Adolfo Couve
LA LECCION DE PINTURA
(fragmento)
Capitulo
segundo
.............Carlos Aguiar, farmacéutico de
renombre, amenizaba la ardua labor de dirigir una drogería con una
dedicación constante hacia las múltiples actividades artísticas y
culturales de la capital. Esto le significaba emprender continuos viajes
a Santiago, ya que los escasos espectáculos del pueblo le resultaban
tediosos. No se piense que Aguiar era uno de esos individuos de quienes
se dice que poseen un barniz de cultura; esto parece más bien reservado
a esas mujeres que han debido pasar, a causa de un matrimonio ventajoso,
de una posición social a otra diferente. Por el contrario, era Carlos
Aguiar, más que barnizado, enchapado, situación que lo hacía manejar con
naturalidad una serie de conocimientos que incluso algunas veces se
apartaban de la vulgar anécdota, para adentrarse en análisis de
contenido y planteamientos estéticos.
..........A pesar de que se creía con propiedad
para opinar sobre todo y calificarlo todo, su fuerte era la pintura.
Asombraba a su auditorio con sus narraciones de la historia de los
genios, haciendo permanente hincapié en lo paradójico que era que en
vida de esos artistas poco o nada se pagara por sus obras, alcanzando
las mismas "precios prohibitivos" cuando éstos fallecían.
..........Su tema predilecto era el de la escuela
impresionista. Entanto escanciaba a sus invitados pisco-sour y hacía
circular aceitunas y trocitos de queso ensartados en mondadientes, los
deleitaba con el cuento de la oreja que Van Gogh se cortó para
ofrendarla a una querida, o el despotismo desplegado por el conde
Alphonse de Toulouse Lautrec hacia su hijo deforme, y su arrogante
actitud al acompañar de a caballo el féretro del pintor en el día de su
entierro. Las historias se seguían unas tras otras, cuando alguno de los
invitados interrumpía para acotar un detalle que al parecer el señor
Aguiar había omitido, éste lo silenciaba con una mirada de hielo,
variando la conversación, llevándola de la simple anécdota a la
apreciación artística de los pintores aludidos. Entonces se sucedían las
expresiones como "pintores llenos de luz y movimiento", "cuadros hechos
con nada" y frases por el estilo, que hacían creer a los demás que el
señor Aguiar no sólo era un hombre informado, sino que también conocía,
más allá de las biografías, el contenido intrínseco de esas
escuelas.
..........Las tertulias se
llevaban a cabo en el despacho de la droguería, pues a la casa, que
quedaba detrás de unas bodegas, casi nunca invitaba. Como el mesón
dividía por la mitad esa enorme estancia, una vez terminada la actividad
comercial cerraba la puerta y distribuía cantidad de sillas y taburetes
sobre el piso cuadriculado de baldosas negras y blancas. Una lámpara
provista de una pantalla color verde y de un peso de plomo era bajada a
corta distancia del suelo, esfumándose a lo lejos los escaparates llenos
de frascos y cajas de medicamentos.
..........En todo momento se mezclaban las voces de
los contertulios con el ruido del agua interceptada por las esclusas del
estero. También se escuchaban los vehículos, carretelas y caballos
cuando cruzaban el puente.
..........La droguería la componían cuatro
construcciones de aspecto tétrico, tan sin gracia como si les hubiera
cepillado las fachadas, ya que éstas, revestidas de latón, sólo
mostraban pequeños ventanucos en las alturas, que apenas sombreaban
recortados aleros de zinc. Dos chimeneas de porte desigual sobresalían
de los techos, y únicamente en la casa de Aguiar se veían plantas y uno
que otro árbol rodeados por una cuidada empalizada.
..........Frente a la
droguería que quedaba cerca del puente se alzaba el único cerro pequeño
del valle, que soportaba en su cima un estanque blanco que contenía el
agua dulce. Era diversión de Carlos Aguiar observar cada tarde, desde la
galería de su casa, provisto de un catalejo de marino, las cabras que
pacían en la cumbre custodiadas por los pastores de Morandé.
..........Antes que los invitados acudieran a la
droguería, Carlos quitaba del mesón un gran frasco de pastillas de
eucalipto, porque su experiencia le había enseñado que en cuanto éstos
llegaban, engullían una tras otra las aromáticas gomas.
..........Era Carlos un hombre robusto, de poco
pelo y nada de cuello, pareciendo la cabeza directamente atornillada a
los hombros, lo que hacía a la camisa permanecer siempre desabrochada.
Vestía una cotona blanca cuyos botones resistían a duras penas la
obesidad de su dueño. Las piernas cortas y de fornidas pantorrilas
revelaban su volumen al cubrir de pliegues los pantalones. Sus manos,
pies y rasgos faciales eran diminutos, sobre todo los ojos, que
semejaban dos ranuras echas con abrelatas en esa ancha cara, algo
inclinada hacía atras, que le impedía ver donde pisaba, volviéndolo muy
cauteloso, como pieza de ajedrez amenazada en aquel enorme tablero de
baldosas.
