LOS ALBORES DE LA NARRATIVA chilena —entendida como épica—
corresponden con La Araucana de Alonso de Ercilla. No pretendo
ir tan lejos pero no sería ocioso citar nombres de la literatura
del siglo XVIII como Alonso Ovalle, o del XIX, como Pérez Rosales
y sus espléndidos Recuerdos del Pasado o los testimonios
de Mary Graham. En realidad, el mejor ejemplo de novela decimonónica
es la obra de Alberto Blest Gana, escritor realista cuando había
que serlo, a mediados y en las postrimerías del siglo XIX que
funda sin querer una tradición que, para bien o para mal, continuamos
hoy en día. La primera generación verdadera de narradores
chilenos es la que se denomina no sin razón la generación
criollista o costumbrista. Mi época se vio marcada por la reacción
indiscriminada contra la escritura criollista, contra escritores tan
venerables como Manuel Rojas y su obra maestra Hijo de ladrón,
como Mariano Latorre y sus Cuentos del Maule, o las obras de
Eduardo Barrios, Luis Durand o José Santos González
Vera.
Los de entonces
Yo no sé si esta generación literaria tuvo sus animadores
culturales. Lo que sí sé es que la generación
siguiente, la llamada generación del cincuenta, tuvo como adalid
a Enrique Lafourcade, novelista estimable, periodista y vieja gloria
de la literatura chilena. A comienzos de la década de 1950,
Enrique Lafourcade y otros entusiastas organizaron en la Escuela
de Derecho de Santiago unas jornadas del Cuento Chileno, de las que
nacería, primero, una Antología del Nuevo Cuento
Chileno, y segundo, un grupo bastante cohesionado de escritores
entre los que se contaban el mismo Lafourcade, Claudio Giaconi y su
sonado libro La difícil juventud, Armando Cassigoli
—que más tarde publicaría un complemento y adelanto
de los escritores más jóvenes en otra antología,
Cuentistas de la Universidad—, Jorge Edwards, Margarita Aguirre,
María Elena Gertner, Mercedes Valdivieso, José Donoso,
Jaime Valdivieso, José Manuel Vergara y Mario Espinoza.
Lafourcade y sus adláteres pretendían llamar la atención
sobre el decaído panorama de la narrativa chilena. Se declaraban
fundadores de una nueva literatura, contraria al criollismo y al tipismo
rural de los grandes del 27, uno de cuyos exponentes aún vive
para reclamar la gloria que le corresponde a él y a todo su
grupo: Francisco Coloane, que en este momento cosecha grandes éxitos
en Francia. Pero aquellos jóvenes del cincuenta querían
algo más, pretendían armar la gresca alrededor del inocuo
arte de escribir. Publicaban novelas en clave, escandalosas —como
las de Jaime Bayly pero mejor escritas— que querían poner el
tema literario en el candelero, que éste saltara a las primeras
páginas de los diarios, es decir, que la literatura se vistiera
con el glamour del cine o de la prensa del corazón. En efecto,
hicieron mucho ruido, se habló mucho de esos jóvenes
iracundos, lastrados por todas las rebeldías e insatisfacciones
de la posguerra. Aunque el ruido que armaron no correspondía
mucho con las propuestas que querían hacer. Ni sus literaturas
cortaban radicalmente con el pasado —como fue el caso de Coronación
de José Donoso—, ni fueron ellos los que rompieron con el realismo
criollista de la generación anterior, puesto que entre ambas
generaciones se situaban dos de los menos desdeñables escritores
chilenos del siglo XX. Uno era María Luisa Bombal, escritora
profunda y atormentada, autora de La última niebla,
La Amortajada y de un libro de cuentos, El Árbol.
Esta escritora revolucionó en 1935 la narrativa con un discurso
interior —que incorporaba el stream of consciousness de Joyce
y Virginia Woolf—, escritura impresionista que sí cortó
con el pasado descriptivo y pintoresco del criollismo. El otro era
Carlos Droguett, cuyo Eloy quedó finalista del premio
Biblioteca Breve y que en su momento nadie leyó en Chile, al
menos los afrancesados de la Generación del cincuenta, ni tampoco
nosotros, los menores, para quienes la literatura o era francesa,
o rusa o sajona. Es decir, la narrativa en español no tuvo
ninguna importancia para aquellos que intentábamos escribir
en los años cincuenta y comienzos de los sesenta.
