Jim
Por Roberto
Bolaño
Cuando, a mediados de julio pasado, Roberto
Bolaño murió repentinamente, dejó terminadas cuatro
de las cinco novelas que componían su más ambicioso proyecto: 2666. También dejó cerrado el libro de relatos El gaucho
insufrible, que editará Anagrama y del que El Cultural publica
“Jim”, la historia de un amigo norteamericano “chingado y atrapado” por
sus fantasmas. Como el propio Bolaño, referencia obligada para los
jóvenes narradores hispanoamericanos de hoy. Quizá por eso algunas de
sus palabras tienen acento de testamento. Como cuando escribe, en este
mismo libro, que la literatura latinoamericana “no es Borges ni
Macedonio Fernández, ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo [...] ni
siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas
Llosa, [sino] Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Angeles Mastretta, Sergio
Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín, ... y muchos
otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo.”
H ace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces
nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he
visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en
un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo
volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los
niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se
ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía.
Como cuando se te aparece la virgen. En Centroamérica lo asaltaron
varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había
sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim.
Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras
comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y
corrientes? Yo creo que sí, decía Jim.
Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con
abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita.
Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la
rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de
Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada
a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde.
Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la
historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario,
me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de
las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente
era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda
cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un
cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un
campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de
gasolina, un campo tal como es o como debiera ser el campo: baldíos sin
solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde
hemos escapado y que esperan nuestro regreso.
Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su
antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que
podía tener treinta y cinco años o quince. No llevaba camisa y una
cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto
tiempo se llenaba la boca del líquido inflamable y luego escupía una
larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía
su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil,
como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de
haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado
hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de alguien que había
matado.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o
diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo
era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un
tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del
tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no
oírme. Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía
afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza
y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di
cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre.
Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el
tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los
demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las
llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde
estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma
tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente,
esperaba Jim. Chingado, hechizado/Chingado, hechizado, era el
estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos
hoyos funkis.
Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había
atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos
de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía
mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los
carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a
nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente
viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo
despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en
dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca
en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
* * * *** * * *
El gaucho insufrible
Roberto Bolaño
Anagrama.
Barcelona,
2003. 184 páginas
por Joaquín Marco
en El Cultural.es
Sin duda no será éste el libro que nos ofrezca la auténtica
dimensión del escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003),
recientemente fallecido en Barcelona, ciudad donde residía.
Se dijo que andaba a vueltas desde hace años con una extensa novela.
Pero a Roberto Bolaño le llegó,
por el contrario, la muerte que anunciaba ya en algunas páginas de El
gaucho insufrible. “Literatura+enfermedad=enfermedad”
es una conferencia en la que un relato nimio, una excusa, le permite
reflexionar sobre la enfermedad y la muerte. Bolaño falleció de una
afección hepática. Aquí confiesa: “Abusé de la lectura pero nunca quise
ser un autor de éxito. Incluso la pérdida de dientes para mí era una
especie de homenaje a Gary Snyder, cuya vida de vagabundo zen lo había
hecho descuidar su dentadura. Pero todo llega. Los hijos llegan. Los
libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega”. Otra
conferencia cierra el volumen: “Los mitos de Chtulhu”, donde el autor
lanza una furiosa diatriba contra algunos escritores españoles e
hispanoamericanos que entiende excesivamente preocupados por las ventas
de sus libros. Puede parecer excesivo, aunque responda a una declaración
de principios: “Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y
escribir lo que quiera escribir. Estoy en contra de la censura y de la
autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de Mitilene: que si
vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres”.
El resto de textos son relatos. El primero se titula “Jim” y sus
primeras líneas dan idea de por dónde pretendía discurrir la creación de
Bolaño: “Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde
entonces nunca he vuelto a ver un norteamericano más triste.
Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno”. La concisión
del estilo e incluso algunos recursos narrativos poseen ecos de Borges y
hasta de Hemingway. La explosiva mezcla se convierte en hallazgo. Sin
embargo, “El policía de las ratas” no deja de ser un ejemplo de
asimilación kafkiana. En sus primeras páginas el lector cree hallarse
ante un cuento policíaco, cuando el protagonista es una rata que intenta
descubrir a una asesina, porque en el mundo rateril resulta excepcional
que se produzcan hechos criminales. El narrador logra resolver el enigma
con un especial olfato y practica la correspondencia con lo humano de
forma simbólica. El relato de mayor amplitud, “El gaucho insufrible”, se
sitúa en una Pampa empobrecida y desértica, poblada de agresivos
conejos, alimento casi exclusivo de los escasos habitantes de las
haciendas. El protagonista es un abogado que vive en Buenos Aires, pero
que se traslada a esta zona pampeana donde más tarde le visitará su
hijo. Allí adquiere un caballo al que llamará, con un guiño literario,
José Bianco, y contrata unos inútiles gauchos. La situación degradada,
pese a los esfuerzos de restauración de la hacienda, apenas si se altera
con la integración de una mujer y sus hijos que vivían en otra hacienda
lejana. Cuando se ve obligado a regresar a Buenos Aires lo hará por poco
tiempo. Elige “esos pobres gauchos que me aceptan y me sufren sin
protestar”. Bolaño no sólo sitúa a los personajes en un paisaje humano y
material que desmitifica, se adentra en los recovecos del ser argentino
y hasta en el uso de abundantes argentinismos. “El viaje de Álvaro
Rousselot”, más borgeano, también se ambienta en la Argentina. Allí un
escritor argentino cuyas primeras novelas cree que fueron utilizadas e
incluso mejoradas por un director de cine francés pretende conocerlo.
“La vocación” y “El azar” constituyen las dos partes de un retrato
construido con treinta fragmentos cada una. El lector puede seguir el
relato en dos tiempos distintos a través de un personaje secundario, un
antihéroe, comisario de policía visto desde dos perspectivas temporales.
El libro permite advertir los vericuetos por los que se adentra un
escritor capaz de forjar mundos ajenos con una clara ambición de
renovación formal. Se encontraba en un buen camino y el resultado, pese
a su diversidad, constituye un libro ambicioso y provocativo que
agradeceremos.