El
Fin de las Lenguas
Raul Zurita
En
su más reciente libro, Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo
milenio (Editorial Andrés Bello, 2000), el autor ofrece una interesante
reflexión acerca del destino de la poesía, a través del ensayo que
extractamos.
....“Ay,
cómo los mortales siempre nos culpan a nosotros los dioses por sus
males, sin saber que son ellos mismos, con sus locuras, los que
se acarrean desgracias no decretadas por el destino”. Son versos
del primer canto de La Odisea y la respuesta a ellos es aún el tema pendiente que nos
han legado tres mil años de historia. Los grandes poemas arcaicos,
Homero, Isaías, el Mahabharata
y el Ramayana hindú, las antiguas poesías náhuatl,
tienen esa fuerza, esa inmediatez increíble donde la voz y lo que
ella nombra parecieran ser exactamente lo mismo. Esos poemas nos
han transmitido palabras, frases tan dramáticas, sobrecogedoras
y rotundas, que es como si incluso la divinidad ( o la idea que
está detrás de ese nombre) surgiese de ellas, fuese creada por esas
palabras. Es como si Dios naciera de la plenitud de esos versos,
de esos sonidos que desde un tiempo remoto erigieron las portentosas
imágenes de lo sagrado como un consuelo, pero también como una maldición.
En rigor, es la apabullante concreción de las primeras escrituras
la que nos hace sentir el poder germinal de las palabras. Martin
Buber afirma en su Moisés
que en la antigua tradición hebrea la palabra Javeh, que indica
al dios sin nombre, es sólo la representación fónica de un estertor,
de una brusca exhalación de aire que, por el sólo echo de estar
invocando lo innarrable, adquiere la vastedad de la respiración
sagrada. La imagen de Cristo y de la Cruz se abre entonces como
el corolario estremecido de un estertor, de un gemido traspasado
al mundo en el acto de la crucifixión. El “Padre, Padre, por qué
me has abandonado” de la Cruz consuma así una culpa y una condena
que también parecen nacer del abismo de su mismo grito. Serán en
todo caso las lenguas de los hombres, más que sus acciones, las
que deberán cargar con esa culpa hasta el final de los tiempos.
Es como si en el aliento y en el ronquido de las palabras, incluso
antes de que los hombres las hablaran, estuviese ya grabado el destino
de la redención y del ocaso.
Es esta época la que nos ha enfrentado con el cataclismo
de esa condena primigenia: las lenguas humanas serán capaces de
nombrar el amor, pero sobre todo deberán nombrar los crímenes, y
la expresión máxima del cumplimiento de esa sentencia es nuestro
tiempo. Nacimos en un siglo que alcanzó el non plus ultra del horror,
de la crueldad y del genocidio, y que sólo en el lapso que comprende
las dos guerras mundiales, o sea en menos de cuarenta años, costó
en Europa 70 millones de muertos con toda su secuela de desplazados,
mutilados y psicóticos, a los que hay que agregar hoy el resurgimiento
del llamado síndrome de Auschwitz y de los nuevos racismos, las
hambrunas cada vez más irremediables del Africa, las injusticias
y desigualdades seculares de nuestro continente americano con sus
desaparecidos y marginados. En suma, es toda esa portentosidad de
la locura y la muerte la que no podía sino erigir al visión de un
derrumbe que, primero que todo, es el derrumbe de las palabras.
A cambio da poder nombrar el mundo, ellas debieron primero expresar
la tragedia.
(...)
Hablamos así en medio de idiomas colapsados, de palabras
cuyos significados agonizan porque a ellas mismas les es imposible
contener más locura y violencia que aquella con que ya las ha cargado
la historia. El derrumbe del lenguaje y de las lenguas es el fracaso
de nuestra unión con lo sagrado, o lo que es lo mismo, es el fracaso
infernal del amor. Porque sea lo que sea que estos sonidos, que
estos hálitos nombren, el sólo hecho de decir es estar diciendo
permanentemente que no somos uno sino un cosmos. Que en ese diálogo
total de todas las cosas, de los paisajes con los hombres, de las
generaciones que nos antecedieron con las que emergían, estaba contenida
también la posibilidad de levantar una vida nueva. De reconstruir
un paraíso perdido que sobre todo era una disposición, una piedad
por los otros y por el mundo y que fue posiblemente el origen de
todo arte.
No me sea fácil expresarlo, pero he llegado a creer que
Sófocles escribió el Antígona sólo para que ninguna otra mujer tuviera
que inmolarse desgarrada entre las leyes y la piedad, que para que
nadie más tuviera que morir por amor es que fue escrito el Romeo
y Julieta y el Ana Karenina. Todos los grandes poemas entonces,
desde las primeras epopeyas hasta los visionarios versos de Los
Sea Harrier de Diego Maquieira o del Amanecer sin dioses de José
María Memet, pueden perfectamente ser leídos como el intento más
extremo y desesperado por erigir desde este lado del mundo, desde
el rostro martillado de lo humano, una misericordia sin fin que
nos preserve de los sufrimientos que esos mismos poemas narran.
No ha sido así, y la agonía del lenguaje carga también con las imágenes
de esta derrota.
