El dolor es
el altoparlante para hacernos más humanos, más tolerantes, más
conscientes del milagro y del amor de la existencia
El
problema humano por antonomasia es el sufrimiento. La felicidad
podemos entenderla, en cierto sentido parece que nos fuese debida.
Pero el dolor es a menudo incomprensible. Sin embargo, el sufrimiento
es exactamente lo que nos da la magnitud de la existencia, nuestro
consentimiento a ella, nuestra afirmación permanente. Si uno se queda
en el silencio puede escuchar el sonido de su propia respiración; si
se queda más en silencio aún puede oír incluso los latidos de su
corazón. Pero si oye bien ese latido verá que él repite un sí. Es un
sí-sí-sí-sí. En cada segundo de la vida optamos por vivir. Esto es
dramático y real porque hay seres en el mundo que dicen no y se
expulsan la vida. Eligen no vivir.
El
estado de sufrimiento nos hace escuchar ese sí. El dolor es el
megáfono que hace que oigamos esa afirmación en toda su potencia, y
esto es así porque cuando uno sufre, la posibilidad de decir no se
hace presente con todo su vértigo liberador y potencia. El hombre
feliz no escucha su sí porque la vida le está encima, absoluta. El que
sufre debe luchar por su vida, elegirla en cada instante de su
sufrimiento.
Ese sí
permanente que damos es también el sí del universo que nos responde,
el sí de todas las cosas que nos hablan y nos miran. El amor surge de
la confrontación de ese sí con la posibilidad de la nada, del
no.
Por eso
aquello que algunos han dado en denominar Dios se siente más cerca de
los lugares donde han ocurrido desastres, en los campos de refugiados
por ejemplo, o en las tierras asoladas por la sequía que en los sitios
donde en apariencia reina la alegría. Dios se escucha más fuerte en
una hambruna del Africa que en un restaurante de Nueva York. El dolor
es el altoparlante para hacernos más humanos, más tolerantes, más
conscientes del milagro y del amor de la existencia.
Todas
las cosas se aman. Es por eso que la hoja de un árbol está cerca de la
otra y los pastos se mecen al unísono bajo el viento. Muchas veces nos
sentimos fascinados al mirar el espectáculo de las rompientes
estallando, o de la cordillera nevada o de un atardecer frente al mar.
Es un sentimiento en sí inexplicable que a pesar de la prisa de la
modernidad, de la televisión y de las computadoras, sigue
deslumbrando.
He
creído que nos maravilla porque aquello que miramos nos devuelve la
mirada y nos saluda, pero no es sólo el paisaje o el espectáculo de la
naturaleza, en cierto sentido esa montaña está formada también por los
miles de ojos que antes que nosotros ya la han mirado. Son esos ojos,
los ojos de todos los que nos han precedido los que nos miran en cada
cosa que miramos. Al mirar volvemos a encontrarnos con esos seres,
volvemos a verlos y a ser vistos por ellos.
Cada
uno de nosotros es más que un yo, es un torrente de difuntos que
termina en nuestra vida tal como nosotros terminamos en los que nos
descienden. Eso es lo que se entiende por una tradición y una cultura:
que todos aquellos seres que nos han precedido vuelven a tomar la
palabra cuando nosotros hablamos, vuelven a mirar cuando miramos,
vuelven a sentir cuando sentimos. Cada uno de nosotros es la
resurrección de los muertos y ese milagro se va cumpliendo en cada
segundo de nuestras vidas.
En la
creencia cristiana, la resurrección es algo que acaecerá en el final
de los tiempos. Por eso cada instante de la vida es también el final
de los tiempos. Si yo digo "no" es el final de todo. Por eso cada
instante los muertos resucitan y vuelven a hablar en nosotros. Todo lo
que vemos es la presencia de la muerte glorificada por nuestro
asentimiento. Cada vez que decimos sí, cada minuto, cada segundo que
decimos sí, es una fiesta de todo el cosmos. Las rompientes resuenan
entonces con toda su fuerza y el desierto se abre en la magnitud
infinita de sus colores, de sus tonos, de sus
profundidades.
Será
así también en el nuevo milenio.
en
suplemento Artes y Letras de El Mercurio.
Santiago, 12
de marzo de 2000.