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CABEZAS CLAVAS DEL PODER
El caso del escritor Hildebrando Pérez Huarancca y la memoria política en el Perú
Por César Ángeles L.
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CULTURA CHAVÍN DE HUANTAR. Las Cabezas Clavas son representaciones del dios jaguar y
presentan en todos los casos una estructura alargada en su parte posterior a través de la que son insertadas
como un clavo en los muros
destinados a su exposición. Según Julio C. Tello, representan cabezas trofeos de sus enemigos, costumbre muy arraigada en las zonas
selváticas, por ello se le atribuye a la cultura chavín orígenes selváticos.
El más reciente libro de Mark Cox (Presbyterian College, Estados Unidos), La verdad y la memoria: controversias en la imagen de Hildebrando Pérez Huarancca (Editorial Pasacalle, Lima 2012: 78 pp), pone en acción la metodología del análisis crítico del discurso, entre otras estrategias metatextuales, para develar la sinrazón que hay detrás de las acusaciones que pesan sobre el escritor ayacuchano Hildebrando Pérez Huarancca (1946-¿1984?) de haber liderado la acción del PCP-“Sendero Luminoso” contra la comunidad de Lucanamarca (Ayacucho, 1983). Se trata de un breve trabajo donde no solo se evidencia las diversas falacias que tanto la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), en su informe final del 2003, como varios medios de comunicación peruanos, ponen en práctica para sindicar al autor del recordado volumen de cuentos Los ilegítimos (1980, Premio “José María Arguedas”).
En realidad, Cox pone en cuestión una difundida práctica discursiva, en que se lanza acusaciones y se llega a sumarias conclusiones mediante precisas estrategias retóricas, cuya finalidad es disolver (para usar un verbo querido al fujimorato) la verdad de los hechos, que es peor aún cuando se trata de instituciones que tienen graves responsabilidades comunicadoras e históricas. Me refiero a las tareas que tenía la CVR[1], fundada por el Estado peruano para investigar los hechos y acontecimientos vinculados a la guerra interna vivida en este país entre los años 80 y parte de los 90, o como la responsabilidad que a diario deja de lado la prensa peruana en relación al mismo proceso bélico, sus sujetos y acciones.
En el recuento, que muy documentadamente realiza Cox, se pasa revista a diversos medios y autores que dan testimonios falaces sobre el caso del escritor Hildebrando Pérez Huarancca. Lo central es la demostración de que los procedimientos que se operativizan desde el mundo oficial y oficioso para lanzar “acusaciones y rumores” (7) políticas son, por lo general, bastante cuestionables, y que con un mínimo análisis crítico caen por su propio peso. La conclusión que el autor adelanta desde las primeras páginas es contundente, y todo su trabajo la sustenta: “Propongo que no hay ninguna prueba de la participación de Hildebrando Pérez Huarancca en la masacre de Lucanamarca y que su papel en la guerra fue mínimo” (9).
Entre los argumentos sobre los que basa esta conclusión global, citemos dos procedimientos inculpatorios de la CVR que Cox pone en cuestión:
a. Toma una sola fuente y la hace pasar por plural. Por ejemplo, cuando esta Comisión usó la información publicada por la revista SÍ, en 1992, para revelar el paradero de Hildebrando Pérez supuestamente radicado en Europa y realizando proselitismo a favor de “Sendero”: “Algunas publicaciones afirman que Hildebrando Pérez Huarancca fue visto en Madrid en 1986” (24: énfasis mío).
b. Sugiere Cox que toda la información recogida por la CVR sobre Hildebrando Pérez y sus actividades, desde 1982 hasta 1992, habría sido tomada de un artículo, publicado en una revista norteamericana (Executive Intelligence Review) de dudosa veracidad, plagado de “distorsiones y errores”.
Lo interesante, entonces, es la certeza que recorre el opúsculo de Cox, en el sentido de que este tipo de constataciones puede muy bien extenderse a otros casos semejantes de acusaciones y cargos, formulados de manera irresponsable y arbitrariamente, acerca de la guerra interna y sus presuntos implicados: “Por desgracia este tipo de errores y rumores comienza a transformarse en ‘verdades’ que se repiten una y otra vez hasta que se sedimentan en la historia ‘oficial’. Pensándolo al revés, unos sostendrían que la historia ‘oficial’ propala errores y rumores para modelar la opinión publica con ‘verdades’” (26: énfasis mío).
