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Ensayo...........................Residencia de Neruda en la Palabra Poética, de Enrique Lihn.

 

 

  ......A un cierto nivel este esfuerzo tiene algo del enfrentamiento en un mismo campo del lenguaje de dos poderes que luchan con las mismas armas por su posesión, y la palbra poética es también dictatorial y totalizadora de una manera declarada y desnuda, remedando o parodiando así, desde su viviente balbuceo infralingüístico, lo que el sistema sígnico de la comunicación normal oculta bajo la apariencia de la claridad y de la inteligibilidad: su oscuro carácter represivo. La otra cara oscura del lenguaje queda al descubierto en el discurso delirante, pero la palabra poética no es por cierto una mera desintegración, entropía de las significaciones normales o caos; no abandona, a cambio de nada, el campo de esas significaciones demasiado positivas que Mallarmé aspiraba a retirar de las palabras. “Tantea –Merleau Ponty- en torno a una intención que no se guía por un texto, que precisamente está escribiéndolo”. La palabra poética fuerza al lenguaje y representa una voluntad de integrar en él un Sistema sombrío”.

          Todo lo que hasta aquí pudiera parecer un preámbulo se ha referido casi explicitamente al Neruda de las Residencias y de los escritos que, en su obra superabundante, fluyen por el cauce abierto en ellas, las prefiguran o prolongan bajo el signo oscuramente resplandeciente de una misma Arte Poética.

          El joven autor de Tentativa del Hombre Infinito. El habitante y su esperanza  y Anillos, por ejemplo, es el Neruda del discurso delirante que nos interesa, cuyo rostro no se pierde en un texto como Las furias y las penas; rastro que resulta ya penoso de seguir por esa montaña de retórica llamada, en la obra nerudiana, Machu Picchu.

          Estará claro que, con respecto a la obra restante, no haremos nuestra la objeción política y panfletaria de que la política y el panfleto son los culpables de esa producción de menor cuantía estética, la cual es también –agreguemos- una sobreproducción estandarizada. Es la experiencia del lenguaje o de la palabra poética en el lenguaje, la que se quiebra en un cierto punto de esta obra que allí se eclipsa prolongándose bajo una perspectiva agotada como una hábil, monumental si se quiere, pero no menos vacía ornamentación de lo ya dicho.

          La gran poesía nerudiana, en el sentido de esta grandeza hisórico-profética, geográfica y cívica, incluso y/o sobre todo intimista en una dimensión como lo fue, en su hora, la de los poetas románticos del tipo de Victor Hugo; esa voluntad de omnipresencia y monumentalidad es la  que hace de una parte considerable de la obra nerudiana –reintegrada así a una tradición extenuada o inactual- lo que de esta renuncia ala aventura de la palabra poética y de su creatividad consustancial puede resultar: una palabra, en el fondo, unidimensional y como tal “vacía”, revestida del relleno de los tropos que encandilan o deslumbran, pero que no iluminan; y el horror al propio vacío es el que subyace acaso a una retórica así entendida, como amplificación y reiteración de lo ya dicho en un nuevo discurso que recorre un camino de etapas previsibles bajo la constante amenaza de la banalidad.

          Mientras la heterodoxia de una Gabriela Mistral implica la tensión bipolar de una religiosidad personal, la cual necesita, con urgencia creciente, de las operaciones oscuras de la palabra, de la densidad de un cuerpo verbal, y así se constituye en una escritura llena de obstáculos reales que le brotan en una forma entrañable; hay malos momentos, y son muchos, en los que el autor de Canto General y tantos otros libros, naufraga en una mera abundancia y preciosismos verbales acuñados en la superficie del lenguaje.

          Esta crítica sólo puede valicar si se hace primeramente justicia a quien, con toda probabilidad, es uno de los dos o tres más grandes creadores, en su tiempo, de nuestro idioma, y , en cualquier caso, el más influyente de todos por el espacio de varias generaciones.

          Para evitar un rechazo fácil y errado habría que fundar esta crítica en el entendido de que “la obra literaria –Jakobson- es un todo y al mismo tiempo parte de un todo más complejo” acotando el campo cultural en que situó Neruda para hacerse cargo de sus relaciones con la literatura y con las otras formas de producción cultural propias del estado en que dicho campo se encontraba para él y sus disponibilidades específicas de cultivarlo.

          Arriesgamos, por ahora, una simple hipótesis de trabajo: a la hora en que, hace treinta años, un escritor latinoamericano se veía movido a tomar conciencia social de su oficio y a reflexionarlo, resumiéndolo como una práctica de algún modo teorizada del mismo, podía confundir, de buena fe, la poesía con otras muchas tareas de “servicio público”.

          Todavía el americanismo es un mito activo para una literatura que aspira a llenar, a nivel de la leyenda, el vacío de una historia no escrita en un sentido moderno, y la política práctica, esto es, ceñida ideológicamente a una determinada militancia, sigue siendo la tentación de una poesía que parecería no poder socializarse sin renunciar a su relativa autonomía, como portadora de propias e intransferibles significaciones.

          De la falta de tradiciones culturales siempre se ha intentado inferir erróneamente, entre nosotros, un sobrevalor de lo llamado real –naturaleza y sociedad- al margen de la literatura; lo cual no se la dejó, ni muchísimo menos, de hacer, pero se la hizo con la presunción de un realismo, mágico o no, mezclándolo todo como en el siglo XIX: ideología, política, geografía física y humana, sociología, etc. Por razones de principios entresacados de una cierta especie de subdesarrollo cultural se ha buscado lo real y con ello la significación de una obra literaria fuera del lenguaje, y el resultado ha sido –es- la irrealidad de muchos productos en todo sentido insignificantes, “reflejos artísticos de la realidad objetiva” que languidecen a cada cambio de perspectiva del discurso histórico.

 

 

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