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La otra modernidad y el socialismo peruano según José María Arguedas
El zorro de arriba y el zorro de abajo [*]

Por César Ángeles Loayza
schadelblake@yahoo.es



.. .. .. .. ..

Cuando empecé a escribir era muy radical, hacia 1931-32. Luego fui cediendo algo, hasta llegué a creer en la
revolución pacífica. Nuevamente comprendo que el egoísmo y la sensualidad de quienes se aprovechan del trabajo
ajeno no pueden ser quebrantados por las buenas razones.

José María Arguedas, 1968


1.

Al igual que algunos autores peruanos, José María Arguedas (Andahuaylas 1911-Lima 1969) fue un escritor esencial. Como ellos, se introdujo en la médula del agravio histórico que atraviesa diversos estamentos de nuestra sociedad, y desde esa bocatoma, muchas veces obscura, extrajo haces de luz y fuerza creadora. Es otra manera de decir que fueron autores peruanos utopistas, en el sentido positivo y transformador de este término.[1] Con su vasta y heterogénea obra literaria, Arguedas fue uno de quienes ayudaron, y nos ayuda en la actualidad, a reencontrar caminos de sanación y reconstrucción, sobre las bases de la historia, experiencia y sabiduría milenarias de nuestra población mayoritaria (porque todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él, como acertó César Vallejo en su “Himno a los voluntarios de la república”). Esos caminos que, con urgencia, precisa un país múltiplemente herido como el Perú, con su escenario político del hegemónico color gris-rata de siempre.

El propósito de este ensayo es ofrecer una nueva lectura de la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (que denominaremos como ya es usual, y como gustaba nombrarla su propio autor: Los Zorros). En esta novela se apunta a otra modernidad que echa raíces en las concretas características históricas de la irrealizada nación peruana. Al contrario de lo que algunos siguen sosteniendo, al catalogar como “indigenista” a Arguedas no solo se descalifica su obra, sino también a él mismo y su reclamo de una modernidad alternativa para el Perú, que incluye una declarada posición socialista bajo inspiración mariateguiana. Penetrando en algunas claves centrales de Los Zorros podemos intentar responder preguntas como: ¿Cuál es la actualidad de la obra y el pensamiento arguedianos en la contemporaneidad del Perú y de América Latina? ¿Qué rol cumple la violencia en el pensamiento arguediano para resolver antiguos problemas peruanos, tanto en la historia social misma como específicamente en el lenguaje literario? Y, asimismo, ¿Cuál fue la esperanza política principal que animó el espíritu y creatividad de nuestro gran escritor, y cuál pensó que era el sujeto colectivo que la encarnaba? En dicha indagación, afloran tareas pendientes en el Perú, a partir de la poética de una de las novelas más importantes de nuestra tradición narrativa, y que en sus características intrínsecas excede el campo meramente novelesco y literario, interpelando nuestra actualidad.

Si leemos la obra literaria de Arguedas, desde el final hacia el principio (como alguna vez propuso Antonio Cornejo Polar, en relación al tema-eje de la migración), debiéramos empezar leyendo, y trabajando críticamente, su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo, publicada de forma completa en 1971 por la editorial Losada de Buenos Aires (es decir, dos años después de su suicidio), y siempre con el concurso apreciable de su esposa Sybila Arredondo de Arguedas. Esta obra consta de dos partes. La primera se halla precedida del célebre discurso que dio el autor en 1968, al recibir el premio “Inca Garcilaso de la Vega”, titulado “No soy un aculturado”. A continuación, sigue la novela propiamente dicha, ambientada, e inspirada, en la fugaz bonanza económica que vivió el puerto ancashino de Chimbote durante el auge de la pesca y la producción de harina de pescado, en los años 60. Esta naciente ciudad fue, por entonces, el mayor puerto pesquero del mundo, y ombligo del mestizaje caótico y abigarrado entre la sierra andina, herida en sus tradiciones colectivistas por el secular latifundismo peruano, y la costa criolla, que continuaba su contradictorio proceso modernizador, dependiente del capitalismo occidental –principalmente el norteamericano–, con sus taras de centralismo, prejuicios, injusticias y desigualdades varias. Chimbote se convirtió en una suerte de laboratorio precario, aunque con mucha riqueza económica de por medio (aprovechada sobre todo por las élites nativas enganchadas al capital imperialista yanqui), de un nuevo Perú emergente que bullía por nacer. De ahí que Arguedas llamara a sus capítulos de la narración en marcha “los hervores”, y ahí se origina –según coinciden varios de quienes conocen su proceso creativo y biográfico– su declarada confusión ante lo que veía surgir, a la vez que su agónica batalla por encontrar el lenguaje y la forma literaria que expresaran dicha realidad en proceso.

El excelente título El zorro de arriba y el zorro de abajo proviene de unos personajes míticos que aparecen en la significativa recopilación de mitos y leyendas de la cultura Huarochirí, hecha por el extirpador de idolatrías, el cura Francisco de Ávila, a fines del s. XVI, y de la cual Arguedas realizó la primera traducción directa del quechua al castellano en 1966.

En una suerte de inkarri zoomórfico, los zorros han vuelto, en la última novela de Arguedas, y dialogan con su pasado milenario a cuestas, entre otras razones, para comprender la agonía de un escritor a mediados del siglo XX, que lucha por vivir y por articular su canto de redención (que rima con revolución: como evidenciando los vínculos entre los planos subjetivo-sicológico y objetivo-histórico). Una de las razones para que muchos lectores, e incluso críticos literarios, vean en la obra de Arguedas la expresión de su vida misma (lo que propicia una exégesis biografista) es que varios de sus momentos y pasajes coinciden con su vida real. El propio autor cargó las tintas para dicha asociación; como, por ejemplo, en sus intervenciones durante el Primer Encuentro de Narradores Peruanos (Arequipa, 1965), y en la agraz Mesa Redonda sobre Todas las sangres organizada por el Instituto de Estudios Peruanos (Lima, 1965).[2] En lo referido a Los Zorros, todo lo anterior queda remarcado, ya que el relato literario se intersecta desde el comienzo con páginas de su diario personal, donde anuncia su sensación de agotamiento creativo, y su voluntad de poner punto final a su vida mediante el suicidio. Arguedas ya lo había intentado antes; pero será en 1969, año de la redacción/culminación de Los Zorros, cuando ello se concrete.

De tal manera que esta novela, al anunciar su autor que la escribe para tratar de salir de una nueva crisis, en prácticamente todos los aspectos de su vida personal, compromete desde el inicio del “Primer diario” (10 de mayo, 1968) al azorado lector en una suerte de puesta en escena, cuyo desenlace fue el balazo que Arguedas se pegó en un baño de la Universidad Agraria, en Lima, donde era docente e investigador por aquellos años. Acerca de los significados de tal acontecimiento no entraré en detalles –por demás, ya bastante conocidos y debatidos por los exégetas de este escritor–; pero quiero sí remarcar que José María tomó las armas, más precisamente, tomó un arma: el revólver que apuntó hacia sí mismo, creyendo que con su muerte, y el ritual que hubo preparado cuidadosamente (dentro del que inscribe la composición de Los Zorros), prendía, según sus propias palabras, la última chispa que podía encender. Propongo que veamos tal hecho con perspectiva política, porque Arguedas batalló de muchas formas contra el poder imperante (no solo) en el Perú.[3] Arguedas tomó el arma, y por carecer de una posición política e ideológica más esclarecida en el momento que cometió el acto, y por carecer quizá del apoyo sicoterapéutico más adecuado, vio en sí mismo el terreno para encender la pradera de esta historia peruana que él quiso siempre contribuir a cambiar con su obra. Ojalá hubiese reparado en que ese mismo revólver podría, más bien, haberlo apuntado, junto con otros más, contra el poder en el Perú, cuya patria oficial, corrupta y abusiva, es el terreno donde la salud mermada de este gran escritor no encontró manera de salir. Salir, en el sentido que dice Žižek (Cf: su libro Violencia en acto, cap. 5: “Más allá de la democracia. La impostura liberal”), salir definitiva y radicalmente de esta organización del poder (que suele exhibirse en toda su obscenidad durante las campañas electoreras que inundan calles, autopistas y plazas); salir de tales coordenadas para cambiar de forma radical y colectiva el orden de cosas. Arguedas es perfectamente el suicidado de la (de esa) sociedad, como afirmó Antonin Artaud (1947) respecto al acto semejante del gran pintor expresionista Vincent Van Gogh, en un tratado o manifiesto que lleva ese título interpelante.[4] Nuestro suicidado, José María, se apuntó a sí mismo, se incendió a sí mismo. Cómo quisiéramos haber apoyado su salud y reorientado su puntería, que para el caso es lo mismo, ese 2 de diciembre de 1969.[5]

Este hecho biográfico cobra un nuevo giro en la afortunada metáfora que propuso el poeta e investigador Eduardo Chirinos (2000), entre cargar la pistola que segó la vida de José María y la escritura en Los Zorros; al apreciar en esta una “re-naturalización de las palabras y su conversión en peligrosas armas de fuego” que les devuelve “su peligrosidad natural” en favor de una expresión plena (103), como fue el anhelo mayor de este autor. A ello también apuntan Rowe, Ortega y Ocampo (véase bibliografía). Al final de su artículo, y en sintonía con Alberto Escobar (1984) a la vez que distanciándose del limitado ensayo de Vargas Llosa (1996),[6] Chirinos reivindica el camino literario-mítico y personal-colectivo emprendido por Arguedas, desde la expresión de nuestra contemporaneidad a partir de un país heterogéneo y desigual como el Perú. Redondea su inteligente aproximación crítica devolviéndole a José María el homenaje y reconocimiento que este tributó a (con) César Vallejo: “La apuesta por un lenguaje utópico ‘cargado’ de pensamiento mítico que no tema apelar al ánima vital de la naturaleza, y que a la vez sea capaz de poner en escena la amalgama de frustraciones, miedos y deseos que nos configuran como seres sociales, se sitúa más allá de los límites que impone la historia inmediata y se convierte en una utopía deseable. Arguedas es –como él mismo definió a Vallejo– el principio y el fin” (107, énfasis mío).

He aquí el punto de partida de esta exposición. Mi propia experiencia personal, al haber vivido en Chimbote cerca de cinco años contratado por una universidad particular, y el que mi familia paterna provenga de Ancash, me involucra más con esta investigación (Cf: Ángeles 2005). Todas las citas que hago de esta obra corresponden a la edición de Horizonte (Arguedas 1986).



2.

Decía que, en Los Zorros, la narración novelesca se intersecta con páginas de su diario personal, el mismo que es fruto de su experiencia sicoterapéutica con Lola Hoffman, afamada fisióloga y psiquiatra, a quien el escritor visitaba, con llamativa devoción, en Santiago de Chile (precisamente, allí es donde conoce a su segunda esposa, Sybila). La primera parte consta de tres diarios y cuatro capítulos o “hervores”. La segunda, de un solo largo relato, a manera de un quinto capítulo, además de las páginas finales que el autor nombra “¿Último diario?”: un título en interrogación que sobrecoge al evidenciar la lucha del autor por diferir el plazo de su muerte. La novela se cierra (a mi parecer, está terminada y no inconclusa) con el “Epílogo”, donde desfilan las cartas de despedida a su editor, así como al rector y los alumnos de la Universidad Agraria, su centro de labores (uno de sus pocos albores) por entonces. Se cierra con un balazo que nos resuena hasta hoy.

José María Arguedas tuvo la proeza de entroparse –palabra arguediana– con su sociedad, como bien acertó el historiador, tempranamente desaparecido, Alberto Flores Galindo. A lo dicho, vale sumar el siguiente testimonio de Sybila Arredondo de Arguedas:

“Considero a José María Arguedas el arquetipo de la nacionalidad peruana. Se especula mucho sobre los problemas personales y emocionales de José María, pero yo creo que él trasciende esas cosas y refleja en su propia vida, la vida de todos los peruanos. Las rupturas que hay en la vida de José María Arguedas se dan en el pueblo peruano. La primera de ellas es la infancia. La infancia en el Perú está llena de riesgos y rupturas terribles, y en la formación de José María eso tiene que haber influido. Posteriormente, hay el conflicto a nivel cultural: en él se va a grabar la dualidad de culturas, él va a amar el mundo indígena, pero ellos lo van a considerar un misti, el hijo de Juez. Posteriormente ya se enfrenta a eso que podríamos llamar la lucha de clases, lo que en forma elemental podría ser el pobre contra el rico que, resumido en el cuento Agua, sería el enfrentamiento de Pantacha con el gamonal” (Forgues 1989: 24).