Reitero que este es el principal valor del libro porque mueve a desconfiar, con razones concretas, de dicha modelación de la opinión pública mediante diversos discursos que cumplen esa función en este país, ya sea por motivos de vendetta, resentimientos varios, o razones políticas no siempre claras ni expresadas. Cae a punto la demanda de Cox de practicar siempre una “necesaria lectura crítica” sobre esta manera de documentar o historiar los hechos, deformándolos, para dar valor de verdad a lo que tiene, en realidad, un valor de mentira.
En la misma línea, Mark Cox repara en otra falta de rigurosidad del informe de la CVR para el caso de Lucanamarca, comprobando que entre sus páginas se proporcionan tres cifras diferentes acerca del total de víctimas de esta acción senderista en la sierra ayacuchana. Cox discute tal falta de unidad en un estudio sobre la guerra interna que, al menos en teoría, debió “haber sido el más serio” por provenir de la más alta instancia representativa del poder en el Perú, lo cual “le quita un poco de legitimidad [su] falta de consistencia y de rigor, pues se cuestiona la precisión y la confiabilidad de sus informes” (40).
Por otro lado, cuando Cox recapitula la llamada “Entrevista del siglo” hecha por El Diario (1988) a Abimael Guzmán (donde el entonces jefe senderista explica, entre otros hechos, la acción militar de contingentes del PCP-“Sendero Luminoso” contra la comunidad de Lucanamarca)[2] hace reparar en que en ningún momento Guzmán menciona el nombre de Hildebrando Pérez (48-49).
Aún más, la CVR se basó en el testimonio de un solo testigo, Teófanes Allccahumán, quien afirmó haber visto a Hildebrando Pérez dirigir dicha acción. Sin embargo, este supuesto testigo no solo no estuvo en Lucanamarca el día de los sucesos (1983), sino que conoció al escritor un año antes (1982), que es de cuando data la descripción que da a la Corte que veía este caso. Incluso, el otro acusado por dicho testigo, Rómulo Misaico, fue absuelto por falta de evidencia en su testimonio. Sin embargo, en el informe de la CVR, ambas entrevistas con el único y falso testigo se validan como pruebas y se convierten, una vez más, en plural, como si hubiese varios testigos.
Todo esto nos vincula con otro asunto clave, pues no se cuestiona en absoluto la pertinencia de llevar a cabo una ambiciosa y completa investigación sobre los años que duró la pasada guerra interna, sino que se redunde en imprecisiones y errores, y que el discurso oficial vuelva a teñirse de desconfianza, deslegitimándose a sí mismo por las razones que se desbrozan a partir del caso de Hildebrando Pérez Huarancca. Cabe preguntar que si esto sucede con un escritor de cierto reconocimiento en el ámbito nacional de las letras, qué pasará con tantos otros casos de personas que carecen de esta mínima cobertura, y que han solido ser acusadas y criminalizadas sin válidos soportes argumentativos. De acuerdo a lo anterior, el análisis crítico de la narrativa articulada en torno al caso de Hildebrando Pérez Huarancca cobra una dimensión mayor, en tanto simboliza la injusticia de la justicia peruana que pesa diariamente sobre las cabezas de tantos peruanos y peruanas, principalmente del campo popular. Es decir, de aquellos excluidos de la mega celebración con cifras estadísticas que pretenden dibujar un país en crecimiento económico ejemplar y sostenido.
Entre los testimonios a favor de su argumentación, Cox da cuenta del de Dante Castro, quien estudió Derecho en la Universidad Católica (PUCP) y es otro destacado narrador peruano con frecuente temática sobre la guerra interna. Castro, en la misma línea de Cox, concluye que “no se trata de demostrar la inocencia de Hildebrando Pérez, sino la fragilidad de los testimonios de la CVR en su caso” (60). Esto motiva una melancólica denuncia del propio Cox: “[L]amentablemente, el análisis de Dante Castro es la excepción y suele ser más habitual la repetición de lo que dice la CVR, como en el artículo publicado en La República por Enrique Patriau, ‘Sendero, misterio: el escritor de Sendero’” (60). Con lo que evidencia la trenza funcional que se da entre un aparato del Estado, como fue la CVR, y la prensa peruana al servicio de dicha estrategia retórica, para demonizar arbitrariamente a quienes se juzga por rebelión o disidencia, como se hizo con Hildebrando Pérez Huarancca.