..........A veces, para no
cansar a su auditorio con el repetido tema de la pintura impresionista,
cogía un violín, y hundiendo su blando mentón en el madero, circulaba
con la levedad de una mariposa por entre las sillas, arrancando suspiros
a las señoras y miradas suspicaces a los varones. Daba la impresión de
que los frascos se estremecían con los agudos estridentes del
ejecutante, pero esos ruidos se debían al gato de la droguería que,
aturdido por los maullidos de su amo, buscaba la salida, equilibrandose
sobre los remedios.
.........Cuando tocaba
piezas más serias requería de un atril y una asistente, que la mayoría
de las veces resultaba ser la viuda Medrano, quien con la devoción del
monaguillo que escancia el vino o transporta de sitio el misal, volvía
las amarillentas páginas de la partitura.
..........Elvira Medrano era el único miembro del
personal a quien se permitía alternar con el resto de los invitados, tal
vez porque no trabajaba en el laboratorio ni en las bodegas, sino junto
a su patrón, en el despacho de la droguería.
..........Sentada en un alto taburete, desde la
mañana a la tarde revisaba cuidadosa el libro de cuentas, anotando con
letra perfecta las sumas en las columnas del debe y el haber. De tiempo
en tiempo untaba la lapicera en el tintero de loza, para luego restregar
la pluma contra sus bordes, y así no dejar caer una mancha sobre las
dibujadas cifras. Silenciosa, cabizbaja, se concentraba a tal punto en
sus deberes que lograba casi desaparecer, resultándole a Aguiar muy
conveniente una compañera tan muda. Jamás se permitían el dialogo
durante la jornada; éste estaba reservado únicamente para las horas de
tertulia, en las cuales ambos conversaban tanto, que parecía que la
viuda no hubiera estado allí el día entero, sino que recién
llegaba.
..........Otra asidua era la
señora Leontina, de la botica de Llay-Llay, a la que un doble interés
llevaba ciertas tardes a la droguería del puente: por un lado la
necesidad de aumentar sus escasos conocimientos, y por otro, la de
mantener buenas relaciones con el principal proveedor de su negocio.
Tampoco faltaba nunca la vieja Berta, flaca y roñosa como una piel
apolillada, a quien un sacrificado viaje a Europa hacía sentirse con
derecho a rebatir a veces al señor Aguiar. Estaba muy enferma de
diabetes, y el practicante, el señor Flores, también presente, la
pinchaba cada mañana.
..........Se sumaba
al círculo la señorita Toro, una costurera que vivía a la salida del
pueblo, echo éste que le facilitaba el viaje, pues lo hacía a pie. Usaba
anteojos con marco negro, y se decía que en una ocasión se permitío
mostrar al señor Aguiar y sus amigos una escultura obscena que había
desde tiempos inmemoriales en su casa, lo que provocó un prolongado
silencio que dejó a la señorita Toro excluída varios meses de tan
selecta compañía.
..........También se
hacía llevar por su ama de llaves un viejo alemán que años atrás había
vendido la droguería a su actual dueño. Como sufría de gota era
necesario bajarlo en andas de su antiguo Ford y sentarlo junto al
mostrador. De mostachos amarillentos por el exceso de cigarros, hablaba
con una voz meliflua que contrastaba con la gravedad de su aspecto. Su
afición eran los mastines; pero como la enfermedad le impedía
asistirlos, de ello se encargaba la dama de compañia, que por temor a
ser mordida les lanzaba el alimento encaramada en una escalera que
apoyaba a la reja tras la que los perros se revolcaban en sopa, restos y
ladridos.
..........Entre el farmacéutico
alemán y el señor Aguiar había un asunto pendiente que incomodaba a
ambos. Se trataba del cuadro de un alquimista del siglo dieciocho, que
pendía sobre el pupitre en donde trabajaba Elvira. Era éste el retrato
de un hombre imponente vestido con justillo de raso, calzón corto,
medias rojas y zapatos de tacón. En dos roscas, tan perfectas como los
barquillos rellenos que hacía la señora Leontina, terminaba la peluca
del personaje, quien sostenía un matraz sobre una salamandra
encendida.
..........Al venderse la
droguería no se estipuló lo del retrato, y así, tanto el anterior como
el actual propietario se creían dueños del cuadro. A ambos seguía, con
su penetrante mirada, el alquimista, intentando también averiguar, a
esar de su ciencia, a quien pertenecía.