En tal sentido, y como afirma en su citado discurso que abre Los Zorros, “No soy un aculturado”, Arguedas creía en un indio quechua moderno (como se autodenomina al recibir el premio Inca Garcilaso), a la vez que en el carácter vivo del pueblo quechua. En dicho texto, también se vincula políticamente con José Carlos Mariátegui, y con Lenin y la teoría socialista; todo lo cual, según afirma, encauzó su energía de juventud sin matar en él “lo mágico”.[7] Es decir, desde el comienzo de su última novela, plantea esa dualidad, sus vasos comunicantes y sus antinomias, cuyas pistas ha seguido bastante bien Roland Forgues en su ambiciosa investigación José María Arguedas: del pensamiento dialectico al pensamiento trágico. Historia de una utopía. Aquella dualidad que el peruanista francés subdivide en tres: el gamonal frente al indio, la sierra frente a la costa, y el Perú frente al imperialismo capitalista. José María intentó superar dialécticamente en su obra dichas contradicciones postulando un ideal de país moderno, que no rehusase los logros y promesas de la industrialización contemporánea, pero que tuviese como sustrato el sentido de solidaridad y los valores milenarios de la cultura quechua.

Es decir que iba en la línea del propio Mariátegui: un país cuya modernidad se sostuviese en su originaria cultura andina. Arguedas, de manera semejante al Amauta, aunque con diverso derrotero político, también estaba planteando peruanizar el Perú hacia mediados del siglo XX. Tarea, como nos consta a diario, aún pendiente. De ahí que Los Zorros comience, por decisión de su autor, con aquel célebre discurso donde recusa uno de los graves problemas para un mestizaje peruano cabal y democrático. El principal problema para tal utopía democratizante está en las fallas estructurales de la historia peruana, y en lo que eso implica a nivel social, cultural y, en general, en el imaginario de los propios peruanos, escindidos en su mayoría en dolorosas problemáticas de racismo, maltrato, exclusión y discriminaciones varias que validan y reproducen, es lo más duro, consigo mismos y con otros semejantes.[8] En correspondencia con dicha historia de segregación contra todo lo que no fuese criollo-costeño y occidentalizante, la migración interna peruana, ese gran tema de Arguedas, queda atravesada por lo que el escritor recusa desde las primeras páginas de Los Zorros: aculturarse, negar vergonzantemente las propias raíces y, como dijo alguna vez Mario Vargas Llosa, propiciar que el país se convierta en la Suiza de América (o cualquier otra cosa tan eurocéntrica y homogeneizadora como esta).[9]

Arguedas quiere un Perú moderno, y aquí no se trata de inventarle nada. Simplemente que, al leerlo con atención, el apelativo de ‘utopista arcaico’ que le endilgó el novelista del Nobel en su ensayo, La utopía arcaica, José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, queda sin sentido.[10]

Una posición divergente la plantea uno de los más serios e incitantes críticos arguedianos como Martin Lienhard (1990), quien concibe a Arguedas como un innovador del género novelístico en Latinoamérica, a la vez que a un hombre con ideas de modernización muy claras y diferentes respecto del proyecto neoliberal:

“Ese intento de destrucción [en Los Zorros] de las estructuras novelescas clásicas de origen europeo o norteamericano mediante la contribución de antiguas (y modernas) tradiciones orales y colectivas, supera ampliamente el marco de la experimentación de nuevas formas narrativas importadas y cobra, dentro de la coyuntura política que vive el Perú en los años sesenta, un valor alegórico evidente: la lucha literaria total contra el invasor y por la emancipación cultural nacional prefigura la lucha de liberación en el campo decisivo, económico y político” (32).

Asimismo, y de forma coincidente con quienes han visto algo semejante en el pensamiento de Mariátegui, véase la asociación que expone entre la China de Mao (años 50-60) y el autor de Los ríos profundos: “La referencia a una China que combina los elementos de su antigua civilización con el aporte de la ‘modernidad’, está completamente dentro de la línea de pensamiento de Arguedas. China constituía para él un modelo de lo que podía hacerse en el Perú” (Lienhard: 152).

Lo anterior cobra mayor sentido si consideramos que Los Zorros se gestó al calor de los años 60, donde la América subalterna –para usar un término de moda– insurgía por doquier, inspirándose en batallas antiimperialistas como la guerra de Vietnam, o el triunfo de la revolución cubana en las propias narices del Imperio. No se vea en estas palabras una injusta y fácil generalización antinorteamericana. En el propio corazón del capitalismo yanqui brotaron, esos años, movimientos críticos y contraculturales diversos, de los cuales el más mediático fue el jipismo, que en sus vertientes más politizadas y teóricas adquirió bríos francamente cuestionadores del poder y la gran propiedad en dicha sociedad.[11] Y en Los Zorros, con todo su espíritu antiimperialista (dentro de lo cual destaco las exhortaciones de ese inmenso personaje, tan peruano y popular en su lúcida locura, que es Moncada), uno de los que cierra la novela es el norteamericano Maxwell, encarnando la posibilidad de síntesis dialéctica entre el occidente modernizante, y el amor y reivindicación de la historia quechua, ya que el propio gringo Maxwell aprendió a respetarla y sobre todo a unirse con ella. Símbolo del desgarro vivido por Arguedas, sin embargo, este personaje-posibilidad queda trunco por su asesinato, degollado por el Mudo, en simbólica alusión a los problemas para que la utopía se hiciese tangible –y audible– en la realidad concreta del Perú en la segunda mitad del siglo XX.

Es una de las razones, entre varias otras, que explica el título y final nihilistas (muy al estilo francés, dicho sea de paso) del citado estudio de Roland Forgues. Este considera que, con Los Zorros, José María no ve camino para su utopía en una realidad gobernada por el caos, aculturada, de capitalismo reificante y salvaje. Pero también podríamos ver esta novela como una suerte de epígono narrativo respecto de la agonía final del proyecto capitalista, en tanto mitificación modernizante y democratizadora en países como el Perú. Quizá sea esto, más bien, lo que naufraga en la realidad concreta, y que la última novela de Arguedas pone en escena. De cualquier manera, es irrecusable el desorden tanto en la realidad social como en su recreación literaria, que cobra su mejor expresión en el lenguaje estallado del relato. Un desorden que es contrario a la calma chicha que conviene al poder dominante, y que precede, bajo los cielos tormentosos de aquel Chimbote-país, la tempestad social, la que anuncia un nuevo tiempo a nivel interno e internacional, como más directamente señala el autor, por ejemplo, en sus diarios.

Dice Roland Forgues:

“Si en el momento de la elaboración de los primeros trabajos el escritor parece haber elegido francamente la vía revolucionaria, a partir de Yawar fiesta asistimos ya a un evidente desvío hacia el camino reformista que sigue hasta Todas las sangres, es decir, hasta el día en que el escritor se da cuenta de que esa vía conduce a un callejón sin salida. Por eso trata de volver a sus primeras opciones, sin lograrlo verdaderamente. El zorro de arriba y el zorro de abajo muestra, efectivamente, cuán doloroso es el derrumbamiento de un ideal que uno ha buscado durante unos treinta y cinco años. De modo que podemos preguntarnos si el novelista no ha pecado, en el mensaje de su obra, por exceso de generosidad, de entusiasmo y de humanismo” (Forgues ob. cit.: 430).

A esta visión del reconocido académico francés, opongamos una posición diferente –que hago mía en el presente trabajo– como la del escritor y crítico Julio Ortega (2006), quien, no está demás el dato, proviene del departamento de Ancash, del que Chimbote es su puerto más importante: “Es evidente que [Arguedas, en Los Zorros] se rehúsa al escepticismo y al nihilismo, y que asume su vida y su obra como partes de un proceso de articulación cultural, donde la celebración del diálogo es redentora. Toda la novela es un extraordinario esfuerzo por darle sentido a una vida agonizante y a una muerte vivificante”. Y también: “Por eso, Chimbote se le aparece al autor como un formidable laboratorio humano, tan infernal y terrestre como sobrenatural y utópico” (Ortega: 85 y 90, respectivamente).


3.

Como estamos abordando una novela, resulta esencial centrarse en su lenguaje; el lenguaje que, una vez más, creó José María para sus personajes, para expresar esa realidad hirviente chimbotana-peruana-latinoamericana-tropical-andina; ese lenguaje fusión que el propio autor denominó como “amamarrachado”, no sin cierta ironía. Pero es justamente en los bordes de un español tradicional, académico o academicista, donde ilumina la proeza verbal de Arguedas. Y en Los Zorros menos aún podía sustraerse a dicha tarea, ya que, como dije, Chimbote era el ombligo de la migración peruana de la sierra a la costa en aquel entonces, donde los migrantes buscaban lo que suele buscar la mayoría de ellos: dinero, prosperidad, otra vida diferente a la que se deja atrás. En ese horno social se mezclaban las lenguas, tal un Babel peruano. Y es ese caos, social y verbal (que puso al límite no solo el poder expresivo del novelista, sino la capacidad comprensiva de los potenciales lectores de su relato: véanse nuestras notas 20 y 21), el que Arguedas contrapuso a la claridad mental y lengua menos violenta, más poética, de algunos personajes que simbolizan el re-ordenamiento del universo dentro del proceso generalizado de aculturación que viven los migrantes.[12]

En esta obra, el zorro de arriba (representante, en la narración, del mundo andino, dejado por los migrantes) entiende con dificultad lo que narra el zorro de abajo (que representa el mundo de la costa, incluida la narración del autor situada en una ciudad portuaria), paradójicamente, porque el lenguaje empleado es “preciso”, y así lo dice: “La palabra es más precisa y por eso puede confundir” (48). Cuando, en el relato, el narrador procura describir con cierto realismo el Perú en trance de modernización capitalista, mediante la experiencia chimbotana, lo hace con un español que trata de categorizar los elementos y personajes de dicho proceso. En cambio, lo que parece sugerir el zorro de arriba es que en la concepción y lengua quechuas no se precisa limitar de este modo las cosas, porque el pensamiento mítico-mágico es integrador, metafórico, y no desmenuza la realidad para comprenderla: “EL ZORRO DE ARRIBA: Sí, el canto de esos patos es grueso, como de ave grande: el silencio y la sombra de las montañas lo convierte en música que se hunde en cuanto hay” (48).

De tal manera que en este diálogo se expresa la contradicción central entre dos lógicas e influencias: la que proviene –mixturada y adaptada– de la herencia occidental, mediante el castellano, y la del múltiple universo andino, mediante el quechua. Lo que aparece en Los Zorros es que ambas vertientes son el Perú; pero que, en la línea de lo ya afirmado, serán los valores de la cultura andina los que (re)ordenen el proceso de modernización capitalista en beneficio de la mayoría, sino de todos. De ahí que alguien central en la vida de José María fue don Felipe Maywa, el indio que desde su infancia encarnó la sabiduría. Su carácter y presencia son evocados como inspirando este Perú en camino. De ahí también que un personaje híbrido, entre divinidad serrana, con rasgos de zorro, y ser humano, como “don Diego”, logre con sus poderes (poderes culturales, cabe precisar) exorcizar el alma y el recuerdo de varios personajes que, en la novela, representan lo de abajo, la costa.[13]


4.

A continuación, propongo algunos temas centrales, en Los Zorros, que aquí no desarrollo in extenso, y solo marco para extraer elementos que nos vayan revelando en qué consiste la otra modernidad y el socialismo peruano en José María Arguedas. Asimismo, dejo sentado que articularé libremente afirmaciones mías con algunas de otros autores citados en la bibliografía, y que solo cuando es cita directa menciono la fuente. Procedo de tal modo para contribuir a la agilidad en la lectura de este trabajo.

