Ensayo...........................Residencia
de Neruda en la Palabra Poética, de Enrique Lihn.
Lo sorprendente es que, dentro
de este simple enmadejamiento o confusión de niveles de producción
cultural, haya surgido, en su tiepo, el discurso triunfalmente caótico
del hablante de las Residencias, como una auténtica respuesta en latinoamérica,
dentro del idioma español, al pronunciamiento siempre vigente de Baudelaire:
“El poeta es la máxima inteligencia y la fantasía es la facultad más
científica de todas”.
Quizá no sea inoportuno
en este punto insistir explícitamente en la carga semántica positiva
que tienen para nosotros las nociones de caos o delirio cuando se
refieren a la palabra poética cuya función, en último análisis, sería
la de rescatar el lenguaje, relevándolo así a la condición de una
realidad en sí mismo, e indagatoria con respecto a lo desconocido,
de la vacuidad de la palabra comun: falta conciencia de esa inconciencia
del lenguaje que, a través de
áquella, “reprime la riqueza de lo real –Kosick- como un residuo irracional
e incomprensible”, asegurando así la reproducción de un sistema de
signos y con ello una cierta propiedad del lenguaje dominante y su
tendencia a la naturalización.
De alguna manera que no
por explicable disminuye el mérito de una personalidad capaz de ello,
Neruda o el sujeto de la obra así firmada emergió con la primera Residencia
–entre 1925-31- en la madurez de sus plenos poderes.
Frente a la palabra poética
que entonces acuñó y que conserva todo su valor, los intentos de disminuirla
acusándola de plagiaria –errados o no en lo que respecta a determinados
momentos de esa palabra- fracasaron por la invalidez de su intención
policial y judicial. La propiedad privada de los medios de expresión
poética no se puede invocar sino ante el tribunal de los derechos
de autor; pero más allá de lo que este tribunal pueda calificar técnicamente
de robo, no hay tal; y por cierto, la originalidad de Neruda es el
fruto de copiosas lecturas minuciosamente asimiladas.
Ante todo, diríamos nosotros,
la de los poetas claves del siglo pasado, a partir de Baudelaire,
Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé, de los que la generación modernista,
con Darío a la cabeza, acusaron un recibo indirecto, de consecuencias
muy secundarias, ahogado por otras influencias, como la más fácil
de Paul Verlaine. En la atmósfera del simbolismo decadentista de fines
de siglo, aunque se rindiera culto a los maestros de la generación
del 70, se los entendió poco
y mal.
El relevo de Rubén Darío
por Neruda resolvió positivamente esta situación, conservándose en
ello, por lo demás, parte sustancial del modernismo: el aire romántico
de la familia.
Neruda superó por completo
aquí la instancia, en último análisis naturalista, del exotismo finisecular,
parnasiano y positivista, al hacer del lenguaje mismo una tierra incógnita,
independientemente de los elementos representados en ella, los cuales
insurgen, pues, con total “naturalidad” en el discurso nerudiano,
puesto que allí “estan en su elemento”.
Mientras los modernistas poetizaban la naturaleza americana,
previa denotación inventarial de la misma, exaltados por la posibilidad
de representar “a lo vivo” un mundo nuevo, Neruda cancela la dualidad
de los discursos connotativo y denotativo en un discurso que desconoce,
olímpicamente, la diferencia entre subjetividad y objetividad y que,
por lo tanto no cede, en esos tiempos, a la tentación exotista de
las exhibiciones que emparentaba la literatura de principios de siglo
con las Exposiciones Universales de Artes e Industrias.
La India, vivida desde
un consulado hundido en Sahagún, abre su cauce en las Residencias y fluye entrañablemente
por ellos, como si para esa palabra poética el fabuloso Oriente no
formara nada más que parte consustancial de sí misma: “Amor de niña
pequeña y gran cigarro, flores de ámbar en el puro y cilíndrico peinado,
y de andar en peligro, como un lirio de pesada cabeza, de gruesa consistencia.
Y mi esposa a mi orilla,
al lado de mi rumor tan venido de lejos, mi esposa birmana, hija del
rey”.
Las Residencias plantean toda clase de problemas que no podemos resolver aquí: su
ascendencia simbolista o presimbolista arrastra los sedimentos románticos
que pueden encontrarse en Rimbaud y Mallarmé, y el espejeo de la poesía
inglesa del siglo XIX; pero ha cruzado luego por la atmósfera de fines
de siglo impregnándose de la funeraria suntuosidad represiva de la
Belle Epoque y su “turbia sexualidad”, pero haciendo suya la contrapartida
de la misma, la respuesta, como en Lawrence por ejemplo, de un pansexualismo
exasperado, en lo tocante a su ideología consciente, hasta donde sería
permisible hacer uso de esta expresión con respecto de una obra que
lucha justamente contra la represión oponiéndole la sorda resistencia
de una palabra imposible de penetrar por el procedimiento habitual
y represivo de la decodificación de un mensaje.
El notorio erotismo de
las Residencias pertenece al “orden” o la transgresión de todo orden
propio del lenguaje del deseo o de la penetración del deseo en el
lenguaje. Así se constituye la palabra poética como el objeto de un
deseo sin objeto que la recorre o en la que ella se recorre autoeróticamente.
Es el “Lamento lento” por esa ausencia que, a partir del lenguaje,
se abre en el mismo como signo de su fundamental insatisfacción, y
el “correlato objetivo” de la misma reside en esa deficiencia de lo
real que está en la base de la sobrerealidad de la palabra poética:
objeto creado por el deseo como el cuerpo verbal que sirve de recorrido
a un deseo sin objeto; el deseo de nada, o de todo.
En las Residencias se
padece la “Tiranía” de una ausencia que el lenguaje encarna bajo una
dimensión cósmica que sólo puede existir en el universo creado por
esa palabra anhelante. Sólo en su propio desencadenamiento ella encuentra
el objeto de su deseo sin objeto. Así el autoerotismo de “Ritual de
mis piernas”, la frustración de “Caballero solo”, la concreción fascinada
y masoquista de la malignidad en “Tango de viudo no son temas extrínsecos
a un Arte Poética en que se funden lenguaje y deseo. Son los pre-textos
de estos textos así reescritos, el doble cauce de una misma escritura
que de tal modo se hace explícita pero no más clara ni más sencilla
para la lectura de su rechazo de las significaciones mal llamadas
normales del lenguaje, esas que lo privan, en nombre de la medida
común, de su existencia real.
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poetica, de Enrique Lihn.