..........Desde el puente se sabía cuando había
tertulia en la droguería. Lo denunciaban los vehículos estacionados
frente a la puerta, sobre el camino de grava. En tanto adentro el señor
Aguiar hipnotizaba casi a su auditorio con sus largas peroratas sobre la
vida de los pintores ilustres, afuera un conjunto heterogéneo de medios
de transporte contrastaba con las severas fachadas de las bodegas, la
casa y el laboratorio, en primer lugar, la bicicleta Legnano, con
faroles , parrila y cromados, que pertenecía al racticante, quien
cuidadosamente la apoyaba contra el marco de la ventana. Luego el Ford
del antiguo propietario, el señor Bechard, de color gris, aislada la
cabina del chofer por un grueso vidrio biselado. Sobre el manubrio
sobresalía el botón de la bocina como una gigantesca ágata. Y por
último, un fiacre de punto, vetusto y polvoriento, que utilizaban la
señora Leontina y su marido. Era para ellos "tan razonable" la tarifa,
que lo hacían esperar hasta el final de la velada. Al partir de la
estación de Llay-Llay, donde junto a una interminable hilera de otros
coches aguardaba la llegada de los trenes, el fiacre que alquilaba la
señora Leontina daba primeramente una vuelta a la plaza para recoger a
la vieja Berta y a algún otro invitado, y enseguida tomaba la larga
avenida de palmeras en dirección al puente. Por lo general se topaban en
el camino con el Ford de Bechard y la bicicleta del practicante,
formandose así un verdadero cortejo. El automóvil delante, luego el
fiacre, y asido a la portezuela de éste, el ciclista, ahorrándose así de
pedalear en la pendiente. Los roncos bocinazos del Ford, la sonajera de
cristales del coche, y los gritos del practicante intentando comunicarse
con las señoras, eran la señal que esperaba la costurera para detener la
Singer, quitarse de encima los alfileres y la cinta de medir y sumarse a
la caravana, que al llegar al puente desaparecía bruscamente en la
bajada, para reaparecer revueltos y borrosos de polvo los vehículos,
frente a la droguería.
..........Aquiles,
el cochero, sentado al pescante mientras aguardaba, remendaba los
arneses o tallaba pacientemente la vara de la fusta. Pero casi siempre
era interrumpido en su labor por la presencia de Aguiar que,
entreabriendo la puerta de rejilla, le invitaba a pasar. De este modo
hacía ostentación de su sentido humanitario, a sabiendas de que Aquiles
prefería esperar a sus clientes afuera, en vez de hacer esfuerzos por
estarse quieto en una silla.
.......Nunca
las reuniones tenían lugar los fines de semana, ya que el anfitrión
acudía a Santiago o Valparaiso "para ponerse al día" en materia de
espectáculos.
.......En una ocasión le
urgía ver una película de la que ya había leído todas las críticas y
comentarios aparecidos en diarios y revistas. Por ello, en cuanto llegó
a la estación Mapocho tomó un taxi que le condujo de inmediato a la
boletería del teatro, que, para su sorpresa, exhibía una pequeña cola de
personas. En cuanto Aguiar se apeó, lo primero que hizo fue acercarse a
la ventanilla y contar las entradas disponibles y el número de personas
que las requerían. Satisfecho al comprobar que alcanzaban justo para
todos, se puso en la fila. La función estaba por comenzar. La sala era
pequeña y las localidades, aunque dispersas, eran todas buenas. Faltaban
sólo tres personas para el turno de Aguiar cuando apareció un amigo del
que le antecedía y pidió a éste que le tomara un boleto. Al llegar
Aguiar a la ventanilla, el tablero lucía vacío.
.......-Por eso- explicaba indignado a su conmovido
auditorio-, cuando alguien me solicita que le compre una entrada, me
niego rotundamente.
.......-¡Que
barbaridad!- acotaba la señora Leontina, para luego agregar-: ¡Hacer un
viaje desde tan lejos, y para nada...!
.......-¡Así es, amiga mía! ¡Por una sola
entrada!
.......Este incidente hizo que el
jueves por la tarde Carlos Aguiar pagara su salario a los cuatro
operarios que tenía, destinando todo el viernes a darse un buen baño,
afeitarse hasta encender sus mejillas, recortarse la guarda de barba que
le rodeaba de blanco la cara, lustrar sus zapatos, y en fin, prepararse
para salir al día siguiente de madrugada.
.......Una de las tertulias más memorables fue
aquella en la que, rompiendo la costumbre, los invitados llegaron en
forma desordenada. La señorita Toro antes que nadie, engañada por otras
bocinas y otras sonajeras; el practicante, solo, pedaleando todo el
tiempo, y finalmente el Ford de Bechard, en el que esta vez venía el
resto de la concurrencia, incluso la señora Leontina, aliviada porque,
según decía, la obligación de tomar siempre el coche de Aquiles
"repercutiría en su siquis", "volviéndola dependiente", "camino este
seguro a la neurosis". Todo aquello lo había leido en una revista
femenina durante las interminables horas en que la farmacia permanecía
desierta. El cochero, desconcertado, pensando que algo insólito ocurría
a su cliente, acudió de todos modos, apurando el fiacre vacío. Al
llegar, sintiendo el señor Aguiar el crujir del ripio bajo las ruedas
encintadas, salió a su encuentro, y llevandose un dedo a la boca, le
indicó con breves y repetidos gestos de su regordeta mano que entrara.