 

TEMA1-LA NATURA. En la novela, el universo de elementos quechuas entra en descomposición por la ganancia compulsiva de dinero. Y la naturaleza entra también en tal estado de descomposición: el mar, por ejemplo, es una gran “concha que exige pincho” (30). El propio cuerpo se corrompe, en los prostíbulos y las borracheras agresivas de los pescadores. Y lo que va unida a la descomposición, como no podía ser de otra manera, es la relación interpersonal entre los diversos personajes del relato. Las anchovetas extraídas del mar apestan. Como apesta el puterío y el paisaje social en creciente deterioro. Lo interesante a destacar es que esta descomposición del paisaje natural y social va de la mano con la riqueza económica de aquel Chimbote. Quizá esto nos resuena a nuestros días, en que los índices macroeconómicos están reconocidos (casi digo relamidos) internacionalmente, pero corresponden a un país donde el tejido mafioso del poder económico y político, desde arriba, impide que exista una distribución justa de dicha riqueza, generada socialmente, desde abajo. Aquí los zorros de arriba y de abajo cobran antagónicos sellos de clase. Ahora, también, el gran capital sigue destruyendo(nos), sigue haciendo polvo (que no harina de pescado) simultáneamente nuestros lazos sociales y de futuro como colectividad.[14] Y no actuar contra eso es, para decirlo en palabras del “Loco” Moncada, “pura huevadez homilde” (141). Hoy también, aquí y ahora, como en el Chimbote de los años 60, el dinero apesta a mierda. En esa ciudad aún quedan algunos dichos populares, quizá inventados para paliar en algo la tristeza: cuando el aire huele mal, dicen los habitantes del puerto, significa que hay dinero. Pero así lo hubiese, que ya no lo hay por la pesca (pero sí por el canon minero, que es otra historia, incluyendo a capos asesinados en plena carretera), esa pestilencia, como narra el relato arguediano, estaba y está simbolizando la recomposición del alma del pueblo peruano, y más exactamente del pueblo andino migrante peruano que se acultura en su búsqueda de riqueza en el estómago de la ballena y sus usinas capitalistas. El riesgo de perder el alma en este otro sendero (parafraseando el título del marketeado opus del economista-populista Hernando de Soto) es algo que acecha siempre: perderla en el sentido de extraviarla, y también de muerte, en relación a la utopía arguediana aludida desde la segunda parte de este ensayo.

Al respecto del tipo de modernización imperante y la valoración ético-política de Arguedas sobre el capitalismo, en tanto modelo social, cabe considerar el acápite “Valor temático-estructural de la esfera de lo económico” del capítulo V del libro de José Alberto Portugal (2011). En esta parte, el autor se aboca a un análisis en paralelo entre Todas las sangres y Los Zorros: obras que corresponden al tramo final, creativo y vital, de Arguedas; y llega a una conclusión que, desde nuestra perspectiva de análisis, no compartimos:

“[L]a metáfora del ‘hervor’ le parecerá a Arguedas tan apta para caracterizar tanto el proceso social como el de la escritura. Y la homología se intensifica si consideramos que, además, en ambos (en la escritura y el proceso social) se produce el encuentro de las esferas de lo antiguo y lo moderno.

[…] La presencia de los zorros (que en el mito se comunican el saber sobre las causas de la enfermedad y también su remedio, en un dialogo que el héroe entreoye y entrevé en sueños) funciona como alusión al enigma y resolución del proceso de la sociedad actual: la modernización como enfermedad o plaga. Es también la cifra del proyecto novelístico en el que el autor vislumbra el dialogo de su época” (356).

Lo expresado por Portugal recae sobre la modernización capitalista en la segunda mitad del s. XX en el Perú. Mas no es el único proyecto modernizador operante ni en la realidad ni en la obra arguediana. Aun con todos sus aportes, la interesante y sistemática investigación citada no da el siguiente paso para situar el trabajo literario de José María Arguedas en las coordenadas políticas de prefigurar una modernización de otro tipo, lo cual es una tesis central en el presente ensayo.

Por su parte, Alberto Escobar (1984) ha diseccionado, con fino análisis estilístico, las claves etnoliterarias de Los Zorros, y afirma que

“Entre el mundo figuratizado en 1935 y el correspondiente a la última novela de Arguedas, hay la misma diferencia que se puede observar entre el horizonte rural o campesino o andino y una ciudad sujeta al violento impacto de la inmigración. Como decía Ribeyro (1976: 85), para Arguedas la aldea serrana era una arcadia y tal imagen, con pequeñas variantes, se avista desde los relatos de Agua; en cambio, la situación en El zorro de arriba y el zorro de abajo plantea otra noción del espacio. Es obvio que la visión eglógica del paisaje andino y la relación del hombre con la naturaleza han cambiado profundamente; y, por lo pronto, puede proponerse que la arcadia ha sido trizada en el horizonte de Chimbote, inserto en una mecánica mundial” (230).

Escobar cierra su ensayo con la siguiente conclusión que, además de coincidir con Antonio Cornejo Polar (como se aprecia al final de nuestro cuarto acápite), inserta Los Zorros “en el marco de la historia social” (14); la cual da pie a algunos de los desarrollos planteados en este trabajo:

“La puesta en relación del puerto con el Perú entero es levantar la novela al rol de texto de cultura, en el sentido de Lotman, es decir, reconocer su dimensión universal. En la medida que este texto significa una forma de entender el pasado social y asumirlo como una herencia colectiva, no hay duda que Arguedas impone un signo al mundo representado en la novela. Y esto coincide con la ilusión del fin personal y el comienzo de otro ciclo histórico, que al mismo tiempo une el rechazo a los falsos dioses, incluido el dios vindicador, y condena a los fabricantes de ‘verdades’ falsas. El tiempo que empieza reúne al Dios liberador y a la era que elimina las barreras que hacen a unos hombres víctimas de otros, y por eso es posible leer el discurso político ligado al discurso narrativo” (233).

Pareciera, en cambio, que Vargas Llosa hubiese tomado como punto de partida la anterior afirmación de Escobar acerca de la aldea serrana como arcadia, pero para reubicarla en una estrecha concepción indigenista alejada de cualquier conexión y comprensión de la realidad contemporánea.[15]

 

TEMA2-LA MUJER. El segundo asunto es acerca de la mujer. Si, como sabemos, la mujer tenía en la imaginación de José María una representación, esta vez sí idealizada, como fruto de la difícil armonía y abrigo que vivió en su infancia, ha de haber sido complicado, por decir lo menos, ver a esa misma mujer indígena quechua sometida a la explotación y maltratos que imponía el capitalismo salvaje en aquel far west cholo que fue el Chimbote de los 60. Sabemos de las contradicciones que tuvo en relación con la sexualidad y el cuerpo de la mujer. Debido a lo cual, casi solo pudo disfrutar plenamente del coito al apartar de su mente la imagen de mujer-madre, o mujer-hermana, como fue el caso, declarado por él, en su relación con prostitutas. Esto explica, también, que Arguedas haya estado alerta al maltrato que sufría la mujer –y, en general, lo femenino, que no necesariamente es lo mismo– en la ciudad que inspiraba su última obra. Para decirlo rápido, si el capital convertía lo que tocaba en puterío, y en esa suerte de prostibulización de una ciudad, y de un país como el Perú, las mujeres proletarias y lumpen proletarias son la parte débil de la cadena (por su doble condición subalterna: ante el patriarcado y ante el capital), la pregunta clave es ¿qué está simbolizando el maltrato a la mujer y lo femenino en el deterioro-país retratado en Los Zorros?

Si la mujer es símbolo del nacimiento, la tierra y la fertilidad, especialmente en culturas agrícolas como la andina, podemos colegir que dicho maltrato puede representar algo autodestructivo contra las fuerzas regeneradoras y de afirmación del horizonte histórico peruano. Es decir, que el capitalismo salvaje novelado en Los Zorros ha enloquecido a una sociedad, al punto de empujarla hacia su propia destrucción como tal, en lugar de servir como palanca de progreso para todos. La promesa de fundar una próspera urbe se troca y revela, de este modo, en la pesadilla de una vieja ubre dentada. Quien dude de este aserto, solo tiene que empezar a mirar el avasallado mar de Chimbote, y poner oídos atentos al (mal) trato cotidiano contra lo femenino en dicha ciudad, para empezar a ver el sentido global de lo afirmado. Y aclaro que cuando aquí se cita a una ciudad peruana como esa, estamos proyectando las conclusiones provisorias al conjunto de la sociedad peruana, en tanto caractericé a Chimbote como ombligo de la migración y, por eso, un símbolo de la nación y sus brechas desde aquellos años del llamado ‘boom’ de la pesca hasta el presente.[16]

Sobre estos asuntos, la tesis de Miguel de Azambuja (1983) es un pionero esfuerzo de abordar, desde el marco metodológico del psicoanálisis (en una variante como la psicocrítica y apoyándose en otras disciplinas), la obra narrativa de Arguedas en relación a algunos aspectos sobre la sexualidad. Asimismo, cuando se aboca al análisis del corpus seleccionado (“ocho fragmentos textuales de la obra narrativa arguediana, a los que denominamos escenas dramáticas”, 104), leemos lo siguiente:

“[N]o nos parece aventurado suponer en los textos, y por ende en Arguedas, la existencia de una fantasía inconsciente de tipo incestuoso. Estamos en un punto clave: si bien la interpretación [psicoanalítico-literaria] profundiza en el drama personal de Arguedas, creemos que este puede y debe ser leído con la resonancia cultural que despliega. La pregunta del incesto es la pregunta de la cultura […]. Las escenas que estamos analizando no solo convocan el drama del individuo José María Arguedas, sino el drama de una cultura que se pregunta por sus orígenes” (68, énfasis mío).

TEMA3-EL LOCO MONCADA. Un personaje central, sin que haya solo uno en esta novela (lo que lleva a Martin Lienhard a decir que se trata de un canto polifónico, un relato de muchas voces que rompe con el protagonismo individual que opera aun en las novelas más vanguardistas del canon occidental), es el célebre y ya mencionado “loco” Moncada. Lo elijo como representativo de esta narración, y caracterizo de “célebre”, no solo porque sigue siendo recordado por la mayoría de chimbotanos de varias generaciones, sino también porque me parece que, en su carácter y discurso fluidamente dislocado (o al revés), da una muy eficaz entrada al lector acerca de la estructura, concepto y lenguaje predominantes en Los Zorros. Por todo lo cual, este personaje, en su riqueza plástica y densidad significativa, ha trascendido en la novelística arguediana.

El “loco” Moncada fue el apelativo popular de Ciriaco Moncada, excéntrico individuo que realmente existió y trajinaba las principales calles del Chimbote de aquellos años, como otras personas a las que Arguedas entrevistó en el complejo proceso de composición de su obra (lo cual agrega otro elemento para la interpretación biografista que señalé sobre Los Zorros). Moncada es una suerte de Ariadna alucinada que arrastra el hilo, o su cruz, para salir de la cueva, o Chimbote, en que el Minotauro, o el capitalismo salvaje, convirtió esa pujante ciudad.[17] Ese capitalismo que es símbolo de muerte, y donde aparecen, como sus responsables principales, empresarios nativos y extranjeros, sobre todo norteamericanos, diversas autoridades, y también la jefatura de la Iglesia católica y los grupos evangélicos, según reza el canto o predicación callejera del “loco” Moncada.