En realidad, esta práctica no es poco usual en un país como el Perú. Aunque Hildebrando Pérez no fue miembro del recordado colectivo Narración, que entre los años 60 y 70 irrumpiera con su carácter cuestionador del orden literario y político existente, desde una línea marxista y militancia socialista, fue este grupo que le publicó y celebró, tempranamente, su primer volumen de relatos: Los ilegítimos. Evoco lo anterior porque, de manera semejante a lo sucedido con Hildebrando Pérez, otros miembros destacados de este importante colectivo de narradores han sido objeto de censura, persecución e incluso represión por parte del Estado, sus aparatos ideológicos, sus aparatos policiales, y asimismo por algunos comunicadores e intelectuales locales que, prestando un servicio gratuito al orden imperante, se han sumado al cargamontón orgánico contra algunos escritores de Narración.
Me refiero a casos como los de Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso, por citar a los dos más célebres y relevantes, en términos de concepción ideológica, de este grupo. Así, cuando Gutiérrez volvió a publicar luego de varios años de silencio editorial, lo hizo con un extenso ensayo titulado La generación del 50. Un mundo dividido (1988). En él, hace un panorama crítico de la generación del 50, y luego de emitir algunos juicios bastante duros sobre la trayectoria política de algunos miembros de esta promoción (como Julio Ramón Ribeyro, Aníbal Quijano o Mario Vargas Llosa, por citar algunos ejemplos, aunque siempre evitó mezclar lo dicho con juicios estrictamente literario-estéticos), hacia el final de dicho ensayo, y al ritmo trepidante de aquellos años 80, caracterizó a Abimael Guzmán como un político e intelectual de dicha generación. Esto resultó un escándalo mayúsculo para varios miembros de la intelectualidad conservadora, ya que brega(ba)n por asentar una imagen pública del otrora jefe senderista como “terrorista” o algo más perverso aún.[3] Sin embargo, los cuadros policiales y militares más lúcidos, políticamente hablando, relievaban de Guzmán precisamente su condición de ideólogo y político, considerando que la principal condición para vencer a “Sendero Luminoso” era nombrarlo como lo que era. En esa misma línea estuvo lo afirmado por Miguel Gutiérrez acerca de Guzmán, intercalado con anécdotas reflexivas de cuando lo conoció como catedrático en la Universidad de Huamanga allá por los años 60. Lo anterior le mereció la requisa de su citado libro, algunos interrogatorios en comisarias, y que hasta hoy sea estigmatizado por ciertos escritores y comunicadores que se hallan bastante atrás, en análisis y claridad políticos, respecto de los aparatos de inteligencia y represión policiales del Estado peruano.
Por su parte, Oswaldo Reynoso, quien dio la idea inicial de fundar Narración, sigue siendo criminalizado por esos mismos escritores que criminalizan a Gutiérrez, cada vez que aquel da una declaración divergente a la versión burda que suelen propagar sobre la guerra interna vivida en el Perú. En verdad, como queda demostrado en este trabajo de Cox, la práctica de demonizar y perseguir, de un modo u otro, a quien exhiba actitudes o discurso divergentes del oficial y oficioso, es un ejercicio que se ha hecho por décadas en nuestra historia. No es arbitrario pensar que proviene de una práctica de dominación que retrocede, en el tiempo, hasta la Colonia, cuando el último inca Atahualpa fue el primero en ser demonizado y criminalizado al no entender el lenguaje, ni los requerimientos e intereses de los conquistadores españoles. Como bien ha dicho José Carlos Mariátegui, en el Perú, la clase gobernante (que no llegó a ser clase dirigente, por su pacatería y venta al mejor postor extranjero, con riquezas de nuestro territorio incluidas) ha tenido mentalidad de encomendero, y casi nunca una de emprendedor o pioner, a diferencia de lo acontecido en otras sociedades americanas.
