, integrándose en la mesa al instante.
No recuerdo en absoluto de lo que se habló. Seguramente sólo
me limitaba a escucharlos. Sin embargo, me parece haber dicho algo
que les causó gracia porque los recuerdo riendo; en todo caso
la situación fue de lo más natural. Luego, simplemente,
nos paramos, me despedí diciendo algo cordial, ella tomó
al hombre cegado de la mano, que a todo asentía, y siguieron
caminando. Borges, era obvio, se notaba encantado en presencia de
María Luisa Bombal, a quien sólo volví a ver
varios años después, cuando fuimos vecinos en la calle
Merced de Santiago.
El maestro Borges me aceptó sin más por el solo hecho
de haber mediado, fortuitamente, María Luisa. El caso es que,
uno o dos días después, vi nuevamente a Borges: estaba
despidiéndose de alguien que lo había ayudado a cruzar
la calle hasta la entrada misma de la galería del Este por
Maipú, luego comenzó a andar, solo, atravesé
rápidamente y me acerqué. Al saludarlo retuvo mi mano
entre las suyas unos instantes, que era uno de sus gestos característicos
cuando saludaba a alguien, luego lo acompañé a comprar
algo, para de regreso pasar al Café del Este donde conversamos
mucho rato. Luego lo dejé en su hogar, lo que ocurriría
no pocas veces durante los años que viví en Buenos Aires.
Borges me hizo, sin duda, más civilizado. A mi abuelo, que
también fue quedando ciego como un lento atardecer de verano,
de niño solía leer para él, a viva voz, pasajes
de la Biblia que me indicaba cada día. Y con Borges igual así
se hizo costumbre, naturalmente, desde un comienzo.
A veces ni siquiera me imaginaba cómo se debía pronunciar
una palabra, pero su infinita paciencia suplía mis deficiencias.
Pienso haber hecho como aprendí a leer para un teatro de títeres
que administraba mi hermano: le contaba lo que leía, sin cambiar
una palabra, sólo acentuando las situaciones que narraba utilizando
los sonidos normales de la voz. Algunos textos que me pedía
leer, ya se los sabía de memoria, y a ratos acompañaba
mi lectura con un leve susurro que ahondaba el sonido. Su madre estaba
viva, era una lúcida anciana, de ojos verdes tan claros que
parecían transparentes. Le encantaba que la visitaran y la
frecuentaban no pocas personas. Doña Leonor no tenía
el menor reparo en recibir en sus habitaciones si estaba recostada,
y vivía absolutamente al tanto de lo que ocurría en
el mundo.
Borges, por su parte, era magnífico (quizás si la palabra
magnífico no le hubiera molestado). En una reedición
de sus Obras Completas (Emecé), publicadas después
de la muerte de Borges, se explica que "estas fueron corregidas
por Borges hasta su producción de 1980, y no incluyen algunos
de los títulos antes mencionados, por decisión de su
autor, a quien nunca abandonó el sentido de la medida".
Por eso Borges no escribió una novela, porque sentía
una desconfianza instintiva ante los absolutos. Quizás fue
esta la razón que tuvo para desconfiar de Dios: tal perfección
lo horrorizaba. Y optó por las formas mesuradas. Fiel a esta
estética ni siquiera intentó escribir un poema demasiado
extenso. Curiosa singularidad: los intentos literarios característicos
de quienes sobresalen como escritores en el siglo XX, están
animados por una ambición desmedida. Mientras, Borges es la
contraparte (en América, que se sepa, en esta cualidad sólo
se le equiparan María Luisa Bombal y Juan Rulfo). Sus textos
tienen, en su reducción, la gracia de los seres vivos, de lo
que brota naturalmente armónico y ofrece una visión
única e inimitable de la naturaleza, como espléndido
regalo al hombre inmortal arrodillado ante el tiempo que dura una
vida, vencido por la incógnita de la muerte. Son textos vivos
también porque están envueltos en el misterio de la
sangre, en los apetitos y obsesiones del amor y sus eternas y universales
manifestaciones, sin embargo, únicas. La misión del
escritor, que ha de tenerla, es sacar de las tinieblas la luz, es
hacer explotar, con el brillo de diez mil soles, lo que está
apagado en la zona oscura del ser. Y Borges lo recordó: su
obra habla de la antigua sabiduría de ser a un mismo tiempo
lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos, de ser, juntamente,
la primavera, el otoño, el invierno y el verano de la vida.
(C) Waldemar Verdugo.