Casi al comienzo del capítulo II, llega este al mercado de la Esperanza Baja (ojo con el nombre de este barrio), al mediodía, y dice el narrador: “Decenas de restaurantes se cobijaban en el laberinto techado [del mercado]. Allí tomaban el almuerzo-desayuno miles de gentes”. Destaquemos la imagen correspondiente al mercado, este símbolo inequívoco del capital: “laberinto techado”. En ese laberinto se instala el “loco” Moncada, y con él su hilo de palabras, para protagonizar uno de los pasajes más hilarantes, y de mayor sentido crítico, de la novela: una suerte de misa sacrificial donde un gallo ha reemplazado al cuerpo de Cristo, y su sangre a la sangre del Mesías, rito cristiano zoomorfizado (como en esos cuadros de la escuela cuzqueña, donde en vez del pan se sirve un cuy en la última cena). En ese reciclaje popular e irónico de la principal liturgia católica, en la que a todas luces Moncada no cree, articula una de sus peroratas lúcidas y abigarradas, donde enjuicia a personajes representantes del capitalismo asesino (Braschi), a sus aliados religiosos (“los curas extranjeros que andan en jeep”) o laicos, como los dirigentes pesqueros corruptos, que se aferran al poderoso Sindicato de Pescadores (“Batalla, venganza, océano pacífico, mafias!”, grita Moncada: 56). Y en todo ese discurso arroja –porque sus palabras son, como bien expresa Ernesto en Los ríos profundos, “piedra de sangre hirviente”– esta imagen: “la locomotora mata con inocencia, amigos”. Si, como se dijo, todo el español motoso y roto de los migrantes (no solo de los andinos, sino también de los extranjeros que llegan sin dominarlo, como los curas yanquis, por ejemplo) se ha “amamarrachado”, esto es también porque el alma de la gente se ha hecho pedazos en este proceso modernizador, donde la maquinaria que lo simboliza “mata con inocencia”: es decir, con la ley y las autoridades (incluidas sus fuerzas represivas) de su parte. Algo de lo que los proletarios, que abundan en esta novela, carecen. Un nuevo Perú está naciendo; pero, como se aprecia en cada intervención de Moncada, descendiente, pobre y marginalizado del ex presidente peruano, el general Orbegoso y Moncada, se trata de un parto en crisis, en caos, que en el grito expresionista del loco más cuerdo cobra vida y se expresa sin cortapisas. He ahí lo esencial de este memorable personaje.[18]

Para Antonio Cornejo Polar (1997: 253-257), esta voz tiene la relevancia de ser la del “único testigo posible”, en tanto en él recae el mayor sentido de Los Zorros en términos de narrar, y expresar, un país viable o no. En nuestro sexto tema, volveremos sobre este aspecto.

 


TEMA4-ARGUEDAS Y LA VIOLENCIA. Si la pesca trae riqueza, al ser esta dilapidada por la masa de trabajadores en el juego, las borracheras y los prostíbulos (cumpliéndose la estrategia para mantener a todos sujetos en la pobreza, como quiere la mafia que trabaja para Braschi y el capital transnacional, del que aquel es su símbolo novelístico tan reconocible como ubicuo), ella misma trae aparejada la pobreza de una urbe que, bajo el capitalismo, se empobrece más y más, como queda dicho, incluso acabando con los recursos que proporciona la naturaleza: para el caso, el rico mar chimbotano, que ya fue. Una serie de pasajes y paisajes narrativos muestran lo anterior: barriadas que se multiplican con sus casuchas endebles a la espera de cualquier tsunami que las aplaste sin avisar, los mercados de y para pobres, el cementerio para pobres construido en “la parte deshabitada del arenal” (63), la abundancia de las moscas: todo, en fin, retrata una urbe con múltiples carencias y miseria. El dinero representa la riqueza que se extrae y se exporta, no la que se reconvierte para la prosperidad de quienes la han producido. En Los Zorros, se ve clara la contradicción capital-trabajo.

Cuando en el capítulo III, el empresario pesquero don Ángel le cuenta a don Diego –zorro antropomorfizado que prácticamente lo exorciza y hace hablar más de lo prudente–[19] acerca de la huelga de pescadores, con el apoyo de los obreros de la fundición de acero en Chimbote, y que bloquearon la carretera Panamericana, dice don Ángel que “Los pescadores en vez de acobardarse (ante la cruenta represión policial) se encojonaron; los líderes convirtieron la amargura en pólvora” (89). Y añade que, cuando la Guardia Civil mató a algunos huelguistas, se hizo una romería que culminó con los cadáveres en sus ataúdes detenidos frente al cuartel de la GC. De madrugada, la policía salió a reprimir, pero al correrse el rumor de que “los ataúdes estaban llenos de dinamita” (90) dio media vuelta y se cerraron las puertas del cuartel.

Poco más adelante, don Diego inquiere a su interlocutor acerca de cómo ve “el panorama en conjunto” (92). A lo que don Ángel responde dibujando un diagrama, a la manera de la cadena del poder que dibuja Vallejo en su famoso cuento proletario “Paco Yunque”.[20]

En el diagrama que dibuja don Ángel, mientras le dice a don Diego “Siga mi mano y oiga mis palabras” (que evoca el vallejiano verso “escribir en el aire”, del poema Pedro Rojas), traza un rostro (el Perú) con diez huevos que lo intersectan; siete son blancos, y simbolizan las patas del poder dominante: la industria, Estados Unidos, el gobierno peruano, la ignorancia del pueblo peruano, etcétera, mientras que los otros tres son rojos: Juan XXIII (es decir, el sector progresista de aquel entonces en la Iglesia), el comunismo y “la rabia lúcida o tuerta de una partecita del pueblo peruano” (92). Al instante, don Ángel concluye sardónico que “este mapa no va a variar en jamás de los jamases en contra del capital sino a favor”, y culmina riéndose, burlándose de cualquier aspiración revolucionaria. Sin embargo, el zorro de arriba metamorfoseado en hombre, don Diego, coge el guante y ahí mismo empieza a danzar invocando una risa fuerte “como de un cuerpo alumbrado que salga, como la liendre de la pancita del piojo, como el huevo de sapo que ha de ser oqllo negro con rabo de cometa… ¡Que salga, que salga!” (93). Y con su danza arrasa con la risa chacotera del empresario. En las citadas palabras de don Diego, puede apreciarse que su lenguaje, con sustrato quechua, es el poder de la sierra, mas yuxtapuesto al poder proletario del relato reciente sobre la huelga de pescadores y metalúrgicos. En esta parte se retrata bastante bien la tesis que la modernización según Arguedas no solo es viable y necesaria en un país como el Perú, sino que ella ha de tener una orientación socialista con base principal en la cultura andina, como también pensaba el Amauta.[21]

Para reforzar tal interpretación y posición, evoco brevemente otro momento, resaltando que el baile ritual es también un elemento característico de la tradición andina. Inspirado por la yunsa serrana de Cajabamba (de donde proviene don Ángel), que luego danzará Diego, aquel recita un canto donde se desmitifica y se demistifica (neologismo de Forgues: es decir, contra los mistis o señores) la historia del puerto –y con ella, la del Perú contemporáneo–. De este modo, el empresario pesquero se reconcilia, momentáneamente, con su pasado serrano, y a continuación invita a Diego a recorrer la fábrica. Lo cual nos informa de esta suerte de ósmosis entre ambos mundos contrapuestos a lo largo de la novela. Mientras le va explicando el funcionamiento de la fábrica, su proceso industrial, el zorro Diego baila nuevamente, casi sin moverse del mismo lugar, celebrando la compleja tecnología puesta al servicio de la elaboración de la harina de pescado. Entonces, los obreros palmean al unísono, “y el cuerpo de don Ángel, desde ese momento cambió algo su música que ya no era oída hacia afuera sino hacia dentro, del aire hacia el interior del cuerpo, porque en el silencio de la galería solo el palmotear de los cholos se escuchaba” (104). (Este pasaje, en libre asociación, me evoca el patio con indios pobres que escuchan azorados el sueño reivindicador que narra el más miserable de ellos, en el relato “El sueño del pongo”; con la diferencia de que en esta ocasión el pongo se ha mutado en zorro mítico y poderoso, y que en vez de contar con palabras un sueño, lo baila. Pero la utopía arguediana del cambio social está intacta y expresada bajo otras formas novelescas).

De esta manera, se hace evidente el aire de familia entre los obreros migrantes andinos que mueven la fábrica y don Diego, personaje proveniente de la mitología quechua, trasmutado en un hombre de la costa. Al mismo tiempo, se establece entre ellos otros vínculos, además del étnico: el vínculo de clase, al bailar y no condenar la industrialización, de la mano de sus hermanos obreros migrantes. Y se yerguen, sobre dicho modelo de industrialización, los rasgos resaltantes de la cultura andina, para que el trabajo, en vez de cosificar, se reconvierta en lo que tradicionalmente fue en la comunidad quechua: motivo de celebración en tanto quehacer y disfrute colectivo. Desde Diego, cabe remarcar a propósito de lo anterior, en todo este capítulo emana un aura de luz que regenera, que sana, contra la bestialización generalizada a la que somete el capitalismo depredador. Luz que es energía regeneradora, y que reintegra incluso al propio empresario serrano don Ángel. Como también hace, por ejemplo, la guitarra del ciego Crispín cuando toca en el mercado y todos lo rodean por horas. La danza, la música, los mitos: todo lo que proviene de esa cultura abandonada en el Chimbote de aquellos años es, según Los Zorros y según el proyecto general de Arguedas en su obra, lo único que puede reorientar la modernización del Perú en términos sociales y verdaderamente democráticos. No hay, entonces, ninguna melancolía arcaica o pasadista, ni un idealismo trasnochado hacia el retorno del Tahuantinsuyo. Para él, y según se aprecia en Los Zorros, el futuro país tendrá sello de clase: será proletario o no será.

Y este camino no es necesariamente un camino pacífico, sin alteraciones violentas, sin muertos caídos en el fragor de la lucha contra el poder dominante. El capítulo se cierra con una escena que sintetiza en clave alegórica lo anterior. Ambos personajes van, por insistencia de don Ángel, al night club del Gato Negro, donde baila la afamada desnudista “La Caprichosa”. En jeep, cruzan barriadas y algunas fábricas donde pernocta una fila de hombres para trabajar a destajo: signo de la carencia y el empleo precario en el entonces primer puerto pesquero del mundo. Finalmente, llegan al espectáculo cuando la bailarina terminaba de quitarse la última prenda. Entonces, un personaje lisiado, “el Tarta” –de tartamudo–, se cuela en el escenario y le ofrece “cin-cin-cinco mil soles….p-p-por un beso…..en la-la-la-chu-chu-meca. A-ahorita” (108). Lo cual se cumple en una escena tan breve como grotescamente sensual, por cierto, delante de todos. Esa lengua herida hizo lo que nadie se atrevía a hacer (ni ser). De pronto, en medio de la oscuridad, misteriosamente imposible de ser alumbrada con las luces, el Tarta es jalado por “una mano áspera y angosta”, que en el marco de la escena se adivina que es el zorro-hombre Diego. Y, al igual que hizo con don Ángel, se le mete en el alma al Tarta, desde donde hablan al mismo tiempo ambos personajes. Empieza el Tarta, quien se expresa por primera vez sin obstáculos: “¿O yo soy tú y por eso no tartamudeo? Nadie hace lo que he hecho yo con solo cinco mil soles en el puño. Nadie, amigo Tarta, entre esas fieras y con la más desnaturalizada fiera. Eso se hace cuando hay fuego en el corazón, fuego de vida, aunque revuelta, como la de ese hongo maldito de humo rosado que se eleva en Chimbote, que sí es una chucha en la que estoy metido hasta el cuello pero sin pudrirme. Vida entre los cholos disparejos, criollos chaveteros y chimpancés internacionales chupadores de toda sangre, de mar, aire y tierra, amigo, amigo Tarta. Cuídese de Ángel Rincón. Es el oído de los chimpancés. Usted no necesita que yo me despida. Yo soy el Tarta” (109).

El pasaje es sumamente elocuente para muchos asuntos que he afirmado hasta aquí, sobre la realidad social y económica, sobre la mujer y el sexo, entre otros; pero quiero remarcar, en este acápite sobre la violencia en la poética de Arguedas, ese “fuego de vida” que hace vencer, a un personaje dostoievskiano y vencido como el Tarta, y que hace que quien lo posea no se pudra aunque esté metido hasta el fondo de esa cueva fétida que funda el capitalismo en Chimbote. Cómo hubiésemos deseado que ese mismo fuego vital inundara, en su momento más difícil, a José María, su herido corazón y su mente, para que su disparo apuntase en otra dirección que no fuese a sí mismo. Las palabras finales de la cita última muestran claramente, si aún quedaban dudas, cuál es la posición y cuál la adhesión de un personaje tan central como el zorro Diego. Y estamos hablando también, por extensión legítima y merecida, del corazón, huevo rojo creciente, huevo blanco menguante, de José María Arguedas: Chimbote-Lima 2 de diciembre 1969.