En síntesis, en el Perú, las tácticas y estrategias de dominación han cambiado, pero seguramente no tanto los principios y prejuicios que las rigen. La acusación contra Hildebrando Pérez Huarancca se inserta en esta vieja historia (y no solo, entonces, según la certera crítica de Cox, en criterios y conclusiones de la CVR) de acusar y encarcelar, cuando no matar, sin pruebas contundentes, con el objetivo de publicar castigos aleccionadores que amedrenten a cualquiera que disienta del poder imperante. El crimen de Hildebrando Pérez no fue dirigir la acción en Lucanamarca –algo que no fue probado–. Su crimen fue ser un escritor conocido que, por su militancia en “Sendero Luminoso” y ser ayacuchano, estaba en condiciones propicias para que sobre él se montase una leyenda que lo llevó y mantuvo injustamente en prisión.
Leyendo este breve libro de Cox, queda la sensación de que, en el Perú, la justicia, y el ejercicio de la memoria desde los diferentes gobiernos de turno, son una reedición de las obras de Kafka, donde sin sustento real se acusa y se encarcela a todos aquellos que son considerados sospechosos o peligrosos. En verdad, la derecha en este país es tan bruta que pocos en ella reparan acerca del gran servicio que iniciativas como la CVR, junto con la prensa que reproduce sus versiones, le brindan, en tanto legitimación de un orden jurídico diseñado para sostener la hegemonía del capital. Es decir, la derecha peruana es tan recalcitrantemente antidemocrática –en contradicción con su propia genealogía de clase– que no repara en la labor orgánica que le ha ofrecido una CVR con las características que la investigación de Cox devela. Es otra llamada de atención para que, quienes creemos en una memoria basada en hechos reales y la auténtica justicia, debatamos siempre aquello que se considera verdad incuestionable, y nos esforcemos en labrar caminos alternativos.
En general, sobre la guerra interna vivida en el Perú, falta una memoria y un análisis crítico más objetivos, que lejos de estancarse en afirmaciones sin sustento, teñidas de prejuicios y aseveraciones con motivos mezquinos y fuera de lugar, se sustenten en testimonios y hechos verificables. Es decir, que la aproximación historiográfica a dicho proceso de guerra contribuya a que alcancemos la justicia sobre bases materiales, no sobre medias verdades o, peor aún, sobre discursos falaces, como las que Cox demuestra que se han empleado para enterrar, vivo o muerto, al recordado autor de Los ilegítimos.[4] Un libro de relatos donde el protagonista es el campesinado peruano y sus batallas por lograr su emancipación; y que, a pesar de que fue escrito en 1975, algunos usan como documento probatorio del protagonismo de su autor en la lucha armada que empezaría cinco años después en Ayacucho.
Al respecto del “campo literario” (concepto situado en la línea teórica de Pierre Bourdieu), quiero finalizar relevando que Cox acierta cuando subraya el significado de Hildebrando Pérez como tema e inspiración para el diseño de algunos personajes en la narrativa más reciente del Perú. Por ejemplo, eso sucede con el cuzqueño Luis Nieto Degregori y su cuento “Vísperas” (el mismo que propició un debate, sobre el sentido político de tal recreación, con el narrador Dante Castro, y que Cox resume bien). En otra línea, en parte como réplica a la citada fabulación de Nieto, el narrador Julián Pérez, hermano menor de Hildebrando, plasmó una importante novela sobre la guerra interna: Retablo, ganadora del premio de novela “Universidad Federico Villarreal” (2003).