La generación del cincuenta tuvo un vasto arco cronológico
que iba desde Carlos Droguett a los alevines que asistieron a esas
jornadas de la Escuela de Derecho, como Jorge Edwards, Enrique Lihn
y Alberto Rubio. La siguiente generación fue la que “no asistió”
a esas jornadas y que en el año sesenta no tenía treinta
años. Por ese tiempo, la figura mayor de los cincuenteros era
José Donoso, que en 1957 había publicado una novela
normativa, Coronación, pero que seguía perteneciendo
al ámbito recoleto de lo chileno. Fue por esos años
que apareció en México La región más
transparente de Carlos Fuentes y recibimos, o al menos yo recibí,
un destello como el del camino de Damasco. Una novela en español
cuyo autor demostraba que se podía escribir en el tono y con
los recursos de la gran literatura y cuya digestión de Faulkner
y otros Steinbecks nos consternaría decisivamente. Esto sucedía
al mismo tiempo que Borges, Cortázar, Leopoldo Marechal y Onetti
escribían sus mejores obras. Ellos serían los padres
evangelistas del Boom latinoamericano.
Los novísimos
Como decía, nuestros gustos literarios estaban repartidos
en esos años entre los franceses, incluyendo, claro está,
el nouveau roman de Robbe Grillet, Claude Simon y Butor, y
los norteamericanos, toda la generación perdida, desde Thomas
Wolfe a William Styron. Personalmente leer a Carlos Fuentes representó
una verdadera conmoción. Todo se me antojó posible,
sin nada que ver con las propuestas pseudomodernettes de los cincuenteros.
Nosotros, los Novísimos, ni siquiera nos molestamos en atacar
a los escritores de la generación del cincuenta. Les reprochábamos
in pectore el que fueran autodidactas —lo que no era verdad—
en circunstancias que a nosotros nadie nos bajaba del Árbol
de la ciencia, de la filosofía y de las lenguas clásicas.
El inventor de esta llamada Novísima Generación —la
de los sesenta—, o su embaucador, fue José Donoso, que ayudó
a publicar la primera novela de Juan Agustín Palazuelos, Según
el orden del tiempo. Como todo genio maligno, Donoso quiso arropar
a su pupilo con una “generación” que le diera realce a su figura.
Pero con lo deslenguado y vociferante que era Palazuelos, Donoso no
necesitó ser animador cultural de los Novísimos porque
él, Palazuelos, solito, se encargó de aventar que los
cincuenteros eran unos analfabetos y que no habían leído
a Marco Aurelio ni a Kant y desconocían la filosofía
clásica. A Donoso le bastó publicar una crónica
en la revista Ercilla en 1963, titulada “Jornadas para la novísima
generación”, con el confesado propósito de fastidiar
a sus colegas del cincuenta y sobre todo a Lafourcade que nos miraba
con la curiosidad con que un entomólogo mira una pulga. Por
esos años apareció en México, en la editorial
Era, un libro maravilloso de Alejandro Jodorowski, Cuentos pánicos,
que permitió augurarle a la Generación del cincuenta
un destino menos ominoso que el que nosotros le pronosticábamos.
Jodorowski era un cincuentero típico, pero además era
muchas otras cosas, una orquesta en sí mismo; era mimo, bailarín,
enfant terrible de horrendos happenings parisinos y cineasta. Y nosotros
éramos puro rencor y esperanza.
Juan Agustín murió prematuramente en 1967, después
de publicar dos espléndidas novelas, la citada Según
el orden del tiempo y Muy temprano para Santiago. La primera
selección de Donoso de la revista Ercilla contó con
escritores que el tiempo malogró debido a muertes prematuras
y con otros que hemos sobrevivido mal que bien en las ciudades, en
las universidades, en el mundo editorial y, otros más, en pequeños
reductos rurales que nos preservan de una muerte conocida pero no
llegada.