Entanto Aquiles buscaba su puesto, tropezó con la mirada de la señora
Leontina, que a pesar de estar envuelta en la penumbra era tan malévola
como la del gato.
.......En aquella
ocasión leía Aguiar a sus amigos el libro de Ambroise Vollard, Memorias
de un vendedor de cuadros, y todos se deleitaban con los avatares de la
vida de Manet y de como su viuda, al verse en la miseria, debió cortar
en múltiples trozos el lienzo El fusilamiento de Maximiliano, para así
lograr mayor precio al vender estos por separado y poder pagar sus
deudas. Luego pasaron a las historias de Renoir con sus modelos, y al
antagonismo entre ellas y su mujer; la abnegación de Cezanne y la vida
excéntrica que Gauguin llevara en la Polinesia, rodeado de
nativos.
.......Por un descuido, el frasco
con las gomas de eucalipto había quedado sobre el mesón, al alcance de
la vieja Berta, quien, contraviniendo las órdenes de su médico, las
ingería una tras otra, como queriendo suicidarse.
........-¡Usted no debe comer dulces, mi amiga...!
- exclamó Aguiar, dejando de lado el libro. Y rodeando con sus cortos
brazos el frasco lo colocó lejos, en uno de los escaparates. El
practicante, que dormitaba como el cochero, levantó atento la cabeza, en
tanto la vieja Berta explicaba:
.......-Mi
pobre madre, que también padecía de diabetes, cansada de todo, se
despachó comiendo un tarro de mermelada.
.......Se habló enseguida de enfermedades, lapso
que aprovechó Elvira para traer dos grandes bandejas con queso cortado y
aceitunas. Aguiar escanció licor en todos los vasos, menos en el de la
vieja Berta, que Elvira llenó de café con leche. Como compensación,
Agiar le ofreció entonces una manzana. Y mientras saboreaban aquellos
bocadillos, no sabiendo dónde depositar los mondadientes, el
farmacéutico cogió su violín, y, entrecerrando los ojos, se dejó
transportar por una melodía de Saint-Saëns.
.......En eso estaban cuando se sucedieron ciertos
echos insólitos que perturbaron a los asistentes. Primero fue el viento,
que se empeñó en golpear una y otra vez la puerta de rejilla; luego el
caballo del fiacre, que en un prolongado acompañamiento hizo sus
necesidades, distrayendo vivamente al auditorio; y finalmente, para
sorpresa de todos, un niño con el pelo cubriendole la frente y apretando
un marinero de paño bañado en lágrimas, puso sus pies desnudos sobre el
inmaculado pavimento. Los concurrentes se desconcertaron. Elvira, no
sabiendo como reaccionar, quedó atónita, retorciendose las manos,
mientras Aguiar, sin dejar de tocar, se inclinaba hasta poner el
instrumento a la altura de ese par de grandes ojos negros. Luego,
sonriendo, apartó el arco de las cuerdas.
.......-¿Y tú, quién eres?- indagó
cariñoso.
.......-Me llamo Augusto-
respondió éste con decisión.
.......-Pues
bien, Augusto, ven- exclamó el farmacéutico, y cogiendo al pequeño de la
mano lo condujo hasta el lugar en donde escondía las gomas, y luego a
una silla desocupada junto al mostrador.
.......-Aquí no ha sucedido nada- exclamó risueño,
retomando la melodía.
.......Elvira se
levantó, y haciendo creer que se ocupaba del niño como lo hacía con las
bandejas, lo sento a su lado, rogando a Dios que nadie sospechara que se
trataba de su hijo. Desde luego, los invitados no asociaron al pequeño
con la cajera de Aguiar; pero éste, más suspicaz y buen fisonomista, vio
duplicadas las facciones de la madre en las del niño, y cuando los demás
se hubieron marchado, en tanto guardaba el violín dentro del estuche,
habló a Elvira, sin dirigirle la mirada:
.......-Traiga al chico cada vez que lo desee.
Créame que en nada me molesta. Por el contrario, me agrada.
.......Esa noche, mientras atravesaban el barrio,
sintió la madre una gran alegría y un cierto alivio, que demostró
secretamente al oprimir con efusión la manita de Augusto. Al llegar a la
plazoleta ante su casa, giró la cabeza hacia la cruz vacía, y en su
entusiasmo creyó ver la imagen que las lluvias y el viento habían
disuelto.
continúa >