"Casus belli: todo
el poder para nosotros" (Apsi), tituló en 1992 un
eufórico Jaime Collyer, refiriéndose a la irrupción
de la Nueva Narrativa chilena. Entonces, el autor de "Gente al
acecho" ¿amenazaba?
"ahora los maestros somos nosotros", junto con aclarar que
eran "cosmopolitas y universales, internacionalistas, hasta la
médula".
Nadie lo niega: aquellos fueron tiempos felices para los NN, jóvenes
(varios de ellos talentosos) que de pronto se convirtieron en las
vedettes de Planeta para luego ser "levantadas" por Alfaguara.
Fue el caso de Collyer, Gonzalo Contreras ("La
ciudad anterior") y Alberto Fuguet ("Mala onda"),
entre otros nombres emblemáticos.
En medio de tanto coqueteo editorial, las luminarias se hicieron
de premios, adeptos y buena crítica. Pero no olvidemos que
el Señor Corales de esta historia fue la exposición.
La gracia era circular, transformarse en personaje, asumir la estelaridad
mediática. Esa era la matrícula que exigían las
trasnacionales a sus flamantes afiliados, algunos de los cuales la
pagaron gustosos.
Fue así como los 90 se plagaron de dimes y diretes. Mientras
el consenso adormecía el duelo político, la trastienda
literaria sacaba chispa a punta de descalificaciones. "Que ella
es un best seller", "que él es muy simplista",
"que yo soy casi inglés".
Hoy no pocos NN se ruborizan al recordar su impronta temeraria. Obvio:
cayeron en la cuenta de que la juventud es una enfermedad que se cura
con los años. Las editoriales también sacaron sus lecciones.
Ya no prometen la internacionalización y se han vuelto más
democráticas a la hora de reclutar nuevos talentos. Éstos
aprendieron de "los maestros" lo necesaria que resulta la
modestia. Sin manifiestos ni bocinas, surge una generación
de recambio. Sus miembros bordean los 30 y son como cualquier hijo
de vecino. No quieren ser divos ni se flagelan con la estética
maldita.
Pienso en Roberto Fuentes (1973, "Algo más que
esto"), al que encontré hace poco conversando con Cristián
Barros (1975, "Tango del viudo"). El primero celebraba
al segundo su traducción del galés Dylan Thomas. Me
recordó una escena parecida, cuando Fuentes le pidió
a Andrés Gómez (1971) que le autografiara su
"Manzana envenenada" en el café contiguo a la librería
de Sergio Parra. Unas mesas más allá, se hacían
cómplices del amistoso gesto Barros y Germán Marín
(1934, "Círculo vicioso"), un escritor querido y
respetado por estas plumas emergentes. ¿De qué otro
modo podría ser? Marín no les rinde pleitesía
a los NN, descree de la farándula y apuesta por la literatura,
incluso, como editor de una trasnacional.
Tal vez estemos retornando a las obras (no las publicaciones), a
los bienes (no las mercancías). Sin duda, son otros tiempos.
Quizá menos glamorosos, pero, a quién le importa. Ya
nadie anda buscando visa para un sueño.
Hoy no pocos NN se ruborizan al recordar su impronta temeraria.
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narradores, por Omar Pérez.
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Belli: Todo el poder para nosotros,
por jaime Collyer