Los mayores de esta generación fueron Antonio Avaria, un escritor
poco prolífico que ha demostrado un talento inquebrantable
para sobrevivir y vivir de la literatura sin escribir. Uno de sus
cuentos, “La muerte del padre”, fue publicado muchas veces
como inédito y con distintos nombres. Este cuento le dio un
renombre envidiable. Por ejemplo, se publicó en Francia con
el título “On est mieux ici qu’en face” y muestra a
un hombre sentado y bebiendo en un bar frente al cementerio de Pére
Lachaise. Carlos Morand, autor de novelas menores pero con gran capacidad
para incorporarse al oficialismo literario, se vio agobiado por honores
y pronto cargado con las cruces de la Academia Correspondiente de
la Lengua.
Cristián Huneeus, el más serio y precoz de nuestro
grupo, publicó un primer libro de relatos, Cuentos de cámara,
que llamó mucho la atención de la crítica y de
todos nosotros. Murió joven también, cuando su literatura,
al comienzo realista y henryjamesiana, se había convertido
a la más rabiosa vanguardia.
Carlos Ruiz-Tagle fue —pues también murió antes de
tiempo— un escritor estimable y un hombre esencialmente bueno. Perteneció
al grupo de El joven Laurel que dirigía Roque Esteban
Scarpa en el colegio Saint George. Publicó libros que intentan
rescatar el perfume y la melancolía de la infancia. También
Luis Domínguez es uno de los mayores del grupo y un sesudo
estudiante de Faulkner. No es ocioso leer su libro El extravagante
y las novelas que lo siguieron. Poli Délano es un autor prolífico,
enamorado de Hemingway y premiado desde sus primeros libros. Posee
la más sólida carrera como escritor profesional y cree
en la superficialidad del estilo que lo mira todo desde fuera y en
el poder de la palabra para cambiar el sino de la tragedia humana.
También hay que mencionar a Andrés Pizarro, el único
de nuestra generación que asistió a las jornadas de
Lafourcade cuando tenía quince años.
Finalmente cito mi nombre y el de Antonio Skármeta como los
de los más jóvenes de los Novísimos. A Antonio
Skármeta no tengo necesidad de presentarlo. Son conocidos sus
estupendos cuentos y las obras posteriores: Soñé
que la nieve ardía, La insurrección, Ardiente
paciencia (o Il Postino) y Match Ball, todas testigos
de la gran conmoción que supuso el golpe de estado en Chile
y las luchas de la izquierda en Latinoamérica. Match Ball,
sin embargo, escapa a este último predicamento.
Capítulo completamente aparte merece el fenómeno de
Isabel Allende y de Ariel Dorfman que, aunque de nuestra generación,
se han colocado por fuera y por encima del grupo. Isabel Allende publicó
La casa de los espíritus cuando su apellido llamaba
poderosamente la atención. Su estilo sin pretensiones innovadoras
y más bien mimético caló hondamente en el gran
público que la ha convertido en una escritora rica y conocida.
Menos afortunado, pero dueño de un gran entusiasmo vocacional,
Ariel Dorfman publicó una primera novela, Moros en la costa,
que tuvo poca repercusión social. Hace poco sacó una
última y mitigada novela, Konfidenz, y escribió
un drama, La muerte y la doncella, título schubertiano
al servicio del horror de la tortura política, que ha sido
representado en todo el mundo y llevado al cine por Polanski. Esto
le ha otorgado una parva celebridad internacional. En mi opinión,
el problema de estos dos escritores es que si se dedicaran a cualquier
otra actividad cosecharían quizás el mismo éxito.
Los nuevos novísimos
Vamos a los nuevos novísimos, la generación de los
ochenta, que como en el caso de Lafourcade en los cincuenta y de Juan
Agustín Palazuelos en los sesenta, tiene también un
animador cultural, más belicoso y radical que sus predecesores.
Se llama Jaime Collyer y nació en 1955. Y así como
Lenin lanzó en 1917 el “Todo el poder para los soviets”, Collyer
ha desafiado al establishment con su “Todo
el poder para nosotros”, convencido de que la literatura, como
el dinero o la política, puede otorgar algún poder.
Cito unas frases inefables: “Nada podrá ya desalojarnos de
las trincheras”, y refiriéndose a nosotros, los provectos:
“Vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o a patadas
según sea el caso”. Este exaltado deja a Juan Agustín
Palazuelos convertido en un enfant de choeur. Pretende hablar
en nombre de toda su generación y ha publicado Los años
perdidos (1986), El infiltrado (1989), Gente al acecho
(1992) y Cien pájaros volando (1995). Pese a haber devuelto
su carnet del partido comunista, se trata de un escritor beligerante,
de indudable calidad literaria pero tentado por el dogmatismo militar
de una juventud algo postrera.