De allí esa descompensación radical, esa sensación cada
vez más común de estar alcanzando con los avances técnicos el umbral
del poder absoluto y al mismo tiempo el umbral del vacío. Los grandes
poetas cristianos de nuestro tiempo: Claudel, T.S. Eliot, Huidobro,
Cesar Vallejo, presintieron la muerte de las lenguas, ese cáncer
de las palabras que les va socavando sus significados y que se hace
sentir primero, casi como si fuera una venganza, en los sitios y
naciones aparentemente más favorecidas; en las sociedades desarrolladas,
en las opulentas clases altas de nuestros países todavía pobres,
en los escenarios de la política, en los parlamentos, en los grandes
cónclaves. Es como si la misma vacuidad de este tiempo quisiera
decirnos que las lenguas mueren porque las palabras no son ya capaces
de evocar la arrasadora plenitud de Dios;
su misericordia y su incomprensible dureza, su oscuridad y su fulgor.
(...)
Sin embargo estas mismas imágenes estaban ya contenidas
en los versos iniciales de La Odisea y, más allá de todo, es una
tierra desolada la que pareciera obligarnos a repetirlas una y otra
vez. Les corresponderá entonces a los nuevos poetas levantar desde
allí, desde esa locura de los hombres del poema homérico, los contornos
de otra belleza. Si no es ya demasiado tarde serán ellos, los nuevos
Homero de este tercer mundo, los nuevos Darío, los nuevos Rilke,
quienes deberán enfrentar las tareas de un trabajo gigantesco y
desmesurado: inscribir sobre el cielo, sobre la tierra, sobre los
desiertos, una nueva y arrasadora compasión, una ternura incolmable
por cada átomo, por cada mirada, por cada aliento de la vida, que
nos lleve a contemplar de nuevo, como si nos levantáramos por primera
vez, la reconquistada diafanidad del mundo. Sin saber bien cómo
en un poema traté –dudosa, precariamente- de imaginarme al menos
algo de esa diafanidad. Era la visión del océano Pacífico ascendiendo
sobre el cielo. Pienso que lo recordé ahora porque deseo creer que
si esa nueva compasión adviene, que si esa piedad por el mundo tendrá
un lugar, será también la compasión de estos paisajes, de estas
cordilleras y de estas largas llanuras, de los ríos, de las playas,
de todo lo que es, elevándose a los cielos por el amor nuestro.
Es el amor que imagino. Si se puede hablar entonces
de una tarea de la poesía, esa tarea es la de curar las palabras,
la de salvarlas de su agonía para que otra vez puedan evocar y hacer
cotidiana la plenitud a veces terrible de la existencia, vale decir,
para que puedan nuevamente hacer vivo el latido de Dios entre nosotros.
Esa fue la estremecedora plenitud de Sófocles y Esquilo, de los
antiguos profetas, de las elegías que nos han legado los poemas
náhuatl. Casi tres milenios más tarde, en una de sus poesías más
extraordinarias: España,
aparta de mí este cáliz, Vallejo vio en la letra, es decir,
en los átomos indivisibles de las palabras, el origen de la pena.
El pensaba en el castellano y en la destrucción que significó su
imposición en este continente. En realidad, todas las lenguas han
nacido de una destrucción y de una muerte y de allí para adelante
su misión era levantar una nueva tierra frente a lo destruido. Es
en eso en lo que radica su sacralidad y su fracaso y es en eso donde
radican también la sacralidad y la redención de la poesía.
Porque es en la inminencia de la muerte del lenguaje
la que nos puede dibujar también la epifanía de un probable Nuevo
Mundo. Por ahora son sólo cantos aislados; algunas modulaciones
del Homeros de Derek Walcott, de la Carta a Telémaco de Brodski, del Amanecer sin dioses de José María Memet y de otros poemas que están
emergiendo. Ciertos ritmos, ciertos versos a la vez heroicos y desgarrados
que parecieran indicarnos que a pesar de todo, de la herida y de
la miseria, se están gestando un nuevo canto. Un salmo que recogido
desde lo más desbastado y mudo de este final de milenio, se abre
de nuevo a la visión de un cielo recortado para siempre en cuatro
por la Cruz. He querido creer que ese cielo es este mismo cielo,
el de nuestra vastedad sudamericana, y que tocados por la agonía
del lenguaje y de la marcha de Dios, volvemos sin embargo a escuchar
el sonido de un pulso innombrable. No me es posible avanzar mucho
más, pero en una imagen que seguramente le pertenece al sueño me
ha parecido percibir ese cielo partido en cuatro por la Cruz.
Es eso, debimos soportar el escupo de los santos en
la boca justo cuando cerrábamos los ojos esperando su beso. Clavado
por ese escupo, quise imaginarme no obstante el torrente de las
lenguas revividas y que allí, en medio de ellas, barridos por la
fuerza de esos hálitos, de esos estertores y palabras, volvíamos
a escuchar el latido de Dios retornando. Es la Poesía y la Cruz.
Quizás algún día otros hombres se pregunten por nosotros y nosotros
volvamos a ver a través de sus ojos el tiempo en que nos tocó vivir,
su pulsión de muerte, su amor sofocado. Pero quizás para entonces
los poemas ya no sean necesarios. Una época lejana inventó las palabras
de La Odisea y junto con ellas un semblante para la divinidad que
emergía. Por ahora escribir es volver a contemplar ese semblante
en el otro; el latido de lo Sagrado. Yo-te-amo, yo-te-amo, yo-te-amo,
y desde allí comenzar un nuevo lenguaje.
El
Mercurio 26 agosto de 2000.