ADOLFO COUVE

 
 

 

 

ADOLFO COUVE. "Narrativa completa": Cuentos de fantasmas



El escritor argentino César Aira celebra la aparición de "Narrativa Completa", una recopilación de la obra literaria del pintor y escritor chileno Adolfo Couve. La publicación permite la lectura de un escritor que Aira caracteriza como fantasmal, anacrónico y marginal.

POR CÉSAR AIRA
Artes y Letras de El Mercurio, 1 de Junio de 2003

Descubrir a Couve se ha vuelto una tarea de cierta urgencia: su fantasma empieza a pasearse por los cuartos de la literatura con una insistencia que amenaza con hacerse clamorosa.

Esta edición de su narrativa completa vuelve innecesaria, salvo para bibliófilos y coleccionistas, la busca de sus minúsculos libritos; o quizás no: aquí faltan prólogos, y no hay una historia de las ediciones y recopilaciones, detalles que no carecen de importancia en un escritor fantasma cuyas materializaciones en papel impreso fueron accidentadas, difíciles, y siempre envueltas en una discreción de medianoche.

La relectura completa y continua que ahora es posible muestra que, en definitiva, todo lo que escribió este fantasma fueron cuentos de fantasmas. No hubo que esperar a la recopilación póstuma de su obra narrativa para verla en retrospectiva, desde el lado de la muerte, porque toda su obra fue póstuma. En él, el anacronismo fue anterior al tiempo, y el tiempo se desplegó en líneas enroscadas e imprevisibles, en un juego de anticipaciones y demoras que hacen tan perpleja y apasionante la lectura de este volumen.

Parte del encanto tenaz de lo escrito por Couve está en su condición de marginal a la literatura "profesional": es la obra de un amateur dotado, de un pintor al que entre cuadro y cuadro se le ocurrían historias y las contaba con las herramientas interpoladas de la luz, la línea, el encuadre, la composición. Se diría que todo es experimentación con una materia ajena. Pruebas, ejercicios, en los que se obstinó un hombre que no pretendía ser escritor, y por eso mismo seguía preguntándose: ¿Cómo escribir? ¿Qué es eso de escribir? La respuesta queda en suspenso hasta el final. Pero el ejercicio de principiante deliberado alterna con el pulido de la obra maestra, traspapelando con sabiduría el antes y el después. Es difícil decir si Couve aprendió o desaprendió. Adriana Valdés, la recopiladora de esta Narrativa Completa, propone un itinerario que va del fragmento al continuo, y vuelve al fragmento. Es un buen punto de partida, aunque quizás restringido a las apariencias formales.

Los dos primeros libros, Alamiro (1965) y En los desórdenes de junio (1970), el primero una breve serie de estampas aisladas, el segundo cuentos o viñetas, hacen de la fragmentación un efecto del laboratorio de la prosa. Pero muy pronto, en El Picadero (fechado entre 1971 y 1973), bajo el formato de un continuo sin costuras la fragmentación ha cambiado de nivel, tematizada en soledad, incomunicación, en reemplazos y cambio de roles. Una madre que ha perdido a su hijo adopta otro en su lugar, y en veloz sucesión se arman otras parejas, todas igualmente mediadas por una ausencia: la señora y su marido, el marido y su amante, la señora y su hermana, la hermana y su marido, el niño muerto y su enamorado, el enamorado y la madre, el niño muerto y el niño vivo... Cada personaje necesita otro en el que reflejarse, pero, como a los vampiros de la leyenda, el reflejo les devuelve un cuarto vacío.

A El Picadero le siguieron El Tren de Cuerda (1976), La Lección de Pintura (1979) y El Pasaje (1989), los cuatro reunidos en 1996 bajo el título de Cuarteto de Infancia. Son otras tantas variaciones al tema del "huérfano con padres"; los padres y madres proliferan alrededor de estos niños, en una ronda de sustituciones que deja intacta la autonomía de esos Angelinos, Anselmos, Augustos, niños príncipes, impávidos como bibelots, figuras recortadas de un catálogo de aristocracias legendarias y pegados sobre un fondo de vulgaridad realista.

La marca de clase es muy fuerte en Couve. Como en Silvina Ocampo, o en L. P. Hartley, las aporías del privilegio se neutralizan en niños. La inocencia de la percepción infantil naturaliza la inserción en un estrato determinado de la sociedad, y esa naturalidad establece una distancia con la elaborada, esforzada, experimental voz del autor: en esa distancia está todo el hechizo del neoclasicismo de estos relatos. El desplazamiento de puntos de vista sugiere una vacilación respecto de la realidad, efecto de la incomodidad de pertenencia de clase. Los estereotipos psicológicos sociales aparecen, en el vacío abierto entre inocencia y conciencia, como ex votos, en una intensa visualidad, cada uno iluminado con su propia luz.

La identificación (marcada por la A inicial de los nombres) hace de estos niños adultos metamorfoseados, en reflejo de lo cual los adultos se infantilizan. La relación nunca es natural como no es natural la relación entre el amo y el esclavo: una relación que de tan cultural debe aprenderse, ejercitarse, escribirse. El gesto patricio de Couve se refleja en su escritura ocasional, de aficionado, que se niega a terminar de aprender, quizás porque ya lo hace demasiado bien.

La percepción original del niño se transforma insensiblemente en la percepción del artista (sin pasar por la del adulto), y ésta da una segunda coartada a la neutralidad en la guerra de clases, que aparece bajo la apariencia de la guerra del gusto. "Camondo bajó varios peldaños de categoría... El azucarero de plástico sobre la ventana frente al mar, adquirido en un baratillo de San Antonio, tenía un peso, una proyección que jamás alcanzaron sus juegos de porcelana y enseres finos".