En otras creaciones relacionadas a este momento bélico de nuestra historia, Hildebrando Pérez Huarancca y su obra han servido de inspiración. Se trata de un periodo clave que sigue (re)moviendo la imaginación de nuestros más recientes autores, como sucede en dos casos a destacar: el premio nacional de novela “Copé de oro 2012” otorgado al escritor chimbotano Fernando Cueto, por su obra Ese camino existe, y el premio internacional Novela “Francisco Casavella 2012” (España) otorgado al escritor Diego Trelles por su novela Bioy. Son otras señales de que abordar esta situación y problemática, sus sujetos, sus temas y personas implicados, no es un vano ejercicio pasadista ni retórico, sino que se inscribe dinámicamente en nuestro presente, en sus contiendas cotidianas por hacer de este país algo verdadero y democrático, dentro de un mundo semejante. A todo lo cual, a pesar de su brevedad, el reciente libro de Mark Cox sirve como reflexión y denuncia activas para (re)avivar nuestro pensamiento crítico contra una modelización de la memoria colectiva, como país, que resulta cuestionable en sus diversas prácticas y presupuestos metodológicos no siempre tan sólidos como se esperaría. Así, también, quedamos llamados a tomar acciones urgentes para impedir que el poder dominante y sus acólitos desvíen la atención pública sobre sus responsabilidades políticas, enarbolando de forma arrogante e impune más cabezas clavas como sublevantes trofeos de guerra. La próxima, como premonitoriamente advierte Bertold Brecht en un célebre poema, puede ser la nuestra, cuando ya sea demasiado tarde.
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Enlaces de interés:
- Sobre Hildebrando Pérez Huarancca:
http://abrahamprudencio.blogspot.com/2012/01/tras-las-huellas-del-narrador.html
http://www.diariolaprimeraperu.com/online/cultura/verdades-y-mentiras-sobre-hildebrando-perez-huarancca_118149.html
http://rodolfoybarra.blogspot.com/2010/07/entrevista-mark-cox.html
Notas
[1] Para sortear cierta candidez política, más aún en escenarios perversos como el de la política oficial peruana, cabe estar en guardia sobre las verdaderas intenciones y objetivos políticos de quienes integraron esta CVR, organismo oficial del Estado para tratar asuntos de la memoria de la guerra interna. Así, por ejemplo, en el año 2012 se orquestó, desde las fuerzas organizadas del fujimorato, una campaña mediática para sacar a su jefe, Alberto Fujimori, de la cárcel dorada donde se halla desde abril del 2009 (condenado a 25 años de prisión por su responsabilidad en los delitos de asesinato con alevosía, secuestro agravado y lesiones graves, tras ser hallado culpable intelectual de las matanzas de Barrios Altos, en 1991, y La Cantuta, en 1992). En dicha campaña, que divide la sociedad peruana entre quienes, asqueados, rechazan esta solicitud de indulto presidencial, y quienes están a favor del mismo, irrumpió un inesperado personaje que proviene desde aquella izquierda latinoamericana que se alzó en armas en los 60, con las guerrillas del MIR: el ingeniero Carlos Tapia (después de la muerte de Luis de la Puente Uceda, en 1965, radicó en Ayacucho a comienzos de los 70). Este sujeto, con el paso del tiempo y de las aguas, se ofreció como una suerte de intermediador, sin que nadie se lo pida (al menos formal y públicamente), para que el gobierno de Ollanta Humala (de quien fue asesor en la Presidencia del Consejo de Ministros hasta el año pasado) indulte a Fujimori. Su argumento, como citó irónicamente el sociólogo Nelson Manrique, fue que “Ollanta Humala indulte a Alberto Fujimori porque ‘le conviene políticamente’. Según [Carlos Tapia] ha explicado, la opinión pública no vería mal el indulto, pues la enfermedad de Fujimori ha generado una corriente de simpatía hacia el reo: ‘Mientras más demore el indulto… más debilitada estará la imagen de Ollanta Humala como presidente’, afirma. Aparentemente Tapia conoce algo sobre la opinión pública que los demás ignoramos.” (La República, 02 de octubre de 2012. En “¿Un indulto por negociar?”). Resulta que Carlos Tapia fue uno de quienes integró la CVR. Se trata de otra cabeza visible de la, finalmente, acomodaticia izquierda legal peruana. Considerando en frío, imparcialmente, como decía César Vallejo en su célebre poema, con la actuación más reciente de este ex comisionado, tiene sentido estar alertas sobre las reales intenciones y el carácter político de instituciones como la CVR y sus integrantes.