Cornejo Polar (1997) ha subrayado, en medio del drama, el tono esperanzador y transformador-utopista, en el sentido positivo del término, de Arguedas y su obra (algo que retomará Mabel Moraña -2013- al vincular la violencia con la ternura en la obra arguediana):

El zorro… es, así, el pavoroso testimonio del aniquilamiento total. El lenguaje y el hombre se destruyen, y se destruyen también –como se ha visto– el sentido de la historia y el sentido de la realidad –ahora solo materia incomprensible–. Es el vacío. Sobre él queda flotando, sin embargo, como chispa final de la terca fe de Arguedas, una última palabra que trata de instaurar el futuro de un mundo destruido: Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él representa. Es el filo de los tiempos” (266).

 


TEMA5-¿CAMISA, BANDERA O HERVOR? A propósito de aquella chispa y color rojo, en una escena en el mercado de Bolívar Alto hacia el final del capítulo IV, mientras el ya referido ciego Crispín toca la guitarra con temas serranos y, como de costumbre, embelesaba a la espontánea audiencia de trabajadores que alrededor suyo se congregan, aparece otro personaje emblemático de esta novela, don Esteban (ex minero y ahora vendedor de helados, que está casado con Jesusa quien consiguió un puesto de ventas en el mercado). Ve a “Un hombre muy bajo […] y pernicorto, de gorrita, [que] escuchaba a Crispín de un modo extraño, como si él le estuviera transmitiendo la melodía al músico” (139). Se trata, sin duda, de Diego, que al igual que en otros pasajes transmite vida, restaura y alumbra a los migrantes perdidos en trabajos enajenantes. Entre el arenal y la pobreza urbana de Chimbote, don Esteban, este enfermo minero que puede dialogar de tú a tú con su compadre, el loco Moncada, tratando acerca de la vida, del pasado, el presente y el futuro, con mucha filosofía popular de por medio –en suerte de reactualización paródica del diálogo entre don Quijote y Sancho Panza–, se da cuenta de que entre él y el hombrecito “los dos fueron repitiendo los versos (en quechua) y moviendo los labios”.

He aquí que don Esteban, sintiéndose de pronto mejor de salud, escucha al personaje mítico que le conversa: “El tristeza en veces es candela; así, este canto guitarra del Crispín. Tú nunca triste, ¿no?”. Y don Esteban, como iluminado por la situación y esas palabras, le replica: “¡Cierto! Tú nunca vas a morir, oy bocón ¿por qué?”. Y reafirma de este modo la condición inmortal del mito que simboliza este personaje, y de la tradición quechua también, de la supervivencia de esa cultura, por encima y por debajo del dominio occidental en español (ahora, en inglés). Sucede que “El hombrecito le hizo un ademán afirmativo y salió de la rueda” (139). El personaje arquetípico sale, deja a la multitud, y trepa por la pampa, solo, médano arriba, tan empinado y movedizo que nadie lo había jamás trepado así de frente como él hizo, y arriba –todo lo ve asombrado don Esteban– danza. Danza de manera liberadora e iluminante, desde esa altura imposible de escalar, por encima del barrio chimbotano. Cómo no entender los significados alegóricos de la fabulación arguediana, con este personaje sorprendente, y observar algo central en esta poética: la consubstancializacion entre personajes y el entorno natural o urbano, cargando simbólicamente todo el relato. Por algo se afirma, y coincido, que Arguedas era en primer lugar un poeta. Un poeta quechua, quizá el primero en calidad, y que “como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y quechua” (palabras suyas al recibir el Premio Inca Garcilaso).

En medio de tal escena poderosa, marcando las jerarquías entre culturas y personajes, don Esteban ve que el zorro-hombre “En la cima se puso a danzar, así, a lo lejos. Su camisa roja se veía clarísima, girando sobre la blancura de la arena. Don Esteban le jaló el brazo a uno de los indios que palmeaban. ¡Mira, paisano, mira!, le dijo, y le señaló la cumbre del médano. ‘¡Ah, está; ramo de geranio es. Tú, hombre, carago, ves’, le contestó el paisano.” (139). Geranio de hierro.

Este final me evoca, una vez más, a la figura vallejiana de Pedro Rojas y su agonía, a su cuchara obrera, ese simbolizar a todos los combatientes del mundo. Y también me evocó el paisaje de los arenales ocupados por los migrantes serranos, en una ocupación masiva y de supervivencia: neocolonos desgarrados en múltiples problemas para la fundación de un nuevo hogar, entre sus luchas contra el sinfín de desalojos que tuvieron que enfrentar, y cómo muchas banderas rojas ondearon en esos arenales, al cercar y remover las ciudades, tal leemos en el poema “Tupac Amaru kamaq taytanchisman (haylli-taki) / A nuestro padre creador Túpac Amaru (himno-canción)”, de Arguedas.

Claro, algunos podrían pensar también que esa camisa roja del personaje mítico representa la de un demonio, uno de esos personajes de la mitología andina. Así parece revelar el ulterior diálogo entre don Esteban y su compadre Moncada, cuando le cuenta azorado lo que vio. Sin embargo, la siguiente escena de la novela parece conducirnos a otra ruta de interpretación, y me permite introducir el sexto tema.

TEMA6-“EL POBRE NO NECESITA CONSUELO”. Cuando ambos dialogan con Jesusa, la esposa de don Esteban, en su puesto del mercado, esta se halla con otra vendedora, doña Juliana, quien le recomienda hablar “con el Hermano” [pastor evangelista] para que se cure de los pulmones enfermos; a lo que Esteban le responde que si ni Dios oye para qué va a hablar con dicho Hermano. Al insistir las mujeres en la reconciliación piadosa, Moncada se impacienta y las encara desde una posición mundana y atea, y les dice que nada tiene que decir su compadre “a los cantores malagracias, ni tampoco a los curas yanquis o españoles. Peruanos creo ya no hay” (141). Y no solo recusa la religión cristiana católica, sino la creencia supersticiosa serrana: “El brujo serrano es pa’ los cojudos. Hoy mi compadre ha visto un mono rojo bailando en la punta de la Cruz de Hueso” (id.).

En verdad, la solución a los problemas, en el pensamiento Moncada, está en la senda agónica de ambos personajes, que son proletarios por extracción, por sus oficios, por su mala salud, por la educación callejera y por ese lenguaje abigarrado que sostienen, en representación de la pasión dolorosa de aquel pueblo migrante. De ahí que el color rojo observado en el acápite anterior lo interpreto como un símbolo de todo esto, antes que solo como el color de algún mundo trascendente. Las palabras finales de Moncada, en este diálogo con las mujeres, son elocuentes de la posición no solo suya sino, acorde con todo lo dicho, del propio Arguedas. Cuando doña Juliana insiste en llevarlos al pastor, para que sanen y canten, Moncada le responde: “Y todos nos convertiremos –le interrumpió el negro a doña Juliana– en pendejos cantores, pa’ que el humano se reconcilie de puro aburrido. ¡Ya compadre, Esteban de la Cruz! Arriba la salvación. Mundo sin Moncada y sin su compadre. ¡Nadita de pimienta! Pura huevadez ‘homilde’” (141).[22] No hay mejor pasaje para ilustrar lo dicho acerca de la reencarnación de los emblemáticos protagonistas cervantinos en una ciudad en trance dramático de surgir o demolerse. Como en la célebre novela de Cervantes, estos dos personajes (zorro de arriba, Esteban; zorro de abajo, Moncada) son la conciencia crítica contra el orden social imperante, que, como en el barroco español, está surcado por la mentira y la mascarada. Una conciencia crítica desmitificadora y demistificadora (como extiende el término Forgues), en tanto el mundo serrano quiere ser librado, mediante esta palabra vigorosa y vital, de la tradicional obediencia y sumisión de buena parte del mundo quechua al poderoso misti (señor).[23] José María jamás creyó en dicha conducta, y más bien criticaba los llantos lastimeros que ofrecían una imagen sumisa de la masa indígena. Los pasajes más poderosos de su vasta obra así lo expresan: en sus novelas, sus cuentos, sus poemas (véase lo dicho por Sybila Arredondo al comienzo de nuestro acápite 2). Esta misma novela final transcurre entre la quijotesca locura de Moncada y el bajo que le toca don Esteban, su interlocutor apellidado de la Cruz, como la cruz que carga su compadre: personajes sacrificiales, de carácter religioso pagano, hermanos proletarios por un mundo sin tristeza ni egoísmo, un mundo proyectado al futuro como utopía insobornable por las diversas trampas del poder.

Evocando a los grupos evangélicos que por entonces –y hoy también– pululaban en la ciudad, poco antes había dicho Moncada, montado en su cólera justa y radical: “Aquí en Chimbote, cientos de evangélicos de toda laya andan en las puras barriadas. ¿Por qué, compadre, no van a Buenos Aires, barrio de los cogotudos, al hotel Chimú, siquiera al Trapecio donde viven los patrones de lancha elegantosos? No me gusta, compadre. Que limpien con su Biblia el aire extranjero mandón sin ley de los patronazos. Que no estén cantando como pájaro disecado en las barriadas. El pobre no necesita consuelo… Pisar la tierra, compadre, sin miedo, sin miedo. Más firmeza toavía que usté y yo, qui’andamos foribondos ningunos sabemos bien pa’dónde” (128). Y es así que, como sucede entre Diego y don Ángel, uno se mete en el otro, y Moncada termina hablando como su compadre, en español motoso, influido por el quechua de Esteban, volviendo a ser unidad la dualidad. Ese mestizaje utópico que, al decir de algunos críticos, fue el ideal de Arguedas para el Perú. Sendos personajes que no se dejan seducir por el discurso hegemónico, ni en su variante religiosa (catolicismo, evangélicos, brujos) ni laica (cogotudos, patronazos, mafia, yanquis). Se trata, entonces, de una realidad que debe ser de los pobres, pero animada por su propio valor, por su propia condición humana, por su ciencia al servicio del progreso colectivo. Que no imite sino que tenga capacidad creativa. Como precisa Moncada, zorro de abajo: “el brujo sabe de la pesada del carbón qui’hay en el pulmón del minero. Del gringo y del gobierno, del voltiar el mundo, d’eso no conoce, sueña antiguallas. No le hagamos caso en cuanto al orden del ordenamiento universal nuevo mundo. Pero escupa usté” (133). Más claro no canta un gallo, ni su sangre.

Como afirma Esteban de su compadre mulato, con orgullo y lucidez, luego de meditar largamente en el mercado: “El pensamiento en deveras es cosa de Dios, no hace cansar cuerpo, más bien hace entrar fuerza. ¿Será porque pura rabia, pura venganza namás recuerdo, así con fuerza? ¡Me compadre, caray, me compadrito lindo! Mariposa mensajero. ¡Cierto! Mariposa negro hay. Lindo es mariposa negro, cuando aletea, mejor que tornasol, que amarillito” (130). Con este tornasol, torna luz, con este amarillito amarilleando, flor de retama, pasamos a la segunda parte de la novela y al último tema que propongo.

 


TEMA7-“ARDER POR DENTRO” / “APRENDER DE LOS VIEJOS PUEBLOS”. En el tercer diario, escrito en Chile, Arguedas reconoce haber entrado en mejor forma para la segunda parte de su relato, perfilando las voces dispersas que se entrecruzan en la primera parte. Recuerda también su recorrido por la costa sur del Perú, y sus polémicas y diálogos con algunos escritores latinoamericanos. En este diario, se describe una escena inolvidable, netamente arguediana, cuando en Arequipa siente renacer sus fuerzas creativas y conyugales, dialogando con un viejo pino de 120 mts de altura, el que, de manera semejante a la presencia del indio Felipe Maywa, y del mundo quechua con su antiguo silencio, le trasmite calma y vitalidad. Pero, dice Arguedas, que no le pidió fuerzas porque en ese momento se sentía bien. Termina el diario de forma atormentada, confesando que la energía lo abandona, y que todo debe terminar de una vez.