En las cuatro novelas "de infancia" hay un crescendo de composición, bien observado por Adriana Valdés. Culmina en El Pasaje, donde el niño protagonista ya no necesita tener la inicial del autor (se llama Rogelio), y sus tres o cuatro madres extrañísimas se desvanecen en una recuperación del padre.

En la perfección de El Pasaje se agota el primer proyecto literario de Couve, y en adelante no vuelve al tema de la infancia. Ya en La Lección de Pintura se abría un camino alternativo, que no es otro que el de la madurez artística del autor. El privilegio social, traducido a privilegio del talento, se disimula bajo la metáfora del destino.

Los relatos que siguen, de los primeros años noventa, El Cumpleaños del Señor Balande, Balneario, Infortunio de los Almagro, apuntan en distintas direcciones, tentativos, más o menos fallidos; es otra vez el aprendizaje, la busca, después de lograda la maestría. En todos ellos se va conformando, con necesaria laboriosidad, la temática de la exclusión. Los niños se han vuelto señoras maduras insatisfechas, viejas esperpénticas que buscan el amor en un mundo chabacano donde la aristocracia ha quedado reducida a caricatura.

Las premisas exigentes del arte de Couve hacen que la única historización a su alcance sea el anacronismo, en el que el tiempo se despliega ante la vista como una especie de paisaje topológicamente irracional. Seguramente los críticos que se inclinarán en el futuro sobre la obra de Couve (y sospecho que lo harán con asiduidad) buscarán claves en la relación texto-pintura. La espacialización del tiempo narrativo es muy patente en sus procedimientos. Las descripciones, tan abundantes como extraordinarias, son un buen ejemplo. Mientras que en la novela clásica la descripción cumple una función temporal en tanto es recuperada más adelante para significar alguna motivación (la novela policial es el paradigma de este uso), en Couve la descripción permanece anclada donde se produjo, en una espléndida gratuidad.

Un relato de esta época, Mamparas del Sagrado Corazón, propone una vuelta de tuerca: un joven que termina sus estudios en Santiago vuelve al fundo familiar en Concepción, y el relato mismo del regreso se erige como un panel translúcido entre pasado y futuro, entre las andanzas estudiantiles y el conformismo del adulto agrario. Alienado de su familia por su descubrimiento del mundo, el joven protagonista termina alienado del mundo por el abrazo familiar. La exclusión también puede tomar la forma de una inclusión. El individuo, de esta manera, pierde en todos los casos.

Esa dialéctica del fracaso encontró su expresión plena al final, en La Comedia del Arte (1995), y su continuación Cuando pienso en mi falta de cabeza. El salto ha sido muy largo, desde el descubrimiento de la vocación en La Lección de Pintura: toda la carrera del pintor ha quedado atrás. Cansado de las alternancias del recuerdo y el olvido, Couve parte desde adentro del anacronismo, inclusive en el trabajo mismo de la escritura. La novela se presenta como la reconstrucción de otra anterior que no pudo ser escrita. "Es la tercera vez que intento este relato... Antes fracasé". Y la confesión que sigue es reveladora de las intenciones que guiaron al aprendiz Couve en su escritura: "me esfuerzo en... ligar lenguaje y contenido con mucha acuciosidad para alcanzar un todo armónico". Las viejas recetas de fusión de forma y fondo parecían haber dado resultado en las novelas de la infancia, pero a la larga agotaron su eficacia. Y entonces "el tema... quedó latente, intacto, como aguardando una nueva oportunidad". El tema a la espera de la forma será el argumento de esta novela.

El protagonista, Camondo (Alonso Camondo, para que las iniciales no dejen lugar a dudas) es un pintor varado en Cartagena con su modelo, Marieta. El arte ya ha transcurrido para él; la chillona vulgaridad del balneario es la frontera entre el arte que lo justifica y lo que viene después de su abandono. El noble oficio de la pintura, del que no conserva más que unos "dudosos" conocimientos técnicos, se desplaza a la invención de un retablo de imprevisibles marionetas. La Pili, Helena la loca de la playa, Bombillín el tony gigoló, Sandro el joven proletario, el fotógrafo Aosta, San Tarcisio, desfilan envueltos en la luz tierna de una miniaturizada creación del mundo. No faltan siquiera los dioses del Olimpo, y una ambigua Musa que se materializa como Mujer Barbuda. Camondo y Marieta, santísima trinidad de dos, se unen y separan como el cuerpo y el alma, el artista y su obra, el tiempo y el espacio. En la maravillosa invención que lleva la novela más allá de sí misma, Camondo pierde la cabeza literalmente, después de tanto perderla en la metáfora, con lo que se completa la venganza de la realidad.

El costado autobiográfico es un poco demasiado obvio para tomárselo en serio. Resbala hacia la alegoría burlona, como si el autor hubiera querido incluirse en pie de igualdad en la galería de tipos de la "comedia del arte". Quizás terminó buscando ahí, en el grotesco de una fantasía carnavalesca, una última protección contra la realidad. Couve no fue el primer artista, ni será el último, que encontró imposible la vida; el arte se hace con las paradojas de ese imposible que sucede a pesar de todo.

El fantasma es el único personaje que se adapta al pliegue del tiempo que impone la vida imposible, y Couve fue un insuperable artesano de fantasmas. Los niños de sus primeras novelas volvían desde el otro lado de la vida, radiantes espectros de belleza, figuras de la pintura rearticulándose en el lenguaje. Su última empresa redobló la apuesta, sin modificar las reglas del juego; los decadentes monigotes de La Comedia del Arte saltan del lenguaje a la pintura y escapan también a las leyes de la evolución realista.


 

 
 

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