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No es invalidante el silencio

Por Felipe Montalva Peroni
Publicado en revista El Ciudadano, febrero de 2018


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Uno. Algo en su muerte ejemplificó un rasgo de su vida. Fines de noviembre de 2016. Un escueto correo electrónico me informa de la muerte de Hernán Carvajal, en Pichiquillaipe, localidad al sur de Puerto Montt, en las cercanías de la carretera austral. El hombre ya había sobrepasado la octava década y, desde algunos años, vivía junto a la familia de su hijo menor, en esos parajes que, quien me redirigiera ese aviso, había descrito como una tierra de mar abierto y cielos limpios, que llamaba a contemplarlos en silencio y dejarse abrazar por estos.

Tras la lectura de esas 3 ó 4 líneas sobre el fondo blanco parpadeante vinieron el silencio, las ideas y sentimientos revueltos y, finalmente, las palabras. Como había ocurrido siempre.

Carvajal murió lejos de Valparaíso, ese caleidoscopio, como lo llamó alguna vez, donde habitó buena parte de su vida y produjo su menuda y contundente obra.

Dos. Fue en 1993, cuando el escritor Víctor Rojas Farías me habló, por primera vez, de un autor completamente inusual en la literatura porteña y acaso en la nacional. Su presentación era la traducción de “La Saison en Enfer”, de Jean Arthur Rimbaud, un librito de tapas oscuras que, en la modestia de su presentación, escondía una de los mejores traslados que se han hecho al castellano de la obra del maldito francés. Tiempo después, Rojas Farías me obsequió otro volumen muy semejante en su economía de recursos. Se llamaba “Inxilio” y lo firmaba Juan de Quintil. Es el mismo autor de la traducción, aclaró. El que usa, también, el alias de Lord Cuchuflí para “Seguridad Ruleta Rusa” y “Verticación/Omisionario”, versiones previas de “Inxilio”, regaladas a amigos. Pero esto lo sabría mucho después.

La portada llevaba una cita a Enrique Lihn: “Nunca salí del horroroso Chile”, y unos datos editoriales (“Asteria ediciones. Serie Escrituración del subsuelo) que definían desde dónde se redactaban versos y prosas que funcionaban como una bitácora de la represión, desatada desde la primeras horas del Golpe de Estado. Ya en la solapa se declaraba:

“Al filo de ser arrancados por la nunca pacífica mar océana, un largo y angosto escalofrío se nos volvió tierruca. A la desesperada pervivimos entonces. La palabra devino mayor entre los recursos del desamparo”.    

O en la contraportada:

“Testimonia el autor en estas cuartillas, su paso por el infamísimo 73. En naves-prisión derivaron embarcaciones en bahía de Valparaíso, luego centenares fueron ninguneados hacia Pisagua. Tal cuenta este libro. Pero para nada espere el lector el facilongo del lineal periodístico. De estas apuntaciones de alteridad no es invalidante el silencio”.

Carvajal (o Juan de Quintil o Lord Cuchuflí) reconstruía su prisión política y, como lo enunciará en sus líneas, los años penitenciales que siguieron, incluso con posterioridad a 1990. Pero trabajaba con un lenguaje que, desde la forma, quería representar el quebranto personal y social. Donde ciertos elementos generaban proyecciones que lo distancian del testimonio puro. Un ejemplo es el modo de denominar: No habla de asesinatos sino de “asesinaciones” (así como de “apuntaciones”). Mutar así la palabra significaba no cerrar la acción que se describe sino indicar que esta continúa ejecutándose. Es como si, al decir de la filósofa Lucy Oporto, “la tensión y la urgencia, en lo que respecta al lenguaje y su transformación, (estuvieran) exigidas por el ineluctable peso de la realidad”[1]. La singularidad de su lenguaje también radicaba en el empleo de términos cosechados desde el pretérito del habla popular. Carvajal fue maestro escuelero en la ruralidad de las provincias de Arauco, Malleco y la costa del Maule, desde la década del 50, antes de regresar a Valparaíso en 1960.

Una visión del buque escuela en “Estado de pandorga interna”:

“Blanca cebolla ha reemplazado su velamen por alas de colosal vampiro, esqueletos son sus mástiles. La picana (eléctrica) burila su grabación imposible: el disco de los cuerpos al martirologio: Ih... ih... ih... Del color gris a la cianosis de los cascos: al viento restallan banderas de opresión. Los sin vacilar desembarcan en la pobrería, a tronar contra los indefensos. De saludadores de muertos se hartaron ya: oh alegrías: invadir y desfogar ahora el reconcomio que nunca podremos con los che”.

O sobre el traslado a Pisagua, a bordo del Maipo, en “Chincolito acusado de matar escopeta”:

“Patriarca, geronte y no gerente de esta nueva barca de Caronte, es un campesino de Lagunillas; capitán de carabineros del pueblo próximo (Casablanca) redactó denuncia y firmó sin verle: los cargos no se compadecían con las maquineadas del viejo, que en otra boca su relato da risa. Forjado por intemperies, reseco el continente, pausada el habla, tiene sin embargo un nombre dulce y agreste como miel de monte: Amable Pozo; jodido por la diabetes, sin los anteojos, este peligroso instructor mirista de campamento guerrillero, no alcanza ni a divisar el rostro de sus bisnietos”.

Las citas redirigían a Lihn, Cesare Pavese, Luis Cernuda y, obviamente, Rimbaud, con el que establece un nexo entre su “Temporada en el Infierno” y la que le tocó vivir al pueblo chileno.

Tres. “Inxilio” se transformó en un libro secreto. Un oscuro volumen de poco más de cien páginas que, sin embargo, no dejaba indiferente a quien lo leyera. Como Carvajal. Alguien que parecía guardar para sí, para estos pocos lectores, el fulgor de su reflexión y creación. Con justicia, las editoriales porteñas Inubicalistas y Ágora realizaron una reedición en 2015.

Cuatro. Mucho tiempo después, a fines de 2005, conocí personalmente al autor de estos textos. Me recibió la tarde de un 24 de diciembre en un departamento ubicado en la periferia de la ciudad-puerto, desde donde podían verse las quebradas y los cerros que luego serían arrasados por los incendios. Eran los años de revista Ciudad Invisible, en Valparaíso, donde con afán de homenaje y toma de posición bautizamos como “Inxilio” a la sección de literatura local. Ese encuentro sería el inicio de una secuencia de charlas, intercambio de notas, manuscritos y algunas grabaciones. A la par de sus escritos, recuerdo sus narraciones. Había algo de werken en Carvajal. En su capacidad de recordar escenas y vivencias de un país (y un pueblo) ya inexistente. Eran fragmentos que parecían radicarse en continentes que comenzaban a distanciarse.

Cinco. Estas notas fueron escritas en varios momentos, y entre diversas faenas. En la fase final, bajo el espectro de los trágicos incendios en las regiones de O'higgins, Maule y Bio Bio. Pensaba cómo en “Inxilio”, el poeta Carvajal pudo mirar hacia el futuro, atisbando e interpretando signos: “Mascaritas del “socialismo real” han caído como calzón de puta. Pero nunca como antes ruleteó espiral de lo demoníaco el dinero”. Su examen sobre Chile, -un país, el suyo, que veía mutar a lo ajeno- era y es demoledor. Las consecuencias las padecemos hoy.   

Seis. El poeta vidente sólo muere físicamente.

 

 

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[1] Asco de Guerra. Lucy Oporto. Texto leído para el lanzamiento de la reedición de Inxilio, septiembre de 2015.



 

 

 

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