Así entramos a la segunda parte, en esta zozobra que nos transmite el autor, y para leer el último “hervor” –como él llama a sus capítulos– donde dialogan algunos personajes entre sí, consolidando mejor las líneas semánticas expuestas hasta el momento.[24] De todo ello, deseo centrarme en la visita del chanchero Gregorio Bazalar al cura gringo Cardozo, en la residencia y oficina de los curas norteamericanos en el barrio chimbotano Laderas del Norte. Cuando aquel llega, están otras dos visitas: el ex Cuerpo de Paz, el gringo Maxwell, que trabaja para el otro personaje allí presente, el albañil don Cecilio Ramírez. Bazalar es nuevo presidente de la barriada de San Pedro. La importancia de este personaje (que ya había aparecido, en todo su esplendor como líder popular, a mitad del capítulo II) se revela cuando llega el padre Cardozo a su oficina, y luego de los saludos respectivos empieza un diálogo cruzado bastante expresivo acerca de los significados contenidos en esta novela. La oficina estaba adornada con un retrato del Che Guevara, y, debajo, “un Cristo desigual pintado en una hoja grande de papel” (161). Se trata de un rostro de Cristo, pero, como dice el narrador, indianizado: otro símbolo del mestizaje. En su idioma híbrido y entrecortado, común a otros personajes vistos en esta novela, Bazalar explica al cura Cardozo que lo visita para que este, en tanto “influencia principal gran puerto industrial Chimbote”, interceda y lo haga respetar ante el Presidente de la Confederación de Barridas, el “repudiado cura Vizcardo”, que por intrigas y conciliábulos mafiosos no quiere reconocer su presidencia recién asumida. A Bazalar se le acusa de instigador comunista, lo que el chanchero niega de plano.

Al final del diálogo, se retira, y llega a su precaria vivienda en la barriada de San Pedro, donde vivía sin problemas con dos mujeres. “El hedor de los chanchos dominaba el ambiente de la casa de Bazalar” (171). Tal personaje es un líder barrial que inspira respeto en los vecinos de San Pedro, en buena medida, porque “a pesar de los motes no dejaba de imponerse porque lograba hacerse entender y respetar” (173). Su principal rival en la dirigencia del barrio fue Mancilla, a quien derrotó. Pero como la mayoría de los directivos de barriadas eran ladronzuelos como este, se aglutinaban en torno al corrupto cura Vizcardo, quien veía en Bazalar a alguien peligroso por honrado y ambicioso, y que, además, trataba bien a sus mujeres, que trabajaban con él en el negocio de chanchos. Es decir, se trata de un personaje fuera del poder constituido, alguien que encarna el espíritu comunal de la barriada: una suerte de chanchero fundador, como un Pizarro al revés, de los desposeídos y –citando a Franz Fanon– los condenados de la tierra, en aquel pedazo del planeta llamado Chimbote. Entre las páginas 174 y 176 se narra la historia de este personaje arquetípico, uno de los héroes populares arguedianos que bien ilustra su concepto de un nuevo Perú –lo cual empieza a germinar al crear un nuevo lenguaje y un nuevo tipo de novela–, donde lo individual se fusiona en lo comunal. Luego de que el narrador recuerda su historia como peón sin tierra “en el mundo de arriba”, y de cuando sirvió de empleado en una casa de ricachos en Lima, donde estudió en una escuela nocturna, afirma de Bazalar que ahora “estaba cargado, mejor que nunca, de energía y de convicciones ‘precisos’ en cuanto a las conveniencias del barrio y de las suyas propias que dependían de que él pudiera realizar las primeras, encabezando a esa ‘comonidad desganado’” (174).

Sigue la historia del gringo Maxwell, quien se reeducó uniéndose con el pueblo andino, al vivir en Puno, donde aprende el quechua, y asimismo a danzar bailes serranos y tocar el charango. Maxwell representa, una vez más, la unidad de la dualidad, el religamiento bajo una perspectiva modernizante y democratizadora. Narra su historia en diálogo con Cardozo y don Cecilio, al marcharse Bazalar y dejarlos solos. Maxwell abandonó los Cuerpos de Paz, una organización de voluntariado norteamericano que hacía obras de caridad en el puerto, al entender que, en los hechos, era una agencia orgánica al Estado y mentirosa en su populismo. En un pasaje revelador, en las páginas 182-183, cuenta la historia de otro miembro del Cuerpo de Paz que participó en la defensa violenta de una invasión de terrenos en el barrio obrero de El Acero. A dicho personaje lo devolvieron a Estados Unidos. Y Maxwell pregunta la razón, si aquel con su práctica había demostrado que participaba a fondo. Cuando Cardozo quiere apaciguarlo, Maxwell le recrimina con ironía que “No se debe participar tan a fondo sino observar, instruir, influir, ¿no?” Y Cardozo, revelando su posición conciliadora, contesta “Exacto. Participar en esa forma, no. Es mi opinión. Ningún país lo permite”. En este diálogo, que devela posiciones dentro del sector progresista de la Iglesia católica y sus aliados de entonces, Maxwell representa la radicalidad a la que no se atreven a llegar algunos. Solo de este modo parece posible entroparse cabalmente con las reivindicaciones del pueblo. Al respecto, dice categóricamente Maxwell: “El joven norteamericano que ha participado [esta palabra aparece resaltada en cursiva por segunda vez] y se va, ‘arde por dentro’ o sufre en los Estados Unidos para siempre. Me escribo con algunos de esos que lloran o que ya no encuentran acomodo entre los yanquis. Yo he decidido quedarme […]. Celebraré, sin premeditación, mi salida del Cuerpo con un baile en el prostíbulo. El Cuerpo de Paz informante participante es una tuerca, ¿no?”(183).

Este personaje es no solo un desclasado, sino que asume la posición del pueblo, y se reinventa, y es el ideal arguediano de diálogo e integración entre esa parte sana del occidente capitalista, y la milenaria cultura quechua, anclada en la migración y sus problemas contemporáneos en una ciudad de la costa peruana.

Continuando el diálogo incesante que anima esta novela (ver la cita de Julio Ortega al final de nuestra segunda parte), toma la palabra el albañil don Cecilio. Narra su historia de migrante, cómo aprendió su oficio, las vicisitudes que tuvo, y cómo se le unió Maxwell en tanto aprendiz. En el camino cuenta una lucha, a todas luces simbólica (como el yawar fiesta entre el toro y el cóndor), entre un gallo y un pato; es decir, entre el occidente y el mundo andino. Una historia cruenta, donde el pato (mundo de arriba) acaba con el gallo (mundo de abajo). Y concluye con el asunto que han venido ambos a contar, de cómo la gente recela del gringo Maxwell, algunos piensan que es brujo, inclusive. La consulta precisa es si sería posible casar a Max con Fredesbinda, la hija de su vecina, a pesar de todo. Cardozo ríe fuerte y celebra el compromiso y ofrece casarlos. A partir de aquí, empieza el desenlace de este capítulo, y de la novela, cuando ingresa “un hombrecito”, de “rostro muy alargado y sonriente”. El hombrecito que aparece en la oficina trae un estuche que contiene el violín de don Cecilio, por encargo, dice, de su mujer. De manera semejante a como el pongo-“hombrecito”, en el cuento “El sueño del pongo”, al hablar invierte los roles del arriba y abajo, en la novela Los Zorros este “hombrecito”-zorro está trasmutando los hervores internos de algunos personajes, y en esta ocasión afectará al padre Cardozo. En su discurso final, donde Cardozo pone en evidencia el espíritu represor y egoísta del poder, principalmente yanqui, poco a poco el cura norteamericano empieza a hablar a la manera de los migrantes andinos, en ese español híbrido y amamarrachado. Dice: “Sí. Esa comunidad millonario que se llama Estados Unidos no aguanta individuos como usted que tiene, tiene…sí, amigo, un humildad rebeldísima en su densidad semi-oscuro generoso, ni menos a un gringo joven que también se ha tocado de esa rebeldía” (191). Y transformado, mediante el lenguaje, en un hombre más del pueblo chimbotano, Cardozo afirma con energía mirando también al hombrecito recién llegado: “don Cecilio, señor del gorrita: ¡Yo soy contra!”. Simultáneamente, anuncia un yawar mayu, un río de sangre “para que ande la justicia”. Las páginas y palabras finales de esta segunda parte sintetizan muy bien lo que se ha venido diciendo.

CODA. En Los Zorros, inmerso José María Arguedas en una crisis personal y a la vez social (que pone en cuestión aquella modernización de carácter dependiente que niega el sustrato andino en tanto eje vertebrador), intuyó que si el proyecto-país no enrumbaba hacia objetivos de solidaridad, integración y justicia, devendría en caos violento, como efectivamente sucedió luego de las experiencias populistas del régimen militar de los años 70. La década siguiente se abrirá, en el Perú, con el estallido de una guerra interna que fue adquiriendo cada vez mayor expansión y dramatismo en la coyuntura de entonces, al punto que hasta la actualidad resuenan sus móviles y efectos, tanto en el tejido político de la realidad peruana, como en el imaginario colectivo de los diferentes sectores que la conforman. Para decirlo desde la literatura, y desde la última novela de José María Arguedas, roto el diálogo que en esta novela simboliza la esperanza de redención, la materialización de la utopía arguediana, adviene un lenguaje dislocado y violento que, a pesar del sustrato popular y mestizo (castellano-quechua), no consigue articularse para tomar el poder de la desigual y estamentaria sociedad peruana. La palabra de personajes excéntricos –en todo el sentido del término– al orden dominante, como Moncada, por ejemplo, es el síntoma más preclaro, en su desgarro, de la honda comprensión que tuvo Arguedas hacia el final de su vida de que lo que advenía no iba a ser ese Perú de todas las sangres, democrático y resuelto en sus principales contradicciones, como alguna vez imaginó. En todo caso, el título de su gran penúltima novela cobró otro significado más cruento, sublevante e interpelador: todas las sangres corrieron por calles y plazas del Perú, como consecuencia de una nación que nunca llegó a ser tal, ni menos aún a emanciparse.

La idea que José María tenía del país, de su modernización otra, donde queda planteado el socialismo peruano, está expresada en su obra, y principalmente en Los Zorros: en su estructura dialógica, en su planteo muerte-que-da-vida (los soslayados mitos, tradición y cultura del milenario pueblo quechua) en pugna dialéctica con vida-que-da-muerte (la modernización, alienada y alienante, del capitalismo burocrático).[25] Asimismo, dicha idea está expresada en su lenguaje quebrado y el estallido fundacional que significó, dentro del panorama de la novelística latinoamericana, esta novela final a la que él dio forma mediante la expresión y emergencia libres del sustrato migrante-andino. Es decir, lenguaje y vida se aúnan en Arguedas, y es por eso que, develando las características poéticas de Los Zorros, se devela también la posición política de su autor respecto del Perú y del tiempo que le tocó vivir. (Como propuso Antonio Cornejo Polar, acerca de la migración en tanto tema central en Arguedas, es posible leer la obra en conjunto de este escritor desde el final, y es así como se nos revelan de forma más evidentes las esenciales claves de toda su producción literario-narrativa).