Los supuestamente representados por Collyer forman un grupo con una
gran vehemencia vocacional. Comencemos por autores que no habían
publicado con los Novísimos pero que cronológicamente
corresponderían con ese movimiento. Adolfo Couve publicó
un primer libro delicioso en 1970, En los desórdenes de
junio, y sólo ahora se ha dado a conocer y se le aprecia
por otro libro, Balneario, que yo personalmente no he leído.
Carlos Cerda (1942) es el excelente autor de Morir en Berlín,
fruto de su exilio en esa ciudad desde 1973 a 1985. También
Germán Marín puede ser cualificado de “autor sin prisas”.
Su novela Círculo vicioso (1994) pretende ser el comienzo de
una saga autobiográfica, de gran vigor estilístico y
de un decantado horror por la educación militar y por lo que
la política hace con los hombres.
En mi opinión, los mejores escritores de estos nuevos novísimos
están encabezados por Gonzalo Contreras (1958) con su excelente
y premiada novela La ciudad anterior (1991); por Diamela Eltit,
un hermoso fenómeno literario, exquisita y ferozmente femenina,
con un poder de autoinspección expresado con un difícil
y brillantísimo estilo. Es autora de Lumpérica
(1983), Por la patria (1986) y Vaca sagrada, fuera de
su último libro, El cuarto mundo, del cual sólo
conozco unos fulgurantes fragmentos, leídos durante Les
Belles Étrangères, en París, en 1992. Marco
Antonio de la Parra, uno de los primeros novelistas que se revelaron
en este grupo, es autor de Cuerpos prohibidos y posee una gran
calidad de estilo. Sus labores como psiquiatra y dramaturgo diversifican
sus actividades más allá de la mera narrativa.
Arturo Fontaine, el autor de Oír su voz, se encuentra
también como un nombre mayor entre sus contemporáneos,
un novelista que pese a desarrollar actividades ajenas a la escritura,
tiene a ésta como su primer oficio.
Carlos Franz (1959) escribió Santiago cero, un recorrido
por la imaginaria y contradictoria ciudad, cuyo trazado esencial es
fundamentalmente interior.
Ágata Gligo cosechó un éxito grande con una
tanatografía de María Luisa Bombal, la mejor novelista
chilena del siglo XX. Luego, en 1990, publicó una novela, Mi
pobre tercer deseo, delicuescente mirada al amor y al país
que aparece detrás como una transparencia.
Hay que reconocer como un hecho de excepción la aparición
de un novelista por todos conocido, Luis Sepúlveda, autor de
libros de ternura y militancia como El viejo que leía novelas
de amor (1989), Mundo de fin de mundo (1994), Nombre
de torero (1995) y Patagonia express (1996). Es el escritor
“traducido” del grupo y el más profesional de todos, pues vive
de lo que escribe.
Luis Mizón vive en Francia y es poeta. Ha escrito una novela
El hombre de Cerro Plomo, aproximación a la mística
y la mitología del hombre americano. Por edad debería
considerárselo Novísimo, pero la publicación
de su novela data de 1991.
También entre los escritores que Monsieur Pinochet puso de
patitas en la calle, destaca Ana Vásquez, que vive en París
y es autora de dos novelas de justicia, rabia y melancolía,
Los búfalos, los jerarcas y la huesera y Abel Rodríguez
y sus hermanos.
Pero el caso más trágico de estos escritores —hablando
siempre de narradores malditos— es el del “poeta” Hernán Valdés,
autor de un espléndido conjunto de poemas, Apariciones y
desapariciones, pero que afirmó su carrera como novelista
con, primero, Cuerpo creciente y, luego, con Zoom. En
1973 fue internado durante dos años en uno de los campos de
concentración más abyectos de Pinochet, tras los cuales
salió y publicó en Barcelona Tejas Verdes, testimonio
atroz de un gulag chileno de ese tiempo.
Volviendo a los nuevos novísimos, es importante no olvidar
un nombre, el de uno de los más jóvenes aspirantes a
los laureles de la gloria: Alberto Fuguet. Con veleidades periodísticas,
rockeras y cinéfilas, su personalidad se mueve como una de
las más modernas de su grupo. Yo conozco de él una novela,
Mala onda (1992), que lo une estrechamente al mundo literario
norteamericano, escrita con el lenguaje desafiante, y casi criminal,
de los autores jóvenes.
