María Isabel Nuñez llegó a vivir en un lugar llamado
Hol-Mué. El pueblo no puede ser visto ni desde sus costados ni desde el aire a causa de los árboles. Es una aldea donde acontecen trescientos días de sol por año. Cuando llueve grueso
las casas se deshacen y es necesario construirlas de nuevo. Pero la última reconstrucción tuvo lugar hace dos siglos. Son frecuentes, en cambio, las neblinas matinales,
muy húmedas, que toman a su cargo las funciones de la lluvia. De esta niebla toman a su cargo las funciones de la lluvia. De esta niebla toman sus aguas diurnas y nocturnas las
arboledas, los arbustos, la hierba, y sobre todo, los frutos macizos y esplendentes que han rendido al pueblo una completa celebridad. María Isabel se instaló a vivir en una casa que le alquilara el capitán Triggvason, su amante,
y más tarde su marido. La casa estaba en mitad de un huerto. El huerto estuvo ocho años a cargo de un jardinero y horticultor de origen nórdico llamado Ari Skaldaspillir. El hombre era un tipo solitario, envejecido, y parco en palabras. El capitán Trigvasson le cedió como habitación una
glorieta que se estaba desarmando al fondo del huerto, detrás de cuatro árboles corpulentos. La glorieta, por caprichos del arquitecto que la diseñó y levantó, estaba construida sobre
pilares, a la manera de los palafitos, pero no había agua debajo. Sobre aquellos pilares se erguía redonda y alta. Tal vez por esta causa, u otra causa mucho menos comprensible, Skaldaspillir, el jardinólogo,
la llamaba El Faro. Puso una lámpara marina arriba, y cuando brotaba la niebla desde la tierra caliente y húmeda, en verdad la glorieta
se transformaba en un faro. Pero Skaldaspillir llevaba mucho más lejos la analogía tangible de sus sueños: si bebía -y ello era frecuente- hacía resonar una bocina estridente y ronca, que él pretendía
confundir con un burdo cuerno de niebla. María Isabel salía de la casa gritándole:
..........-¡Deja de hacer sonar eso, coño, o te capo con los dientes!
..........Pero nunca lo capó, pues el tiempo precipitó sus jóvenes cosas. El 2 de abril, María Isabel Nuñez viajó a la capital. Para hacerlo, como el padre de Neftalí Ricardo Reyes Basoalto,
escogió el tren de la muerte. En la Estación Terminal se topoó con violentos desórdenes callejeros y numerosos combates entre, de una parte, los ciudadanos -obreros y estudiantes en su mayoría-
y el ejército profesional de los Aciagos de la Tierra de otra, que actuaba montado y armado de largas lanzas. Como sólo contaba entonces veinticuatro años, un soldado la confundió con una estudiante y
le clavó la lanza por la espalda, sin que ella tuviera una noción clara de lo que estaba sucediendo. Un poco más lejos, hacia el centro de la ciudad, más allá del río, agonizaban otros estudiantes, heridos de lanza o de bala y tirados en un charco de sangre. Lo mismo
acontecía con centenares de ciudadanos en decenas de barrios diferentes. Veintinueve años más tarde, en la madrugada del 7 al 8 de septiembre, María Parabellum recibió un tiro en la cabeza, acusada de complicidad con los hechos acaecídos ese día en Utsavalipak, a saber: el magnicidio
del tirano Augusto Aciago de la Fosa, asesino intelectual de su padre y de miles de otros ciudadanos civiles y uniformados. Fue sorprendida escribiendo sobre un tablero de dibujo y conducida más tarde a una
clínica privada para evitar que la torturaran en plena agonía, como es allí frecuentemente el caso. Estuvieron junto a ella, relevándose con remarcable lealtad, los enfermeros Cessair Triggvason, Yolanda Vutamapu, Victoria
del Tránsito Lúcido, José Bregante Lúcido, y también Ari Skaldaspillir y Snorri Sturluson, estos dos últimos, médicos pertenecientes a la organización internacional Amor sin Barreras. María -como su amado Odín- agonizaría durante nueve días con sus nueve noches, pero, a diferencia de Odín, ni bebería la hidromiel que permite el conocimiento profundo de las runas con las
cuales se escribe la más sonora y metafórica de las poesías, ni descendería del árbol, en este caso del coma, es decir, de un sueño largo como un libro procedente de lecturas diversas. Algúnas imágenes y algunas de sus pesadillas intelectuales, mezcladas con fragmentos verdaderos de su vida, la visitaron durante el penoso trance. Más tarde murió, mientras tenía la sospecha -completamente delirante- de que había escrito un extenso relato en el que narraba un
duelo que tenía por escenario el mundo entero, y que creyó haber titulado Del extravertido combate entre Régulus, estrella guardiana del Norte, y Fomalhaut, estrella guardiana del Sur. Lo sugestivo, sin embargo desde un punto de vista estrictamente literario,
es que ella habría imaginado un combate singular sostenido por dos de sus médicos, el jefe de sala José Bregante Lúcido, nacido al interior del Campo de Exterminio llamado Inn Doam Erikka, y el médico extranjero Ari Skaldaspillir, doctorado en la Universidad de Reykjavik. El relato íntegro cierra este volumen. Lo firma como Cessair Triggvason e incluye en él, protagónicamente, a María Parabellum, su alter ego.
.......... Esta
muerte no produjo la menor conmoción. En las altas esferas oficiales estimaron que aquel nombre -María Parabellum- no era otra cosa que una chapa para ocultar una identidad distinta, y había sido utilizado para llevar a cabo eventuales actividades terroristas desde el ajusticiamiento de su padre, el capitán Erik Triggvason. Se creía saber, además, que era una ciudadana de origen extranjero,
sin que nadie se diese cuenta nunca, verdaderamnete, de su filiación real. En el Cementerio de Utsavalipak fue despedida por Rodolfo Walsh, a quien todo el mundo buscaba en otros cementerios muy lejanos. Cerca de su féretro divisó a un poeta español nacido en Orihuela, que habría acariciado la cabeza de María Isabel Núñez, su madre, cuando
ésta tenía cuatro años y vivía todavía en Barcelona. Él perecería años más tarde en el presidio de Ocaña. Un poco más lejos, situándose discretamente, miraba el grupo de tipos que tenían una o las dos manos cortadas. El primero de ellos era sin duda un indio del extremo sur de Sudamérica. Otro, un caballero español, de melena, barba y golera blanca, al cual le faltaba la mano izquierda, cercenada por las aspas de un molino de viento.
Otro, todavía, un hombre moreno, joven, de melena larga y una vieja bufanda de cantor. También estaba con ellos el tipo a quien había cortado la mano derecha por robar naranjas en un Mercado, durante un sueño que transcurre en otro libro. Desde la quieta serenidad de su ataúd, hecho con puras tablas de pino oloroso, María Parabellum escuchaba el ir y venir de un rumor
especial, y por eso estimó que la estaban sepultando en las inmediaciones del mar, en alguna colina que miraba tal vez hacia el oceáno. Pero en realidad el sepelio tenía lugar en un pequeño cementerio cerca del cual habían construido una autopista. Ella confundió el rumor de la autopista con el rumor del mar, y hasta el día de hoy nadie la ha sacado de su engaño.
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El desorden en un cuerno de niebla...De por qué ni el sueño ni la realidad...
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