¿Qué significa un José María que habla/escribe, late, vive como autor, y otro que, en los diarios de Los Zorros, tiende al silencio, a morir, autoaniquilarse, quedar lejos del novelista y más cerca de su dramática biografía? Quizá esa síntesis dialéctica entre ambos Arguedas ya no pudo continuar fluyendo, la cual era su propia salvación. El Arguedas real ganó la partida, al final, al otro, al fabulador. ¿Qué significa esta parcial derrota para él y, principalmente, para nosotros? Tal vez que la realidad muchas veces sobrepasa y vence nuestra comprensión. Lo que significa, a su vez, que la concepción ideológica ya no contiene ni licúa las contradicciones personales y sociales. Es entonces cuando avanzan las penumbras, las crisis. Como en el mencionado espléndido relato “El sueño del pongo”, el que no habla, muere (o sigue muriendo), y el que da vida a la palabra, vive, tiene narratividad, puede contar, cuenta, y es sujeto de relato. He aquí la encrucijada principal que nos plantean este hombre y su obra, a todas luces fruto de un alma matinal en marcha: en larga, intransferible y, al mismo tiempo, comunitaria marcha.

 


 

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[*] Leí una versión editada del siguiente texto en el “Congreso Internacional José María Arguedas” realizado en la Casa de la Literatura Peruana (18 de abril 2011, Lima). Aunque mi participación puede verse aquí, el texto se publica completo por primera vez, con algunas correcciones y agregados (última revisión: diciembre 2019-enero 2020). Dedico el presente ensayo al ‘Amaru’ adolfo Westphalen, oswaldo Reynoso, eleodoro Vargas Vicuña, juan gonzalo Rose, cesáreo Martínez, y a Sarita Colonia: arcángel de la migración.

 

NOTAS

[1] En lo que se encuentra Arguedas con otros ilustres peruanos, como el Inca Garcilaso, en primer lugar, y, en otra línea, con José Carlos Mariátegui, Jorge Basadre, César Vallejo, entre otros autores contemporáneos. También, por ejemplo, con el escritor Miguel Gutiérrez, quien con su múltiple obra (sobre todo la novela La violencia del tiempo) acierta en las heridas subsistentes del gran agravio nacional originado en la Colonia y sus dos naciones: ese principal problema todavía irresuelto; así como con el narrador Oswaldo Reynoso, quien de diverso modo –más intimista y poético– abordó una serie de complejidades del proceso social peruano, inclusive conectándolo con otras experiencias históricas como la Revolución China en su memorable novela Los eunucos inmortales. Cabe resaltar que estos dos autores fueron los principales animadores del colectivo Narración (1966-1981), que concibió el acto literario vinculado al movimiento popular y que reconoció el magisterio de Arguedas, así como el de Mariátegui y Vallejo.

[2] En dicha Mesa Redonda participaron, además del propio José María, Henri Favre, José Matos Mar, José Miguel Oviedo, Aníbal Quijano, Sebastián Salazar Bondy, Jorge Bravo Bresani y Alberto Escobar. Al respecto de leyendas y polémicas sobre los efectos de este debate en la mermada salud sicológica de Arguedas, vale considerar el sensible testimonio de Alfredo Pita (2011) sobre su amistad con Sybila y José María hacia el final de su vida, así como el artículo de Christian Fernández (2010) donde sustenta otra interpretación de su suicidio. En concreto, sobre dicho debate mal conducido y peor glosado, y lejos de la usual victimización que al respecto se construyó sobre José María, Fernández afirma que “Arguedas no supo separar su función como escritor de ficciones y su profesión como etnólogo y crítico literario y cultural” (312).

[3] Acerca de la necesaria perspectiva política para aproximarse al camino arguediano, téngase en cuenta la siguiente llamada del crítico y peruanista inglés William Rowe: “El texto [los Zorros] se convierte en laboratorio de las posibilidades de la politización de la cultura andina, tema de importancia obvia para la historia nacional. Simultáneamente, todos los niveles del texto se nutren con la politización de la escritura […]. Se trata nada menos que de la posibilidad de una nueva poética, un nuevo orden social. Es por estos caminos que la futura crítica arguediana debe seguir” (En Lienhard 1990: 219).

[4] Baste una cita para probar el bisturí desmitificador y la pertinencia del tratado de Artaud en este trabajo: “Se puede proclamar la buena salud mental de Van Gogh que durante toda su vida sólo se hizo asar una de las manos y, fuera de esto, no pasó de cortarse la oreja izquierda, en un mundo en que todos los días la gente come vagina cocinada con salsa verde, o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido tomado tal como sale del sexo materno. Y no se trata de una imagen, sino de un hecho muy frecuente, repetido a diario, y cultivado en toda la extensión de la tierra. Es así como se mantiene –por delirante que pueda parecer tal afirmación– la vida presente en su vieja atmósfera de estupro, de anarquía, de desorden, de desvarío, de descalabro, de locura crónica, de inercia burguesa, de anomalía psíquica (pues no es el hombre sino el mundo el que se ha vuelto anormal), de deshonestidad deliberada e insigne hipocresía, de sucio desprecio por todo lo que presunta nobleza, de reivindicación de un orden enteramente basado en el cumplimiento de una primitiva injusticia, en resumen, de crimen organizado. Las cosas van mal porque la conciencia enferma tiene el máximo interés, en este momento, en no salir de su enfermedad”. 

[5] Alejandro Losada (1976) ha formulado algunas ideas críticas atendibles, no pocas directas y frontales, en relación al proceso ideológico de Arguedas y su repercusión en el plano estético. Al centrarse en su novela Todas las sangres, y su contrapunto con la realidad rural, las movilizaciones campesinas y las guerrillas del 60 en el Perú, es inevitable que resuenen ecos de la citada Mesa redonda del IEP. Pienso que, lejos de cualquier ánimo idealizador, algunas de dichas críticas son no solo polémicas sino excesivas; como cuando Losada concluye que “En el fondo, [Arguedas] escribió para la burguesía. Y cuando trató de rescatar la imagen de su pueblo, creó el sustituto que la burguesía necesitaba, el que pedía para reemplazar esa realidad que se le imponía. Arguedas, en este aspecto, representa el límite de una generación, de una actitud, de una conducta y de una escuela literaria”. Losada se refiere a la escuela realista, a la que lo adscribe por su obra anterior y por las propias declaraciones del escritor andahuaylino. Agrega que “Al no tener perspectiva revolucionaria, solo pudo hacer literatura agónica de un trozo del Perú que moría. Reflejó su propia suerte, despidió al viejo Perú con una elegía” (66-67). Sin duda, un comentario duro, sobre el cual solo diré, al paso, que es inevitable que los clásicos –y Arguedas lo es– sean utilizados para diversos fines y campañas, más allá incluso de su propia voluntad. Dejo aquí la opinión de Losada, contrastándola con el ninguneo que el viejo Estado peruano y el régimen aprista (2011) han ejecutado contra el autor de Agua, en el centenario de su nacimiento, así como con el hecho que Mario Vargas Llosa, el intelectual peruano más orgánico a la gran burguesía, haya intentado desacreditar el camino emprendido por Arguedas.

[6] Julio León (2015) publicó una meritoria y exhaustiva edición comentada de Los Zorros, como no se había realizado antes. En el Prólogo, este autor critica la visión distorsionadora y sesgada del referido ensayo de Vargas Llosa sobre Arguedas y su obra, resaltando la contraposición dialéctica entre epistemes de diversa procedencia, como en la siguiente cita que hace de Santiago López Maguiña: “El desconocimiento de la singularidad de otras culturas, distintas de la que se funda en la razón científica, y la afirmación de una sola razón revelan que el pensamiento de Vargas Llosa no se ha visto influido por las grandes corrientes que en los campos de la filosofía, las ciencias humanas y las ciencias sociales han producido un cambio radical en la episteme occidental” (31). Más adelante, complementa así el propio León: “[En la obra de Arguedas] no se trata, pues, de salvar el pasado indígena a través de la cultura para restaurarlo, sino de incorporar la cultura quechua al mundo moderno para contribuir con sus valores al engrandecimiento de la humanidad” (35).

[7] Alberto Escobar (1984) ofrece la siguiente síntesis acerca de dichas correspondencias: “Con las salvedades del caso, nos inclinamos a pensar que son cuatro las líneas principales de influencia mariateguista en el testimonio de Arguedas: 1. El factor humano como clase social, 2. la coexistencia de la racionalidad y el sentimiento mágico religioso o la religiosidad, 3. la liquidación de la feudalidad como premisa del paso al socialismo, y 4. el pasado como raíz, pero no como programa; y en su momento veremos de qué modo operan ellos en los períodos y textos específicos que hemos señalado” (48).

[8] En torno a los ideales arguedianos, sus vicisitudes y problemas entre la fabulación literaria y la realidad concreta (regida, principalmente, por la usura), es esclarecedor el artículo de Enrique Bernales Albites (2007) donde comenta la última novela de Arguedas, a la que además dedicó su tesis doctoral “Utopías y nación en el Perú del siglo XX: José María Arguedas, Julio Durán y Augusto Tamayo”.

[9] Nota ineludible de diciembre 2017. Los casos de personajes televisivos como “la paisana Jacinta”, así como “El negro Mama”, creados e interpretados por el cómico Jorge Benavides (JB), son precisos ejemplos de lo señalado. Las públicas polémicas reavivadas a raíz del  estreno de la película “La paisana Jacinta: En búsqueda de Wasaberto” (nov 2017) no aciertan en situar este problema, vinculado al llamado “humor nacional” o “humor criollo” (que de humor tiene muy poco, en realidad: véase mi ensayo “Vallejo y el humor”), al interior del marco político e histórico, como se ha señalado en relación al proyecto social imaginado por Arguedas. Más bien, dichas críticas suelen deslizarse hacia condenas de carácter populista, moralizante o, en el peor de los casos, a una mera cuestión de gustos y libertad de expresión. Una señal más del mal momento en que se halla el debate de ideas y posiciones en el Perú.

[10] Otro de los varios argumentos para demostrar que Arguedas no tenía en mente utopía arcaica alguna es su declarada diferenciación con el ‘romántico’ indigenismo dieciochesco y de comienzos del siglo XX (al respecto, véase Forgues 1989: 273-278; en particular, los comentarios críticos de Arguedas sobre la concepción purista, y conservadora, detrás del trabajo de recopilación y traducción de literatura quechua del padre Lira). Aún más, alentó un tipo de modernización del pueblo quechua, donde sus valores milenarios en torno a la solidaridad orientaran el proceso de industrialización, y no al revés. En esta misma línea va la argumentación de Alberto Villamandos (2005) sobre la modernidad socialista en Arguedas, y que aquel autor rescata a partir de la recordada polémica con Julio Cortázar: “cuyos puntos en común eran mas que sus divergencias” (78).

[11] Téngase en cuenta, a propósito, la influencia de teóricos neomarxistas alemanes de la escuela de Frankurt como Theodor Adorno, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Max Horkheimer y Jürgen Habermas, quienes se convirtieron en referencia del movimiento estudiantil de los años 60. A causa de la persecución nazi, varios de ellos se exiliaron en Norteamérica. El Instituto para la Investigación Social, hogar institucional de los pensadores de la Escuela de Frankfurt, se autoerradicó de Alemania en 1933 luego de la ascensión de Hitler al poder. Después de un breve período en Ginebra, se reubicó en Morningside Hights, donde formó una conflictiva asociación con la Universidad de Columbia. El Instituto luchó con los retos intelectuales y prácticos involucrados para hacer Teoría Crítica al estilo europeo en Estados Unidos, y buscó desarrollar nuevas teorías comprensivas acerca de cómo funcionaba la sociedad moderna y cómo podría ser transformada. Un dato adicional, en esta historia, es que el Instituto también tuvo que dejar Frankfurt porque, además de ser críticos radicales y marxistas, casi todos sus miembros eran judíos.

[12] Considérese al respecto lo sintetizado por César Germaná (1991): “En los Zorros son cuatro los personajes que traen las ‘fragancias’ del mundo nuevo, en donde los seres humanos no son ya objetos ni sus obras mercancías. Ellos aportan valores y tradiciones diferentes –Maxwell, la occidental; Moncada, la criolla; y don Esteban de la Cruz y don Cecilio Ramírez, la quechua– al crisol en donde se constituye la nueva utopía. La marginalidad en relación al mundo cosificado es una característica importante en estos personajes […]. Todos ellos viven en un mundo degradado; pero están orientados por valores fundamentales […]. Se trata, por lo tanto, de relaciones humanas cualitativamente nuevas, sostenidas por la alegría de la solidaridad, en medio de una sociedad humanamente degradada. Sin embargo, en la presentación que hace Arguedas de estos cuatro personajes no encontramos pasividad frente a la sociedad dominante. Todo lo contrario, ellos se rebelan frente a la injusticia” (144-145). En relación con lo anterior, cabe sumar a los propios zorros, en sus diversas facetas y apariciones durante el relato; al patrón de lancha: Hilario Caullama; así como a Crispín,  y a un guitarrista popular ciego que, como tal, está fuera del contacto visual directo con la realidad aculturada del puerto, por lo que tal vez continúa íntimamente conectado con el universo serrano mediante la música que interpreta para todos quienes quieran o puedan escuchar-la, sentir-la.