[2] Al respecto de los sucesos en Lucanamarca (donde es verdad que contingentes de “Sendero Luminoso” no respetaron los derechos de la guerra al matar a menores de edad, actuando de manera desbordada en su acción militar frente a ciertos sucesos en dicha comunidad) cabe evidenciar algo importante. Lucanamarca se ha convertido en una suerte de caballito de batalla de las clases dominantes en el Perú, para escribir la historia oficial de la guerra. Lo acontecido allí es mencionado una y otra vez por diversos medios; pero cabe, al mismo tiempo, interrogar cuántas de las muchas masacres cometidas por el Estado peruano son siquiera mencionadas. En el 54º Congreso Internacional de Americanistas, titulado "Building dialogues in the Americas" (Viena, Austria: julio, 15–20 del 2012), hubo una ponencia sobre la memoria a cargo de una periodista austriaca, quien se refirió a los casos de tres comunidades afectadas por la guerra interna en la sierra del Perú. Al final, alguien del público le preguntó cómo había realizado la selección de dichas comunidades. Ella dijo que miembros del Instituto de Defensa Legal (IDL), en Lima, le dieron contactos únicamente para que visite Lucanamarca. Ya estando allí, hizo otros contactos y fue a otras comunidades vecinas que habían sido arrasadas por el ejército peruano. Lo anterior es una muestra de que hay una abierta disposición, desde el Estado y ciertas organizaciones de la llamada sociedad civil, para instrumentalizar, en los niveles del discurso y la práctica política, lo sucedido en Lucanamarca, acentuando, de este modo, la imagen negativa de “Sendero”. En el mismo panel hubo otro ponente, de tendencia socialdemócrata, que habló de Lucanamarca para criticar la versión oficial acerca de un campesinado atrapado entre dos fuegos. Y agregó que tres presidentes peruanos han visitado Lucanamarca hasta el momento, sin que se registre proporcional interés oficial por visitar otras comunidades andinas, como Accomarca, Putis, entre otras, para investigar algunas masacres colectivas cometidas por las fuerzas represivas del Estado peruano. Sobre todo lo anterior, véase también “Lucanamarca: desinformación y realidad” (2013).
[3] Ya me he referido, en otra ocasión, sobre el uso del lenguaje desde el poder, el mismo que lo emplea y recicla para reprimir, en el terreno del imaginario colectivo, realidades problemáticas como las que se suceden desde el “inicio de la lucha armada” del PCP-“Sendero Luminoso”, en mayo de 1980 (véase el acápite 6 de mi artículo “Perú ante la segunda vuelta electoral ¿y dónde está el piloto?”: 2011). Sobre la criminalización como estrategia retórica que simplifica las cosas al poder hegemónico y sus aparatos ideológicos, también es pertinente considerar la siguiente cala crítica de Slavoj Zizek: “En el terreno de la teoría, encontramos una inversión análoga en relación con la problematización ‘deconstructivista’ de la noción de culpa subjetiva y la responsabilidad personal. La noción de un sujeto moral y criminalmente ‘responsable’ de sus actos obedece a la necesidad ideológica de ocultar la intrincada y siempre lista textura operativa de las presuposiciones histórico-discursivas que no solo proporcionan el contexto para la acción del sujeto, sino que también definen de antemano las coordenadas de su significado: el sistema solo puede funcionar si la causa de su mal funcionamiento se ubica en la ‘culpa’ del sujeto responsable. Uno de los lugares comunes de la crítica que se hace a la ley desde la izquierda es que la atribución de culpa y responsabilidad personal nos releva de la tarea de sondear las circunstancias concretas del acto en cuestión. Basta recordar la práctica de los defensores de la moral de atribuir una calificación moral al mayor porcentaje de delitos entre los afroamericanos (`disposiciones criminales’, ‘insensibilidad moral’, etc.): esta atribución imposibilita cualquier análisis de las condiciones ideológicas, políticas y económicas concretas de los afroamericanos”. (En la “Introducción” a Ideología un mapa de la cuestión. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003: 11-12. Énfasis míos). Precisamente, otro mérito de la investigación de Mark Cox es que no decae en esta manipulación verbal que aquí se describe.
[4] Y ya que estamos tratando acerca de la memoria y sus vericuetos políticos, a propósito del caso de un escritor peruano contemporáneo, cabe agregar que todavía no se ha escrito nada serio sobre la muerte del artista plástico Félix Rebolledo en la masacre de los penales del 19 de junio de 1986. Ni sobre la muerte del poeta abanquino James Oscco Anamaría, hace ya siete años, que sigue envuelta en misteriosas circunstancias.