Hablamos hace un momento de Diamela Eltit. Estoy seguro de que la
preocupación corporal, del lenguaje de la pura carne soñando
o sufriendo en su última novela, El cuarto mundo, en
que el personaje comienza su relato dentro del vientre de la madre,
y en la que cuerpo y espacio y miasma son los límites del discurso
y los elementos esquizofrénicos de la literatura, es la misma
que anima a Guadalupe Santa Cruz (1952) en su última novela
El contagio, aún inédita, que tiene como protagonista
al cuerpo todo, ese ámbito seguro y peligroso, contagiado habitualmente
por el acto de vivir. Guadalupe Santa Cruz ya ha publicado la novela
Salir (1989).
Más acá aparecen escritores de calidad como Óscar
Bustamante que pese a no ser un jovencito ha comenzado a publicar
después de 1990. Darío Oses y Radomiro Spotorno han
unido sus vocaciones al viaje y son autores de novelas que no he leído.
Lo mismo sucede con Ana María del Río, cuyas dos novelas,
el tiempo y la incuria me han impedido leer. Mucho más acá
vienen jóvenes-jóvenes. Ricardo Cuadros y su primera
novela Orientación de Celva (1993) y Andrea Maturana,
nacida en 1969, poseedora de una gran dosis de ese descaro vital que
tanto admiraba Jaime Gil de Biedma. Sus libros (Des)Encuentros
(des)esperados (1992) y Nuevos cuentos eróticos
(1991) la han convertido, por su libertad e inteligencia, unidas a
una deliciosa apariencia juvenil, en una inspiradora de grandes-grandes,
grandes-pequeños y pequeños-pequeños.
Un ojo de asombro
Este es pues un errático y nada exhaustivo panorama de los
nuevos narradores chilenos. Perdonadme la forma clasificatoria y nada
analítica de mi exposición pero sólo he intentado
hacer una incursión, una avanzadilla y no un balance, por los
inestables terrenos del panorama literario de Chile de los últimos
años. Aunque nada valdría de esta exposición
sin que nos refiramos a la situación de esta última
generación respecto de las anteriores, por ejemplo, la de nosotros,
los llamados Novísimos.
El golpe de Estado de Augusto Pinochet partió en dos la historia
de Chile, dividiendo a sus gentes, su cultura, la mentalidad política
de su juventud, y haciendo del futuro algo verdaderamente peligroso.
Nuestros antepasados y nosotros no conocimos el miedo, la humillación,
el exterminio y la protervia de las que hizo gala la clase militar
chilena. Lo nuestro era, para bien o para mal, la libertad, la insolencia,
el descaro para mirar y juzgar los poderes públicos. La universidad
era un lugar de reflexión y crítica, y la prensa, tribunas
de debate en las que hasta se admitían el desenfreno y la licencia.
Los escritores, muy jóvenes, de la generación actual
se vieron enfrentados a una iniciación muy dura. Aprendieron
a leer y a escribir entre líneas, a eludir los escollos de
una administración no muy ilustrada mediante astucias y ardides
totalmente desconocidos para nosotros. Antes del golpe, la verdad
nos venía dada por testimonios ajenos: Otto Dix, Koestler,
Ehrenburg, Andrzejewski, Sartre, Orwell y Solzhenitsyn, no de primera
mano como han tenido que vivirla estos últimos jóvenes
escritores, con textos más sutiles, menos flagrantes, cuyos
discursos debían deslizarse entre la estolidez de las creencias
que los moldeaban. En fin, tuvieron que hacerse sabios en la mentira,
la de ellos y la que reflejaban. Ya lo dijo el poeta: “Para el horror,
basta un ojo de asombro”.
* Intervención
en el curso “Presente y futuro en la literatura hispanoamericana”
de la Universidad de Verano de Cooperación Internacional de
la Universidad de las Islas Baleares, en Mallorca, 29 de agosto de
1996. Publicada en el diario La Época, 10 agosto 1997, Santiago
de Chile y en la Revista Romance Quarterly, Volumen 48, n° 3,
verano 2001, Washington.