[13] Acerca de los sentidos contrapuestos, y complementarios, entre el habla y el silencio en el último libro de Arguedas, es sugerente la interpretación de Catalina Ocampo (2006) desde el bagaje filosófico, religioso y retórico de la tragedia griega clásica, sobre su lenguaje: “Zorros es un torrente de palabras, una confesión casi exhibicionista. Después de todo, es la confesión antes de la muerte para salvarse. Pero al confesar, Arguedas, a través de Moncada, se va dando cuenta de que la palabra a toda costa no es una forma de morirse dignamente […]. La confesión, el hablar, es una ‘huevadez homilde’ que entrega lo sagrado al mundo que lo va a prostituir. Confesar todo es traicionar al mundo indígena, es aculturarse. Por eso, dentro del mundo confuso y sin sentido de la palabra rota, la diferencia y la salvación se buscan por otros medios: bailando, cantando, musiando [neologismo arguediano que significa meditar], expresándose a través del cuerpo, encontrando una experiencia del amor que no será sexo envilecido sino retorno a la vida. Esto es precisamente lo que proponen los zorros en su agón mítico: ‘La palabra es más precisa y por eso puede confundir. El canto del pato de altura nos hace entender todo el ánimo del mundo’” (135-136). Aún más, respecto al difundido ensayo, que erróneamente es tomado como canon crítico sobre Arguedas, Ocampo finaliza así: “En su libro La utopía arcaica, Vargas Llosa nos dice de Zorros que ‘el habla de los personajes es el mayor fracaso de la novela’, pero el conflicto de la novela es precisamente esa habla, ese diálogo. Sin su danza entre el silencio y la articulación, la novela perdería esa cualidad que nos lleva a una experiencia límite ante la palabra. Esa media-lengua es tanto la encarnación de la sociedad peruana en transición como la lección del silencio. Ante el lenguaje fragmentado y sus consecuencias yo me pregunto, ¿está el lenguaje en mi poder, o estoy yo en el poder del lenguaje? Miedo al poder de la palabra, miedo a la despiadada vida de la palabra trágica, piedad por la horrible belleza de la palabra arguediana” (141).

[14] El artista conceptual, Juan Javier Salazar, incursionó en la producción de breves audiovisuales con guion propio, donde escenificaba algunas líneas de su trabajo. Así, por ejemplo, en “Nada-ando” (2008), se aprecia un desenlace alegórico-ambientalista, que bien puede conectarse con las reflexiones y metáforas político-culturales expuestas a partir de la última novela de Arguedas: un autor cuya vida y obra impactaron en este influyente miembro del otrora colectivo Huayco E.P.S.

[15] Para comprender mejor la compleja dialéctica entre modernidad occidental y tradición indígena-andina, así como rebatir simplificaciones político-literarias acerca de Arguedas y su obra, viene bien leer el perspicaz artículo “Los Zorros de Arguedas: Babel, o la apoteosis de la confusión”, de José Giménez Mico (2004); que también permite ingresar al sistema epistemológico puesto en acción, mediante el lenguaje (o los lenguajes), en esta novela.

[16] Dice César Germaná (1991): “Con mayor lucidez que las ciencias sociales –cuyo instrumental teórico y metodológico ha permanecido anclado a un orden social históricamente ya agotado– Arguedas ha sabido captar en los Zorros, con una visión totalizadora, la compleja trama del proceso social peruano de este periodo. Teniendo como privilegiado campo de observación el alucinante mundo del puerto pesquero de Chimbote, el escritor nos presenta la emergencia de una nueva sociedad y de sus consecuencias sobre el destino de los peruanos. Arguedas tenía plena conciencia del sentido esencial de su novela, y refiriéndose a ella declaraba en 1969: ‘(intento) escribir una novela acaso más difícil aún que Todas las sangres. A través del hervidero humano que es el puerto pesquero más grande del mundo, Chimbote, pude interpretar mi experiencia del hervidero que es el Perú actual y, bastante, nuestro tiempo, el más crítico y formidable; nuestra época que teneos la suerte de sufrir como ángeles y condenados’” (132).

[17] Téngase en cuenta la entrada más bien culturalista que plantea Catalina Ocampo, y que en aras de una lectura integradora deseo cruzar, antes que oponer, con lo que vengo expresando: “…lo que se debate en Los Zorros no es simplemente una batalla ideológica –política (comunismo versus capitalismo) o literaria (‘boom’ versus indigenismo)– sino la profunda crisis que supone el paso de un mundo regido por el mito y por un sentido sagrado de lo social y la naturaleza, a un mundo regido por la autoridad profana y el mercado” (124).

[18] Retomando a Žižek, una pregunta central es ¿cómo salir de un orden social autoritario, injusto, represivo y castrador, semifeudal y semicolonial, como el peruano, si no es mediante la locura de personajes movilizadores y contrarios a una racionalidad burguesa-occidental como sucede, por ejemplo, con los propios zorros o sus representaciones novelescas como Moncada, Esteban y otros así? La locura en tanto ser exterior y subversor de un ordenamiento sociopolítico que debe ser destruido y cambiado por otro superior. En tal sentido, la ruptura de la novela tradicional y el simultáneo planteo de una novela diferente, como Los Zorros, en el análisis de Lienhard (1990) se extiende al ámbito social del país. De esta manera, tal novela excede entonces la mera relación Autor-Obra-Lector, y la amplia a Voz colectiva-Obra-Actores sociales. Es decir, la última novela de Arguedas, como aclara el mencionado crítico suizo, con-mueve a sus potenciales lectores a completarla y desandar sus contradicciones internas, pero en la propia historia y realidad cotidiana, transformándolas. Este sería también el sentido (río) profundo que tuvo la mimetización entre José María y su propia obra –a la que el propio escritor coadyuvó de diversas maneras–, al romántico modo, así como de consubstanciarse con el Perú hasta las últimas consecuencias. Tejía así su natural relación Autor-Obra-País, como bien entendió el mencionado historiador Flores Galindo (1992) respecto de la trascendencia de Arguedas y su agonista producción literaria.

[19] A propósito de este personaje, no recuerdo otros de naturaleza sincrética semejante en la obra de Arguedas, a la manera de las fábulas o de la literatura china, por ejemplo. Al respecto, véase el apunte de Martin Lienhard: “Después de discutir sobre el relato en tanto que observadores exteriores, los zorros se integran a él delegando como personaje múltiple a uno de ellos, el de abajo. El zorro-danzaq, el personaje más extravagante y complejo de la narrativa arguediana, convierte nuestra novela en uno de los experimentos más destacados en la novelística contemporánea en Latinoamérica”. (Lienhard ob. cit.: 145).

[20] Esta es una razón más, entre otras, para que Lienhard sugiera que Arguedas, al acudir aquí al lenguaje gráfico que fue propio de la cultura andina al carecer esta de escritura alfabética, estalla la forma convencional de novela y funda otra más bien fronteriza, que partiendo de la estructura tradicional novelesca termina impregnada de una serie de elementos de la cosmovisión y cultura oral quechuas. Es decir, si en la polémica que Arguedas sostuvo con el apreciado novelista del “boom”, Julio Cortázar, este último le reprochaba su telurismo y anclaje en la forma tradicional de la concepción narrativa, Lienhard demuestra, con varias razones de por medio, que quien fue más lejos en la apropiación y reelaboración del género novelesco fue el escritor andahuaylino. Dicho sea de paso, el cronopio no halló palabras suficientes, a la muerte de Arguedas, para lamentar lo que llamó un malentendido a propósito de tal debate.

[21] En la trayectoria literaria de Arguedas, Los Zorros es su Trilce, en términos del trabajo expresivo, de abismarse en un nuevo lenguaje. El testimonio dado en el “¿Último diario?”, acerca de sus trances agonistas entre la muerte y la escritura, resuena al de Vallejo en su carta a Antenor Orrego sobre el ninguneo inicial a Trilce y aquellos “bordes espeluznantes” de su escritura. En este sentido, para la larga marcha de la transformación auténticamente democrática y popular en el Perú, resulta iluminador develar cuáles y de qué tipo son los vasos comunicantes, políticos y poéticos, entre Mariátegui, Vallejo y Arguedas (Cf.: Ángeles 1995).

[22] En este sentido va lo dicho por Flores Galindo (1993): “Hay una lectura de esta novela que me parece errónea, a la que la teología de la liberación invita a través de Gustavo Gutiérrez y Pedro Trigo. Creo que en la novela Arguedas es profundamente crítico de la teología de loa liberación. Quizá no Arguedas, pero un personaje como Cecilio Ramírez, no tiene mucha confianza en los curas que encarnan la teología de la liberación, como Cardoso. Estos personajes no confían en lo que los curas puedan decir, ni aún en los curas más radicales; confían en sí mismos, en que ellos pueden caminar y en que saben pisar bien, en que saben pisar fuerte la tierra sobre la que se levantan” (42). David Abanto (2004) ha sintetizado estas y otras ideas afines en un extenso y detallado artículo.

[23] Antonio Cornejo Polar (ob. cit.) ha entrevisto tal relación intertextual, otorgándole un sentido a destacar: “Hecho por Chimbote, Moncada no desconoce ningún secreto del puerto. Tampoco los calla. Sus demenciales sermones son por eso, paradójicamente, la verbalizada conciencia de Chimbote. Frente al caos, emergiendo de él,  la única cordura posible parece ser la que marca la demencia: el tema cervantino del loco-cuerdo encuentra aquí, de manera imprevista, una nueva versión. Es casi un proceso reversivo, circular, sin duda trágico: el caos solo se testimonia desde la locura. Esta es la lucidez, la coherencia más alta” (255). Y, a propósito de don Esteban, ha resaltado que es uno de los [personajes] más sobrecogedores en la narrativa de Arguedas” (248).

[24] Como es sabido, en el “¿Último diario?”, Arguedas dejó tan solo mencionadas algunas historias –hervores– que podrían haber concluido de otro modo su novela. Ello quedó como una suerte de desenlace virtual que nadie tomó como material narrativo, hasta que un escritor chimbotano de las ultimas hornadas (Cf: Ángeles 2005), Fernando Cueto, asumió dicha empresa en su novela Llora corazón (2006), donde recrea el tiempo cuando Arguedas iba a Chimbote. Hacia el final de la misma, da cuerda a las historias que este dejó anotadas y pendientes como invitándonos quizás (según dice el personaje de Bea, la sobrina del autor de Los Zorros) a una escritura infinita del que esta novela de Cueto resulta una primera expresión. A fines de 1969, Arguedas escribió a Sybila que “‘Los Zorros’ felizmente caminaron bastante lejos y creo que ya no hay tiempo para seguir abriéndole más camino. Creo que el lector sentirá que se quedaron allí no de cansados sino de absortos o algo así” (en Sybila Arredondo de Arguedas 1996: 294).

[25] Es decir, aquella formación capitalista que, en países como el Perú, no abandonó los resabios de feudalidad ni colonialidad que datan desde sus beginnings, pasando por las batallas por fundar una república políticamente independiente, pero regida siempre por élites que cumplieron el rol de ser correas de transmisión entre el trabajo y las riquezas locales, y la consiguiente acumulación de plusvalía en economías imperialistas (Francia, Inglaterra, Estados Unidos, hasta la actualidad). Una gran burguesía intermediaria es la que ha dirigido el poder real en el Perú, así como en otros países de la región.

 

 

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