Ensayo
RESIDENCIA DE NERUDA EN LA PALABRA POÉTICA
Enrique Lihn
Un poeta da la medida
de su autenticidad en la medida en que su escritura –conservadora
o conquistadora- domine
el espacio literario de la época en que se inscribe, efectuando allí
toda una serie de operaciones descriptibles por su eficacia. Debe
asumir el total de eso en lo que la poesía ha llegado a constituirse,
actualizando una tradición con la originalidad obtenida de su frecuentación
y activo conocimiento de los orígenes.
Dicha toma de posesión
no se refiere obviamente a un objeto inerte, exterior a ella, del
que pudiera hacerse cargo el sujeto de una manera pasiva. Actualizar
una tradición en el plano de un lenguaje no significa de ningún modo,
pues, el retorno idéntico de lo mismo sino su reaparición bajo el
signo de la Alteridad; y esto es todo lo que en el campo de la creación
(poética) puede admitirse como instancia conservadora: creación y
poesía no admiten un mayor divorcio etimológico.
En un orden de observaciones
a las que aquí podemos apelar referidas a la evolución de los géneros,
se ha dicho: “Si se sabe de qué especie es el tigre, podemos deducir
las características de cada tigre en particular, el nacimiento de
uno nuevo no modifica la definición de la especie. La evolución sigue
aquí (en el campo del arte o de la ciencia) un camino muy diferente;
cada nuevo ejemplo modifica la especie”. Una suerte de ley irregular
o de irregularidad legalizada –la “ley de las excepciones”- parecería
auspiciar el nacimiento de toda vocación poética en el seno de una
especie de contranaturaleza; y, aquí –cito a Bataille- “cada forma
individual escapa a esta medida común, y en algún grado, es un monstruo”.
Es la desemejanza de los distintos especímenes de una “especie” que
se constituye de espaldas a toda ordenación y legalización abstractas,
aquello que está en la base de su indiscutible “semejanza”, de su
entrañable parentesco. El desvío de una norma imposible, por lo demás,
de constituirse dentro del sistema –el lenguaje poético- al que nos
referimos, sin que el sistema mismo desaparezca admite grados de mayor
o menor “monstruosidad”, pero es ésta la que en mayor grado debe triunfar
en la escritura poética, y no es raro pues que está ligada incluso
temáticamente a ella. Sólo así debe entenderse el juicio de Apollinaire
sobre “esta larga querella de la tradición y de la invención, del
orden y la aventura”.
Estos son, en parte, los
trabajos que garantizan la Residencia
en la Tierra de un poeta, vale decir, en la tierra, una y otra
vez incógnita, de la escritura, sobre la cual cada nuevo ocupante
debe extenderse a la aventura para instaurar su propio orden surgido
de un doble e imperioso movimiento de solidaridad y desolidarización
con los antiguos ocupantes de la poesía. Es la soledad de una palabra
en una Lengua que no le ofrece el amparo de una institución establecida
de una sola vez y para siempre, por todos y para todos, sino que,
para el recién llegado, el rastro de otras experiencias de la palabra
en el lenguaje, a las cuales se siente ligado en su soledad por una
común anarquía.
Desde este punto de vista
tampoco resulta sorprendente el hecho tantas veces reiterado por la
palabra poética al nivel de la explicación temática misma –no sólo
como configuración o expresión sino también como fábula; por ejemplo,
en “El habitante y su esperanza”- de que esa palabra declare –desdoblándose
en esta toma de conciencia de sí misma- su complicidad con “la gente
intranquila e insatisfecha, sean éstos artistas o criminales”.
El temple de ánimo de
la soledad y la solidaridad anárquica con las marginalidades del mundo,
puede compartirse extraliterariamente con determinados individuos
o grupos humanos en ciertas coyunturas históricas; resolverse en una
ideología y/o una política. De por sí, como contenido explícito, puede
sitiar y abordar la forma literaria sin obtener nada de ella que en
ella lo legitime. Pero, al desplegarse la palabra poética rehusándose
a constituirse en el contenido de un continente exterior a ella y
a cifrar así un significado que le imponga su ley, y la disipe en
la generalidad, reduciendo lo que ella tiene de no dicho a lo ya dicho,
venciendo su resistencia a ceder a la imposición de significaciones
en las que otros pretendan encerrarla so pretexto de su “ambigüedad”;
al adoptar esta conducta, la palabra poética –solidaria y solitaria-
encuentra en sí misma, a partir de sus propias operaciones y como
su “deber original”, la Ley de su excepcionalidad transgresora con
respecto a los códigos establecidos por la Realidad Dada.
La palabra poética es
una experiencia del lenguaje que lo pone a prueba negativamente. Surge
como una resistencia de la “monstruosidad” a “la medida común del
lenguaje” y a las pretensiones totalizadoras del sistema sígnico prevaleciente
o dominante en una sociedad dada.
Frente al discurso de
dicho sistema que reprime a la palabra imponiéndosele como una falsa
conciencia, y por virtud de la palabra poética, el deseo que estaría
en la base de la constitución de los signos, vuelve a panetrar en
el lenguaje que así encarnado toma la densidad de un cuerpo verbal.
Para llegar a esta materialización, la palabra poética asume “el terror
de los signos inciertos”, aquellos contra los cuales “en toda sociedad”
–Roland Barthes- se desarrollan técnicas destinadas a fijar la cadena
flotante de los significados”. Estos signos inciertos lo son, pero
no de una vaguedad significativa; significan la resistencia a la congelación
de los significados en virtud de la cual se instaura el verdadero
terror no vivido que implica la falsa conciencia de la realidad como
producto de las técnicas sociales y represivas de significación.
La palabra poética, obsedida
expresamente desde Rimbaud por la posibilidad de “poseer la verdad
en un alma y un cuerpo” empieza por la explosión y el derrumbe del
lenguaje hacia el abismo corporal y erotizado que le ocultan las sublimaciones
del lenguaje común. Asume el terror del inconsciente y se acerca, entonces, a otros sistemas sígnicos como la gestualidad, la mímica
y en cierto sentido la voz misma, que responden mejor a sus impulsos
delirantes.
El delirio anula la obra
de la represión o, por lo menos, la enfrenta, verificando en sí mismo
la existencia de la represión. La relación de identidad de la palabra
poética con el inconsciente –identidad, para nosotros, a la vez de
rebelión y revelación- ha sido ya muchas veces y bien descrita: “Infralingüística
–escribe E. Benveniste-, tiene su fuente en una región más profunda
que aquélla en que la educación instaura el mecanismo lingüístico.
Utiliza signos que no se descomponen y que comprenden numerosas variantes
individuales, susceptibles a su vez de acrecentarse por recurso al
dominio común de la cultura o la experiencia común”.
La palabra poética desarticula
ese mecanismo lingüístico obligándolo a funcionar en esa región más
profunda, desfuncionalizándolo allí en beneficio de la lucha contra
la represión a través del delirio. A la estabilidad de los significados
congelados contrapone la inestabilidad de una palabra que fluye y
refluye, balbucea y gesticula y que a la vez opone a las indeterminaciones
de la generalidad, la resistencia de las máximas concreciones.
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poetica, de Enrique Lihn.